El arte contemporáneo está en profunda crisis, lo mismo que la gestión cultural. En los años ochenta, el PSOE regó el sector con enormes cantidades de dinero. Luego vinieron los fastos del 92, el 'efecto Guggenheim’ y el interés de las grandes corporaciones en los patrocinios. Poco a poco, desde el bajón económico de 2008, el castillo se ha ido derrumbando. Quien quiera buenas crónicas del proceso puede recurrir a un puñado de ensayos recientes editados en España, entre ellos 'El entusiasmo' (Remedios Zafra), 'Teoría de la retaguardia' (Iván de la Nuez) y 'Alta cultura descafeinada' (Alberto Santamaría). Los tres pintan un panorama sombrío y en ocasiones deprimente.
Hoy mandan la autoexplotación, la impotencia creativa y un narcisismo militante alimentado en parte por la industria de la publicidad. ¿Qué margen queda frente a este panorama? Las decisiones de un centro cultural como el Azkuna de Bilbao, antes conocido como La Alhóndiga, nos pueden dar pistas. Sobre todo ahora que el espacio afronta un periodo de cambio, incluido el nombramiento de un nuevo director, Fernando Pérez, que entró en su cargo el pasado mes de enero.
Resulta obligatorio aludir al ombliguismo de la prensa cultural española, para la que casi todo ocurre en Madrid y Barcelona. El centro Azkuna puede aportar un ejemplo demoledor: en 2013 organizó una exposición sobre el colectivo feminista estadounidense Guerrilla girls, de la que apenas se habló en medios nacionales, mientras que tuvo amplia cobertura cuando pasó por Matadero Madrid en 2015 (además, en una versión reducida).
En todo caso, el caballo del batalla del centro bilbaíno no son los medios, sino el público. “Ahora mismo nuestro principal eje de trabajo es escuchar. Para este nueva etapa, hemos creado diez grupos de trabajo específicos, con 25 personas cada uno. Ya son 250 voces de las que aprender cómo mejorar. En atención al cliente, por ejemplo, cambiamos el enfoque desde la receptividad a la proactividad. El personal no solo escucha a público y artistas, sino que recibe formación para aprovechar las oportunidades donde tenga sentido preguntar cuáles son sus necesidades”, explica Pérez. Los centros culturales ya no están para promocionar artistas, sino para cubrir necesidades sociales.
Dinero y prestigio
Aunque suene extraño, ya no existen modelos mágicos qué copiar. La fórmula consiste en “conocer bien la ciudad” y tomar lo que parezca útil de otros centros de referencia. Pérez cita La Casa Encendida de Madrid, el Barbican de Londres, el trabajo de mercadotecnia del Lincoln Center de Nueva York y el enfoque para exposiciones del Palais de Tokyo en París, entre otros. “También nos puede dar qué pensar el funcionamiento de una pequeña librería que tenga alguna actividad interesante. No se trata de ser original, ni de reproducir un modelo concreto, sino de crear una tela de araña de referencias que nos puedan resultar útiles”, afirma. La filosofía contraria a una franquicia del arte.
No hay grandes declaraciones estéticas: “más que nada, intentamos conectar con el público y conectar al públicocon lo que le puede interesar”, continúa. La gestión no solo tiene que ver con los contenidos, sino también con el funcionamiento interno. No se elude el viscoso asunto del dinero. “Aunque suene extraño, aquí todo el mundo tiene un contrato y todo el mundo cobra, en unas condiciones dignas pactadas por escrito. Quien aporta una actividad, es remunerado por ella. A veces, viene gente ofreciendo trabajar gratis, por ejemplo artistas que nos dicen que tienen que exponer en tres comunidades autonómas para justificar un subvención. A estas cosas siempre decimos que no”, aclara Pérez. Triste que esto sea noticia, pero así de precario está el patio de las industrias culturales.
