El signor Emilio Rinaldi venía a tratarse una afección de la garganta con las aguas de Santa Águeda, eso dijo al alquilar una habitación en el gran hotel del balneario guipuzcoano. Obviamente no era alguien de clase alta, pero podía pasar por lo que dijo ser: un periodista italiano, corresponsal del periódico Il Popolo. Santa Águeda, como la generalidad de los establecimientos termales de España, tenía su clientela principal en la burguesía, no en la aristocracia, aunque allí también venían personas importantes, no se vayan a creer. Por ejemplo, casualmente estaba tomando las aguas don Antonio Cánovas del Castillo, presidente del consejo de ministros, que es como se llamaba entonces el presidente del gobierno.
El balneario de Santa Águeda, en el valle de Gesalibar, contaba con un manantial de aguas ferruginosas y tres de aguas sulfurosas, que brotaban en la garganta del Aramayona. Según las publicaciones de la época tenían fama por sus propiedades curativas del herpes, las escrófulas, la sífilis, la anemia, la clorosis, la neuropatía y lo que entonces llamaban “enfermedades de la mujer”. La medicina termal era muy antigua, los romanos fueron auténticos especialistas y crearon balnearios –“spa” se decía en latín- por toda Europa; muchos de ellos todavía funcionan. El señor de Montaigne, el gran intelectual de principios de la Edad Moderna que inventó el concepto de “ensayo”, recorría Francia, Alemania y Suiza en busca de esos spas para tratarse el “mal de la piedra”, es decir, los cálculos renales.
Pero en España fue en el siglo XIX cuando se puso de moda el termalismo entre la nueva clase ascendente, la burguesía. Ir a “tomar las aguas” se convirtió en una afición tan extendida que Pérez Galdós, el mejor retratista de la sociedad española del XIX, decía algo escéptico: “Si las fuentes hidroterápicas tuvieran eficacia curativa, en España lo tendríamos todo menos enfermos”.
A los balnearios españoles les faltaba sin embargo el toque aristocrático y glamuroso que tenían otros de Europa, frecuentados incluso por reyes y emperadores, como aquel de Bad Ems donde estalló la Guerra Franco-prusiana (véase Historias de la Historia del 12 de julio, La guerra empezó en un balneario). No había auténticas ciudades-balneario como la alemana Baden-Baden o Vichy, que llegaría a ser la capital de la Francia no ocupada durante la II Guerra Mundial. Los establecimientos termales españoles eran, por así decirlo, de clase media.
Cánovas no desentonaba en ese ambiente porque aunque luciera el Toisón de Oro no era noble, sino un burgués hecho a sí mismo. Su padre era maestro y su prematuro fallecimiento obligó a Cánovas a trabajar desde los 15 años, pagándose la carrera de derecho con un empleíto en el ferrocarril Madrid-Aranjuez. Fueron una inteligencia superdotada, un carácter férreo y su carisma político los que le llevaron a ser un eminente historiador y el mejor gobernante que tuvo España en el siglo XIX. Su obra de estadista, lo que precisamente se llama “la Restauración canovista”, proporcionó a una España desangrada en guerras civiles y revoluciones, 30 años de paz, libertades y estabilidad política, mediante el turno en el gobierno acordado entre el Partido Conservador de Cánovas y el Liberal de Sagasta.
En el punto de mira
Una personalidad conservadora tan eminente como la de Cánovas lo tenía que poner, inevitablemente, en el punto de mira del terrorismo anarquista, que a finales del XIX se estaba convirtiendo en una amenaza mundial, el equivalente a lo que hoy es el terrorismo islámico. Ya habían sucedido en Barcelona los terribles atentados del Teatro de Liceo, con 22 muertos, y de la procesión del Corpus, con 12 muerto entre los que había varias niñas que hacían la primera comunión. Cuando sucedió este último, el 7 de junio de 1896, estaba en Barcelona un anarquista italiano, Michele Angiolillo, al que detuvo la policía, aunque no se probó su participación en el acto terrorista.
Angiolillo logró huir a Francia, de donde pasó a Inglaterra. Allí compró una pistola, ya con la idea de matar a Cánovas. En su cabeza se trataba de una represalia porque, tras la bomba del Corpus, las autoridades habían ejercido una feroz represión del movimiento anarquista en Barcelona. Se fue a Madrid a realizar su asesinato, se lo contó al director de un periódico de izquierdas, que guardaría silencio, y al encontrarse con que Cánovas se había ido a tomar las aguas a Santa Águeda se fue detrás de él.
Bajo el falso nombre de Emilio Rinaldi, durante casi una semana compartió hotel con el político, buscando la ocasión oportuna para asesinarlo. Los agentes de la escolta presidencial mostraron una notable ceguera ante aquel huésped que mosconeaba alrededor de Cánovas. Una vez llegó a colarse en la habitación del presidente, que estaba allí, pero la policía no hizo nada.
Por fin el 8 de agosto de 1897, mientras don Antonio Cánovas leía el periódico en un banco al aire libre, esperando a su esposa para ir a comer, pudo apuntarle cuidadosamente con su revólver inglés y dispararle casi a bocajarro tres tiros mortales de necesidad, uno en la cabeza, otro en la yugular que le produjo una enorme hemorragia y el último en la espalda.
“Este suceso –se puede leer en la historia oficial de San Águeda- provocó que la selecta y aristocrática concurrencia de bañistas, que buscaba cada verano en el apacible valle de Gesalibar la reparación de energías y los saludables efectos de sus aguas sulfurosas, huyera espantada, quedando el balneario vacío y en silencio”.