Entre los tesoros que el Museo del Prado ofrece al visitante hay tres tablas de gran tamaño de Botticelli ante las que nadie es capaz de pasar de largo. Forman un relato seriado o, dicho vulgarmente, un comic. El título de este comic violento, casi gore, sería Historia de Nastagio degli Onesti, guión de Boccaccio, ilustraciones de Botticelli: una bellísima mujer desnuda huye despavorida, perseguida por dos perros y un hombre a caballo. Cuando los perros la derriban, el caballero la mata, le arranca el corazón y se lo echa a los animales para que se lo coman. Pero ella resucita y vuelve a emprender la fuga, para ser de nuevo perseguida y sacrificada en una fórmula de castigo perpetuo, al estilo de las crueles penas que imponían los dioses de la mitología a Tántalo o Sísifo.
Como sucede tantas veces con las grandes obras de arte, estas pinturas renacentistas tienen, más allá de su valor estético, una lectura histórica y política. Llegaron como donación al Museo del Prado en 1940, una fecha significativa, pues con la Guerra Civil recién acabada cabría pensar que fueran una manifestación de adhesión al nuevo régimen franquista. Esto llama la atención sobre todo por el donante, un político nacionalista catalán, o habría que decir el más importante político catalán del siglo XX, Francesc Cambó. En realidad, la aportación de Cambó al Prado estaba muy de acuerdo con su ideario político, expuesto en el manifiesto Per Catalunya i l’Espanya gran, cuyo título es de sobra explicativo. Cambó creía, como Prat de la Riva, que Cataluña solamente se realizaría plenamente integrada en una España fuerte y próspera, y entendía que había que contribuir a la mayor grandeza del Museo del Prado, como uno de los emblemas de esa España. Nunca se lo han perdonado los separatistas.
Pero la conexión con la Historia de estas tablas nos vuelve a meter de lleno en una actualidad que, de momento, ha desplazado la preocupación de los españoles por el separatismo: la epidemia del corona virus. La obra maestra de Botticelli recogía en efecto otra obra maestra de la literatura italiana, el Decamerón de Giovanni Boccaccio, el libro que supuso la mayoría de edad del italiano vulgar como lengua culta y el nacimiento de la novela. El autor florentino lo escribió entre 1351 y 1353, cuando todavía coleaba la Peste Negra, la más terrible pandemia que ha padecido la Humanidad.
La muerte negra
La Peste Negra estalló en Europa en 1347, al parecer procedente de Asia y traída por un barco que atracó en Mesina. Se extendió por todo el mundo conocido en la época, se dice que solamente se libró Islandia, aunque quizá es simplemente que no hay registros de aquella remota isla. De una virulencia sin precedentes, la llamaron la Muerte Negra porque salían unas manchas negruzcas en la piel. Los cálculos más moderados señalan que sólo en Europa murieron 25 millones de personas, un tercio de su población. No es extraño que diese origen a movimientos milenaristas, que creían que había llegado el fin del mundo, el Día del Juicio Final.
En Florencia, uno de los lugares más prósperos y felices del mundo, donde se estaba gestando ya el Renacimiento, la Muerte Negra llegó en 1348 y se ensañó: mató a cuatro de cada cinco florentinos, dejó vacía la ciudad más hermosa de Italia. Dentro del afortunado 20 por 100 que sobrevivió estaba Giovanni Boccaccio, ya un veterano escritor, amigo de Petrarca. Entonces tuvo lugar un prodigio: como fórmula de exorcismo o, mejor aún, como muestra de que el espíritu se impone sobre las desgracias materiales, Boccaccio decidió hacer de aquella desgracia apocalíptica material literario, transformar la epidemia en arte.
El Decamerón comienza con el encuentro de siete jóvenes damas florentinas en la iglesia de Santa María Novella, desierta porque la epidemia está haciendo estragos. Preocupadas por la situación deciden retirarse al campo para burlar a la Muerte Negra. Pero hay que llevar algunos hombres, para que sobrevivan varones, y se lo proponen a tres jóvenes que inesperadamente llegan a la iglesia. Los diez se van a una villa, que Boccaccio describe como un paraíso y está aislada en lo alto de una colina, en el vecino pueblo de Fiésole. Si la campiña florentina es el paisaje más dulce del mundo, Fiésole es su lugar más encantador. Allí hombres y mujeres, igualmente cultos y sensibles, buscan un entretenimiento intelectual y deciden que durante diez días cada uno cuente diez cuentos.
Así surge el Decamerón, nombre griego que significa “diez días”, y que es una referencia al Hexamerón (seis días) en el que San Ambrosio puso en verso el Génesis. La coincidencia de títulos no es casual, si San Ambrosio contó la creación del mundo, Boccaccio contará el renacer de la humanidad tras la Peste Negra, aunque su literatura no es ciertamente religiosa, sino francamente erótica, pues los cien cuentos hablan de fortuna, amor y sexo.
El impacto del Decamerón fue tremendo. Veinte años después de su aparición Chaucer viajó a Florencia, lo conoció y le inspiró los Cuentos de Canterbury, texto fundamental de la literatura en inglés. Y un siglo después Botticelli le rendiría homenaje con esta Historia de Nastagio degli Onesti de la que disfrutamos en el Prado gracias a un político catalán.