Me asomo a una de las vistas más hermosas del mundo. Es el momento en que se espera de un poeta que improvise una gran frase. Quizá incluso un poema. Pero me quedo mudo. La poesía odia la redundancia y, como don Quijote de la Mancha, prefiere socorrer a los más menesterosos que alternar con los duques. No por un esnobismo invertido. La rosa, oh, se defiende sola. La flor del cactus, en cambio, simboliza este empeño de salvar las espinas, la sequedad, lo agreste. Una delicadeza que no se rinde. No quiere eso decir que el paisaje sublime o la rosa no nos conmuevan. Sólo sucede que entonces, ante ellos, los necesitados somos nosotros, que nos decimos, como Rilke ante el busto clásico: "Tienes que cambiar de vida". Los aforismos, en cambio, son flores amarillas sobre el cactus de lo cotidiano. Y cuando te fijas de nuevo te dicen también: "Tienes que cambiar de vida", pero al oído.
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Flema, muy bien, la que haga falta, más que un inglés, pero sin perder la flama del entusiasmo.
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Que el vino le siente tan regular al cuerpo —como descubrimos sorprendidos a la mañana siguiente y ya sabíamos— es una prueba preciosa de que bebemos para el alma.
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Tomarse el trabajo en serio tiene no sé qué de redundante.
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No sangro por la herida, pero de ella gotea la tinta con que escribo.
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Hay una prosa en la que se percibe sin género de dudas que el autor, en su vida privada, se expresa con una gran facilidad oral. Aunque fluye tan bien, no es la mejor prosa.
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En el 'Oh' veo la Sagrada Forma. Con el reclinatorio a su lado para que nos pongamos a adorarla.
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El pequeño dragón en el monumento clásico o la gárgola en la sublime catedral gótica son recordatorios de que la pelea no ha terminado, de que el esteta ha de seguir luchando.
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Viajar me encanta —y quedarme en casa todavía más.
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Sin esperanza, no hay alegría presente.
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Es posible que la épica no sea posible en estos tiempos, lo que la hace más imprescindible que nunca.
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El "homor", un honor que sabe que el humor es una de las herramientas principales de la nobleza de espíritu. Don Quijote es su patrón.
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El vanidoso, cuanta más importancia quiere darse, más pequeño se ve.
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Quien te asegura que se lo toma toda a broma, ¿lo dice en serio?
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Esos chistes que sólo nos celebran los que están predispuestos a reírnos las gracias son —buenos o malos— algo peor: ya redundantes.
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Jamás sería perfeccionista: no lo haría bien del todo
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Oh
Tynnichos de Calcis, que sólo compuso un poema hermoso.
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Prójimo: aquel a quien compadeces sus desgracias. Amigo: a quien le celebras los éxitos.
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Para justicia poética, mi dolor de espalda. Por ahí, por ahí, cobarde, me ataca el tiempo.
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Cada vez resulta más reaccionario ser conservador.
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Nomen omen
Hadjadj: mitad jadeo y mitad carcajada.
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«Muerto de envidia», se dice muy expresivamente; pero ni de gula, ni de ira, ni de orgullo, ni tan siquiera de vanidad, muere nadie por lo visto.
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El combate del siglo
Autoestima vs. Autocrítica. (Es un combate trabado, confuso, marrullero, como demuestra la paradoja de que yo esté tan satisfecho, ay, de ir a muerte con la autocrítica.)
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La onomatopeya de los discursos demagógicos no debería ser "bla, bla, bla", sino "bluf, bluf, bluf".
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A veces recibo un libro de algún desconocido. Lo leo con una doble atención, preguntándome las razones por las que me lo habrá enviado a mí. Y deberíamos leer siempre así: buscando qué nos quiere decir personalmente el libro.
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¿Medio vacío?
Quien defiende el vaso medio lleno sabe que, en el fondo, tiene razón.
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Muerte: meta volante.
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Poeta, profeta al que se le ha caído la "f" del futuro, porque lo suyo es pronosticar el presente, vaticinar el increíble prodigio de la realidad y llamar al arrepentimiento por la desatención.