No importan la forma ni el contenido si está pasando un minuto del mundo que, de pronto, late en las sienes. ¿Qué se puede hacer, más que retener su fugacidad y dejarse envolver por ella? A nadie se le ocurre mirar el reloj en un momento así, pues uno está fundido con ese tiempo que, a cámara lenta, aparece en el interior de nuestra lanzada cronología.
Hotel solitario en un paso de montañas. Otoño. Crepúsculo. Fuego encendido. Nuestros momentos cruciales están formados por un aliento repentino que, sin saber cómo, se convierte en un santiamén inolvidable. Aunque sea difícil confesarlo y darles la palabra, las biografías se dividen por esos accidentes que, al principio insignificantes, se transforman lentamente en monumentos duraderos. Tal vez por esta razón Mahler insistía en que la tradición no es "tradicional", pues no consiste tanto en el culto a las cenizas como en la transmisión del fuego.
Seguro que nos arrepentimos de algunos momentos impulsivos en los que no supimos frenarnos. Nos duelen más todavía aquellos pocos instantes donde perdimos el hálito de un lapso crucial que raramente llama dos veces a la puerta. Por el hábito de una seguridad enfermiza, no fuimos capaces de entrar en aquella ocasión, en una oportunidad irrepetible que nos brindaba el destino. ¿Cómo habría sido posteriormente nuestra vida si hubiésemos atendido a aquella leve e inesperada señal? Una tarde que encontramos a John Cage en la Gran vía. Aquella atractiva mujer sola en la playa, a la que solo nos atrevimos a mirar de soslayo.
Cultura impotente ante el instante
La prudente educación cívica que recibimos, sumada a esta última interdependencia, digital y colectivista, donde nadie quiere dar un paso sin consultar de reojo la opinión de los demás, nos han convertido en una estirpe cuyos nervios están desactivados para la espontaneidad de lo que ocurre fuera de los protocolos. Hemos logrado encarnar una cultura impotente ante el instante, en el pulso de un tiempo imprevisto. Pero el instante es donde se decide, donde se siente y se piensa.
Y esta desactivación ocurre en virtud de nuestro adiestramiento, en la cronología de largo alcance, en la seguridad del tamaño y del espectáculo compartido. El cortoplacismo de nuestra comunicación es equívoco, pues está al servicio de una estrategia general de cálculo y reserva. La instantaneidad consumista tiene la función de desactivar precisamente el instante, ese fragmento fulgurante de tiempo donde ocurre todo lo que va a ser duradero.
Hay otra forma de vivir, una línea de sombra que pervive en nosotros, por clandestina que actualmente sea. Se llamó amor fati y consistía en atender a los signos, a la senda silenciosa de un deseo real. Para volver a esta vía sería preciso igualarse con los acontecimientos, a veces muy discretos, haciéndose hijos de su contingencia. Sería necesario aceptar la erosión espacial que nos produce el tiempo.
Quejarse produce una atención ocasional de los otros
No puede haber nada malo en lo que ocurre, decía un sabio entrenador de fútbol. Un error, una bajeza o una cobardía que fuésemos capaces de querer en su signo, ya son otra cosa. Es un poco lo que a veces llamamos segunda oportunidad, como una segunda potencia de la conciencia. Es el infinito que se vive de una sola vez, la eternidad que ocurre en un momento.
Paralizados como estamos por la alianza entre el aislamiento narcisista y el estruendo de la comunicación, son urgentes unos cursos de deformación que permitan poner el pensamiento a la altura de lo ocurrido, de la irregularidad que nos rodea. Crear es, de hecho, dejar ser a la singularidad de lo vivido, poner la cabeza a la altura de los sentidos. Se trata de una inmediatez ética, un compromiso moral con lo inhumano de vivir que consiste en asumir lo inesperado, querer su infinita causalidad. Quejarse produce una atención ocasional de los otros. No obstante, la tarea de sobrevivir consiste en asumir en solitario unas señales cuya necesidad es tan profunda que han de parecer, en principio, imprevisibles y más bien humillantes.