"No puede ser que estamos llegando a un punto en el que hacer arte sea un privilegio restringido de la clase media”, afirma Christina Rosenvinge
El centro bulle en los días del festival Gutun Zuria, que une arte con literatura bajo la frase ‘Si mi biblioteca ardiera esta noche’. Por su programación pasan nombres consagrados como Enrique Vila-Matas, Bernardo Atxaga y Carlos Fonseca. Por detrás se escucha el diálogo de un taller de edición independiente organizado por el sello Consonni, que ha invitado a editoriales emblemáticas como Capitán Swing, Katakrak y Pepitas de Calabaza. Las ganas de cambios se palpan en cualquier conversación, por pequeña que sea. “Antes la mayoría de los festivales estaban basados en el ‘naming’ puro y duro: traían a una estrella internacional espléndidamente pagada, pongamos Paul Auster, que solo interactuaba con la comunidad local durante su conferencia. Luego le llevaban en coche a los mejores restaurantes, museos y bares. Aquí se insiste en una comida conjunta para que podamos hablar los unos con los otros”, explica Iván de la Nuez, asesor del centro.
Por la noche habla Christina Rosenvinge. Presenta su primer libro de letras, ‘Debut’ (2019), mediante una entrevista con el dúo Chico y chica. En principio, se les había asignado un pequeño espacio del atrio, pero la demanda de entradas obliga a trasladar la actividad al auditorio, que tiene mayor aforo. Rosenvinge acaba triunfando porque no tiene miedo a contar las cosas tal y como son. Recuerda como una experiencia enriquecedora la grabación del disco 'Lo nuestro' (2015) junto a Raúl Refree, pero admite que el resultado quedó “demasiado frío” y aspira a volver a regrabarlo, ahora que podría hacerlo sin ayuda.
En el momento más valiente, explica que procede de una familia privilegiada y que sin ella hubiera pasado momentos económicos muy complicados. “No puede ser que estamos llegando a un punto en el que dedicarse a cualquier tipo de arte sea algo restringido a la clase media”, denuncia. También hace una distinción entre artistas que son los mejores haciendo lo de siempre y otros que aportan algo diferente. “Uno ejemplo de lo primero podría ser Aretha Franklin y en la otra categoría podemos poner a Lou Reed, que es uno de mis referentes”, explica. Existen pocas cosas más aburridas que un artista reflexionando sobre su proceso creativo, pero los fragmentos que lee Rosenvinge animan a comprarlo.
Mao, Castro y Fontcuberta
En la actual programación del centro, destaca la exposición ‘Nunca real/ Siempre verdadero’, comisariada por el citado Iván de la Nuez, pensador cubano residente en Barcelona. Su último ensayo, ‘Teoría de la retaguardia’, despliega brillantes argumentos sobre el estado comatoso del arte contemporáneo. La muestra explora las difusas fronteras entre arte y literatura, dos disciplinas que cada miran más a la otra para tejer un relato que las mantenga relevantes en tiempo de recortes. El recorrido es una experiencia psicodélica, envuelta en el piano del compositor Kiko Faxas, que convierte un texto legendario de Fidel Castro - 'La historia me absolverá', 1965- en una composición musical imposible. “Es la letanía de un piano loco, insoportable”, apunta De la Nuez.
Junto al piano está el trabajo de Gonzalo Elvira, una impresionante reproducción a mano de distintas portadas de ensayos políticos prohibidos durante la dictadura militar argentina. Seguramente la pieza más impactante es la de Cristina de Middel, que usa conceptos del 'Libro rojo' para contraponer fotografías de la China maoísta con la actual. Se titula 'party', en el doble sentido de 'partido político' y 'fiesta'. Joan Fontcuberta explora la esencia del material fílmico inspirado en la película 'The Blow Up' (1966), de Antonioni. Por su parte, Valérie Mréjen se enfrenta en vídeo a los abismos de los adolescentes franceses, tanto a sus palabras como a sus silencios, con resultados impresionantes. Lo mismo puede decirse de 'Conquest drawings', de Alicia Kopf, que convierte en paisajes polares el hermetismo de un relación familiar, explicada en su novela ’El hermano de hielo’ (2016). Dentro del acartonamiento del arte contemporáneo, la exposición consigue una conexión descarnada con conflictos humanos cotidianos. Poco más se puede pedir. ‘Nunca real/ Siempre verdadero’ puede visitarse hasta el 22 de septiembre.