No hace falta entrar al Teatro Real para advertir la presencia Robert Wilson. No queda ni rastro de la mujer de ojos rasgados y potente diadema que al inicio de la temporada presidía el anuncio de la ópera Turandot, de la que él es el director artístico. En su lugar puede verse ahora un círculo rojo sobre un fondo del mismo color. Sólo eso, un apunte geométrico sobre el borgoña intenso. El cambio es reciente y salta a la vista. El estilo escénico de Wilson se impone hasta en la cartelería y en este montaje de la obra de Puccini, Wilson parece estar dispuesto a depurar su estilo al máximo.
El lenguaje escénico de Robert Wilson está marcado por una economía de los elementos: la escenografía apuesta casi siempre hacia la desnudez, para resaltar siempre el peso del individuo en el escenario, sobre el que emplea la luz como principal herramienta expresiva. Ese ha sido el principio de trabajo del que ha partido para crear esta Turandot adelgazada de exotismo y que ahora se presenta en el Teatro Real en una coproducción del coliseo madrileño con la Canadian Opera Company, el Teatro Nacional de Lituania y la Houston Grand Opera.
"Esta ópera es un cuento de hadas, uno extraño, que nada tiene que ver con el mundo”. Wilson habla con lentitud e histrionismo. Contesta a las preguntas colocándose de pie y paseándose de un lado a otro de la estancia. Si ya algo en su concepción artística es distinto, parece muy afanado el norteamericano en subrayarlo con respecto a su persona. Convertido en personaje, Bob Wilson parece dirigirse a sí mismo. Para contestar algo, así sea la pregunta más concreta, da largos rodeos, como si para explicar el mundo tuviera que hacer una exégesis o embutirlo en una parábola. Si alza la voz, hace una pausa de tres minutos entre una frase y la siguiente, para dar mayor énfasis.
"Esta ópera es un cuento de hadas, uno extraño, que nada tiene que ver con el mundo”. Wilson habla con lentitud e histrionismo
“En ocasiones, lo irreal termina por convertirse en lo más real. No hay nada más artificial que un actor intentando ser natural. Por eso, en el teatro formal, si aceptas que la propia intervención genera artificialidad, terminarás por conseguir lo opuesto”, explica al momento de aclarar la naturaleza de su trabajo. Wilson, cuyo criterio estético en esta Turandot destierra cualquier abigarramiento, asume que el verdadero dominio de la técnica es lo que aporta la libertad a los creadores e intérpretes. “De tanto repetir una coreografía, un texto o una partitura, estos terminan interiorizándose e imponiéndose como hechos vivos. Son la forma, el marco. Lo importante es saber con qué lo llenamos”.
Esta ya es la quinta producción de Bob Wilson en el Teatro Real, la primera fue O corvo branco, de Philip Glass, en 1998; Osud, de Leos Janácek, en 2003; la ópera de Claude Debussy Pelléas y Mélisande, una coproducción de Ópera National de París y el Festival de Salzburgo estrenada en 2011 y The life and death of Marina Abramovich, una biografía escénica de una de las artistas conceptuales de mayor peso de los últimos 40 años. Escrita por el propio por Bob Wilson, Vida y muerte de Marina Abramovic fue interpretada en 2012 por la artista serbia junto al cantante Antony Hegarty y el actor Willem Dafoe. Casi todos sus montajes están emparentados por un ambiente de suspensión y sencillez. Bob Wilson parece elegir lo que no existe para levantar sus obras.
“En ocasiones, lo irreal termina por convertirse en lo más real. No hay nada más artificial que un actor intentando ser natural"
El director de teatro y ópera nació en Texas y en ocasionas exagera su acento. Tiene la piel rojiza, un tono crustáceo que le tiñe las mejillas y se hace más intensa al recordar a Monserrat Caballé, en cuya memoria se realizarán todas las funciones de esta Turandot. Aunque procura no llorar, su voz se quiebra al recordar a la soprano catalana, de cuya muerte se cumple ya un mes. La conoció en un montaje de Salomé, en La Scala de Milán, en 1987. “¿Está seguro, señor Wilson, que quiere trabajar conmigo? Mire bien mi envergadura, me preguntó”. Wilson hace una nueva pausa histriónica. “Eso es lo que la hacía hermosa, su belleza radicaba en el hecho de que siempre pareció una niña. Para esa Salomé hubo dos repartos. Uno con Eva Marton, que chillaba y daba unos gritos, mientras que Monserrat conseguía ese sonido piano de su voz”.
En un mismo año hizo un Rey Lear, adaptó a Chejov, el Orlando de Virginia Woolf y el mito de Prometeo revisitado con Lou Reed. “Casi siempre me pregunto qué no debería hacer y entonces voy y lo hago”, dice Wilson para explicar algunos criterios que empujan su estética. “El corpus de la trayectoria de un artista es siempre una misma esencia, es como un río o un árbol vistos a lo largo del tiempo. Proust escribió la misma novela toda su vida y Cezànne pintó siempre el mismo cuadro”. El cubista es, por cierto, uno de los pintores favoritos de Wilson. Al volver sobre el tema del montaje de Turandot, el norteamericano oscurece el gesto y adopta un tono solemne. “Es una obra compleja. Pero no tengo del todo claro su desenlace y tengo que lidiar con eso”. Un periodista se aprovecha del silencio tras el comentario y pregunta si acaso tiene más claro el desenlace de la situación política norteamericana con Donald Trump. Wilson ríe y espeta: “I’m still working on it”. El encuentro ha terminado.