"Créeme, estoy enfermo de amor", escribió Gustav Mahler a Alma Schindler. "Enséñame el lenguaje secreto de tu alma, conversemos en sueños", suplicó Lizt a la condesa Marie d’ Agoult. "Sé bueno y mantén tu amor por mí", dijo Cósima, la hija de Lizt, a Wagner. Dependiendo de quiénes, esas fiebres y arrebatos se mantuvieron por años, tal y como le pasó a Mozart con su mujer Konstanze. En otras, la pasión fue a parar al desagüe del hartazgo hasta quedar, apenas, en una intendencia del tipo "espero hayas recibido los 200 florines", como ocurrió a Haydyn con su amante Luigia Polzelli.
Estas son algunas de las escenas a las que el lector puede asomarse en Cartas de amor de músicos (Turner), un volumen en el que el musicólogo austríaco Kurt Pahlen reunió 300 misivas de 22 compositores a sus mujeres y amantes y que el sello Turner rescata en una nueva edición. El libro tiene por subtítulo el encabezado de aquella carta probablemente nunca enviada de Beethoven a su amada inmortal: "Mi ángel, mi todo, mi yo…". Alguien -la destinataria de aquella frase- de quien, todavía hoy, no existe completa certeza de su identidad.
Pahlen vuelca extractos de las cartas. Las contextualiza y comenta con datos de cada compositor. En ocasiones un tanto viperino, Pahlen espolvorea con juicios lapidarios a algunas esposas y amantes. Por ejemplo, la frívola y simplona Konstanze que no acudió al lecho de muerte del Mozart o la mezquina Maria Anna que hizo imposible la vida a Haydyn, acaso porque "bajándolo a su nivel", se aseguraba una forma de no perderlo. Aquello aporta sal a una lectura de por sí jugosa. Existe un interés biográfico en la información que esta correspondencia añade, aunque algo sobrepasa ese hecho: la forma en la que a lo largo de distintas sensibilidades y épocas –desde el Mozart del XVIII al Mahler del XIX o Alban Berg en el XX-, se mantienen determinadas islas del espíritu entre hombres y mujeres.
Justo por ese motivo, por la excepcionalidad de quienes escriben y sienten, hay algo mucho más profundo e interesante en estas páginas
Esta cartas contienen pasión, lirismo, melancolía, drama. También empalago, mezquindad, psicopatía, arrebato, egoísmo… el vulgar repertorio de los sentimientos y humores mortales, volcados en el alma de seres excepcionales. Justamente por ese motivo, por esa excepcionalidad de quienes escriben y sienten, hay algo mucho más profundo e interesante en estas páginas: la forma en la que el sentimiento o en el registro del sentimiento –la confesión al el ser amado como espacio de reflexión- , sirve a muchos de estos personajes para cristalizar sus ideas sobre la belleza y lo sublime.
Incluso si extirpa el amor, si le saca el corazón a todo esto, el lector se quedará con verdaderas joyas que se ubican mucho más allá de la circunstancia biográfica o amorosa
Incluso si extirpa el amor, si le saca el corazón a todo esto, el lector se quedará con verdaderas joyas que se ubican mucho más allá de la circunstancia de la biografía para adentrarse en una sensibilidad, en una forma de comprender la creación. "Lo hermoso, lo bueno no requiere de la gente. Está presente sin ninguna otra ayuda", escribe en 1812 Beethoven a Amalia Sebald, una cantante de la ópera de Viena con quien mantuvo relación. Sea o no una carta para una mujer ofendida, esa sola línea concibe una manera de entender, de asimilar la belleza como otra categoría del sentimiento. El genio romántico se expresa, más allá de la anécdota. Entonces poco importa la gresca o no con la cantante. La idea por sí misma actúa como expresión de un personaje y un tiempo.
Lo hermoso, lo bueno no requiere de la gente. Está presente sin ninguna otra ayuda”, escribe Beethoven a Amalia Sebald
"Me pregunta si he conocido también amores que no fueran platónicos. Sí y no", responde Tchaikovsky en 1879, a Nadezhda von Meck, una mujer que estableció un potente influjo sobre el huidizo músico. Ella le sacaba entonces casi diez años. Cuando se conocieron, ya Tchaikovsky había vivido un desdichado episodio matrimonial con una joven a la que abandonó para dedicarse a la música.
De temperamento esquivo y poco dado al roce, la alusión que hace Tchaikovsky a lo platónico en la carta continúa así: "Si se plantea esta cuestión de modo un tanto diferente y se pregunta si he experimentado la alegría de un amor cumplido, entonces respondo: ¡no, no, no! A propósito creo que mi música también contiene una respuesta a esta pregunta. Pero si me pregunta si conozco el poder, la infinita violencia del amor, entonces respondo: ¡sí, sí, sí!. Y repito que a menudo he intentado amorosamente, a través de la música, expresar la dicha del amor. No sé si lo he conseguido. Serán otros quienes lo juzguen (…)". Esa sola frase: la infinita violencia del amor, apunta en una dirección algo más lejana que la consumación o no de un deseo.
Pero si me pregunta si conozco el poder, la infinita violencia del amor, entonces respondo: ¡sí, sí, sí!
En esa discusión que parecen tener ambos sobre si la música puede o no reproducir los temblores del sentimiento (ella parece insistir en una expresión más concreta), Tchaikovsky contesta: "Discrepo por completo de su afirmación según la cual la música no puede reproducir las cualidades universales del amor. ¡Al contrario, sólo la música es capaz de ello! Dice usted que para ello se requieren palabras. ¡Oh, no! Precisamente en este terreno las palabras son las que son impotentes, y es allí donde fracasan ; en cambio resuena con toda sus fuerzas un lenguaje más elocuente: la música". Poco importa el desenlace si se quedan subrayas esas palabras. Y es justo ahí donde radica el atributo de este libro.
Hay mucho más. Personajes de la fuerza de George Sand (Aurore Dudevant) frente a una melancólico Chopin –"los fuertes son siempre dominados por los débiles…", escribe ella - o acaso relaciones complicadas como el triángulo que establecieron los Schumann y Johannes Brahms: el joven discípulo se enamoró de Clara Wieck, la mujer de Robert Schumann, a quien el propio Brahms consideraba un padre y a cuya mujer quiso con una extraña pulsión maternal.
Cartas de amor de músicos (Turner) es un libro para disfrutar, para detenerse, subrayar y retomar. Vamos, un libro con acompañamiento. Leer a Brahms, al mismo tiempo que escuchar Cuatro canciones serias o a Tchaikovsky mientras suena la Cuarta sinfonía, levanta una pausa. Concede distancia con esa forma vulgar en la que se dirimen los vertederos del afecto. Puede o no extirpar el amor; eso siempre queda a gusto del lector. Esta lectura va más allá.
La recuperación que hace la editorial Turner de este libro del autor de El maravilloso mundo de la música (una entre las casi 60 obras de pedagogía, sociología e historia musical que escribió Pahlen) plantea una historia sentimental de determinados compositores, pero –sobre todo- una vía directa, acaso más emocional, para entender su idea de la creación. La belleza haciendo combustión en el encuentro con alguien más, preparándose acaso para retumbar en quien escucha el resultado que aquellas hogueras años, e incluso siglos, después. Esa isla del espíritu a la que azotan los sentimientos. No son las 300 cartas, es el tiempo que nos mantiene -incluso hoy- naufragando en el mismo mar. Ser con otro. Crear, desear. Arder... o despeñarse.