Clásico literario, superventas de la culpa, exhortación al arrepentimiento, crítica del capitalismo industrial, matar al padre … Llamadlo como queráis, el relato sigue siendo una joya. En estos días en los que un raro espíritu de ansiedad y una electricidad de tarjeta de crédito recorre las calles, conviene volver sobre Canción de navidad, el cuento navideño de espectros que Charles Dickens publicó un 19 de diciembre de 1843, exactamente 5 días antes de Nochebuena. La elección del día no fue casual, como tampoco sus personajes. En realidad nada en esta historia lo es. Y eso conviene tenerlo en cuenta.
Canción de Navidad está protagonizado por el que puede sea el personaje más conocido de Charles Dickens, incluso más que Oliver Twist o David Copperfield. Se trata de Ebenezer Scrooge, un anciano tacaño y explotador que recibe la visita del fantasma de su antiguo socio, Jacob Marley, y luego de los fantasmas de la Navidad pasada, presente y futura. Todo con una intención: que recapacite y alcance a redimirse antes de que sea demasiado tarde y se vea obligado, como Marley, a vagar por la eternidad arrastrando una pesada cadena de hierro.
El espectro volvió a proferir un grito, sacudió la cadena y se retorció las fantasmagóricas manos.
—Estás encadenado —dijo Scrooge, trémulo—. Explícame el motivo.
—Arrastro la cadena que forjé en vida —respondió el fantasma—. Yo la hice, eslabón a eslabón; metro a metro; me la ceñí por voluntad propia, y por voluntad propia la llevo. ¿Te resulta extraña su composición?
Scrooge cada vez temblaba más.
—¿O quieres conocer —prosiguió el fantasma— el peso y la longitud de la que tú mismo arrastras? Ya era tan larga y pesada como esta hace siete Nochebuenas. Desde entonces, no has dejado de trabajar en ella. ¡Es una cadena gravosa!
Entre alaridos y sacudones de la pesada cadena, el espectro de su socio advierte a Scrooge que su individualismo y el uso exclusivo de su tiempo para hacer dinero, lo llevarán al mismo purgatorio al que él ha sido condenado desde hace siete años: vagar de un lado a otro, encadenado a una pesada guaya. Una “incesante tortura del remordimiento”, dice Marley. En el texto original, las palabras de su socio son bastante más inquietantes: “No rest, no peace. Incessant torture of remorse.” En inglés, la palabra “remorse” alude a una penitencia pero también significa compasión, esa capacidad de experimentar y entender el sufrimiento de otro a partir del dolor propio. Ése es, sin duda, el verdadero trasfondo de este clásico literario: no el miedo a la muerte, ni la culpa, sino la capacidad para entender el dolor de otros.
Sólo la visita de los tres espíritus anunciados por Marley es lo que permite a Scrooge experimentar en carne propia la necesidad por el amor (que ya no posee), la nostalgia (por la infancia y los pequeños episodios de luz extraviados en su vida) y el arrepentimiento. De eso se encargan el fantasma de la Navidad pasada, la Navidad presente y la del futuro. El viaje en el tiempo de Scrooge es en realidad un viaje hacia la empatía: verse como un niño miserable y solitario; descubrir que ha dejado plantada a la más bella mujer sólo por dedicarse a trabajar y hacer dinero; comprobar su mezquindad con su hermana; revisitar al padre…
Todo lo que le ocurre a Scrooge , también lo vivió Dickens aunque desde la otra orilla: él fue el niño explotado; fue a él a quien su padre, ausente por una sentencia de prisión, condenó a un sufrimiento muy temprano que labró en Dickens una enorme sensibilidad y conciencia de clase. Por eso el escritor tira de la experiencia vivida para escarmentar al avaro anciano. Y aunque tanto enfada a los lectores que les sea revelado el final de una historia, no existe tal cosa como un spoiler para un texto escrito hace más de doscientos años. Así que, en dos platos: si Scrooge se redime, si pasa de ser ese viejo mezquino a un hombre de relativa compasión, no es porque tema al purgatorio, sino porque vuelve a conectar con su capacidad para sentir agravio, soledad, amor, nostalgia.
Al comienzo de estas líneas, un apunte señalaba que no era absoluto casual que Charles Dickens publicara el relato 5 días antes de Nochebuena. Ese año, el británico había realizado una serie de viajes y expediciones (por ejemplo a las minas de estaño de Cornuealles) en las que comprobó la explotación laboral infantil. Decidió que no escribiría un panfleto para denunciarlo, haría algo mucho más poderoso: usar la literatura para conseguir un efecto mayor. Justo en los días donde las familias se recogen del frío en sus casas, nada más apetecible que un relato de espectros que fuese repetido una y otra vez, como un villancico –de ahí el título, A Christmas Carol-.
Dickens consiguió lo que quería: una especie de reclamo. Scrooge es un personaje arquetípico, mil veces reinterpretado: llámese Rico MacPato, Tío Gilito o señor Burns. Este relato podría estar patrocinado por Lehman Brothers, porque entre capitalismo industrial del XIX y capitalismo financiero del XX hay una corrección histórica; las angustias son las mismas. Justamente porque a la humanidad entera se le olvida su propio dolor y el de otros, el señor Scrooge de Dickens no es una abstracción, sino un reflejo en el tiempo de nosotros: de usted y mío. Son los muchos espectros que acampan en la isla que somos en medio de la multitud.