A sus 24 años, Bohumil Hrabal se aburría como una ostra en las clases de derecho de la Universidad Carolina, en Praga. No sólo odiaba las leyes, sino que consideraba absurdo dedicar su vida a estudiarlas. El asunto tuvo, por así decirlo, pronta solución. En 1938 las tropas nazis ocuparon Bohemia y Moravia. A su paso clausuraron todo, incluyendo la universidad. Con las aulas cerradas, la mayoría de los estudiantes checos se vieron obligados a buscar trabajo en las fábricas. Alemania necesitaba mantener a punto su maquinaria bélica, así que se convirtieron en sus obreros. El joven Hrabal, aliviado por no tener que volver a estudiar derecho, comenzó a trabajar como ferroviario, experiencia que plasmaría más tarde en su novela Trenes rigurosamente vigilados. También fue obrero metalúrgico, de donde surgió Anuncio una casa donde ya no quiero vivir; prensador de papel (Una soledad demasiado ruidosa nació de esos años) y tramoyista de un teatro (Bodas en casa). A cada oficio le dedicó un libro. Tras cumplirse dos décadas de su extraña muerte, su figura vuelve cual estropeada historia: un hombre luminoso, cargado de humor e ironía, y al mismo tiempo un cenizo personaje, tan machacado como los protagonistas de sus libros.
Cuando se cumplen 20 años de su muerte, su figura vuelve cual extraña y estropeada historia, casi tan machacada como la de sus personajes
Bohumil Hrabal es considerado, junto con Jaroslav Hašek, Karel Čapek y Milan Kundera, uno de los mejores autores checos del siglo XX. En febrero se cumplirán 20 años de su muerte, por lo que el sello Seix Barral ha reeditado Trenes rigurosamente vigilados, un clásico de la posguerra europea y una de sus obras fundamentales. En sus páginas, Hrabal levanta una alegoría sobre cómo los pequeños actos pueden influir en el mundo. Se trata de una historia sobre la resistencia frente al invasor nazi durante la Segunda Guerra Mundial pero también una reivindicación del individuo. En ella, los empleados de la estación de tren de un pequeño pueblo checoslovaco cerca de la frontera con Alemania tendrán que jugársela. Milos, aprendiz de ferroviario –y trasunto de Hrabal-, un joven enamorado de una atractiva telegrafista, deberá probar su valor y arriesgar su vida para sabotear un tren enemigo cargado de munición. Hrabal echa mano de la vida vivida, del largo repertorio de sí mismo. Vuelca sus años como operario ferroviario, aquellos días en los que temía la llegada de los ejércitos americanos y rusos, porque liberarían su país y él tendría que regresar a aquella carrera que tanto odiaba.
"Los errores que yo he cometido en la vida también los cometen mis protagonistas", escribió
La vida y obra de Hrabal mantienen una fuerte y sólida conexión. "Los errores que yo he cometido en la vida también los cometen mis protagonista –escribió-. Y lo que a mí me llena de orgullo, es decir, las cosas pequeñas pero muy humanas, también llena de orgullo a mis héroes". Hrabal vivió como los seres de los que escribió: en la periferia y la marginalidad, excluido de todo. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, abandonó la casa paterna –provenía de una familia privilegiada- y se dedicó a ejercer los oficios más distintos, ninguno de ellos por supuesto relacionado con las leyes, sino con el mono áspero del obrero.
Ramiro Villapadierna se refirió a Hrabal como "un burgués a reeducar que, bajo el aparato comunista se reeducó vengándose, diluyéndose en el pueblo de verdad, no el del partido"
Todo en él parece leve, cargado de humor e inocencia, pero justamente el contraste entre lo que ocurre y el escenario hace entender al lector la elección vital de Hrabal. Cuando se cumplió el centenario de su nacimiento, en 2014, el escritor y director del Instituto Cervantes de Praga, Ramiro Villapadierna, se refirió a Hrabal como "un burgués que, bajo el aparato comunista, se reeducó vengándose, diluyéndose en el pueblo de verdad, no el del partido: el de la bulla descomplicada y los pequeños deseos incumplidos”.
La llegada de los rusos a la República Checa acarreó para el joven Hrabal algo más grave que su vuelta a las aulas de derecho: la entronización centroeuropea del comunismo, que este 2017 –por cierto- celebra un siglo de su asalto al Palacio de Invierno. Ya en la década de 1940, Hrabal escribía poesía al mismo tiempo que prensaba papeles, repartía cartas o fundía piezas. Para 1963, cuando comienza a publicar (a sus casi 50 años), Checoslovaquia era, oficialmente, la República Socialista Checoslovaca (RSCS). En esos años de dura recesión económica, las primeras obras Hrabas llegan a los lectores: Clases de baile para adultos y alumnos aventajados (1964) y un año más tarde, en 1965, Trenes rigurosamente vigilados. La novela fue llevada al cine por el director Jiří Menzel y obtuvo el Óscar a la mejor película de habla no inglesa en 1967, justo un año antes de la Primavera de Praga.
Durante los años setenta, fue represaliado y apartado. Murió al caer del la quinta planta de un hospital. La hipótesis del suicidio nunca ha sido comprobada.
Durante los años setenta, Hrabal escribió tres novelas que hoy se conocen como las más brillantes de su obra: Tierno bárbaro (1973), que sólo se publicó en el extranjero; Yo que he servido al rey de Inglaterra (1975), descripción de la ascensión y caída de un joven aprendiz de camarero y Una soledad demasiado ruidosa (1976). Tras la publicación de Carta 77, una declaración de escritores, intelectuales y creadores que pedía a los dirigentes de Checoslovaquia adherirse a los principios que se habían comprometido a ratificar en la Declaración de la ONU sobre los Derechos Humanos, y a pesar de no haber formado parte del grupo que firmó el documento, Hrabal fue señalado y represaliado. Lo expulsaron de la Asociación de Escritores Checos y toda su obra fue retirada de las librerías y bibliotecas. Hrabal se vio obligado a publicar sus textos de forma ocasional en tiradas reducidas (ediciones samizdat) y permaneció alejado de la vida social. Murió un 3 de febrero de 1997, a los 83 años de edad, al caer de la quinta planta de un hospital. La hipótesis del suicidio nunca ha sido comprobada. La del accidente tampoco. Su muerte, hace ya 20 años, permanece como estropeada mueca; la fruta estallada de ese hombre que aprendió a fundir metal y arreglar trenes para contar la vida de todos aquellos que permanecían invisibles antes las leyes que tanto odió.