Cultura

Chesterton y la literatura como campo de batalla

No podía ser un novelista puro porque le gustaba ver a los conceptos forcejear desnudos, no disfrazados de hombres y mujeres

  • El escritor y periodista británico G.K. Chesterton.

Hay algunos lectores de Chesterton que lamentan la creciente popularidad de su autor. Consideran, supongo que con cierta lógica, que la popularidad culmina necesariamente en tergiversación. Habrían preferido a un escritor maldito, extraviado entre los pliegues de la historia, uno cuyo pensamiento no pudiese retorcerse porque fuese generalizadamente desconocido. Es comprensible. Qué irritante puede llegar a ser ―musitan los chestertonianos puros― que liberales y socialistas citen a G.K.C. cuando él combatió las ideas de ambos con idéntica pasión.


Yo entiendo la irritación, pero, optimista al menos en este concretísimo caso, celebro que haya muchos lectores y parafraseadores de Chesterton. Primero, porque no creo que la popularidad implique necesariamente tergiversación, sino tan sólo popularidad. Segundo, porque parto de la razonable premisa de que es peor un liberal que no lee a Chesterton que otro que sí lo lee: en este último caso siempre habrá, por tenue que sea, una posibilidad de conversión, un motivo para la esperanza. Y, tercero, porque estoy convencido de que las citas torcidas, acaso malintencionadas, de liberales y socialistas sólo enaltecen a nuestro autor. ¡Qué genial debió de ser para que se lo apropien unos y otros! ¡Qué grande debió de ser para que en él quepamos todos!


Por eso celebro doblemente Mi hermano Gilbert, la más reciente publicación de Ediciones More. Es un libro que puede hacernos mucho bien a quienes leemos, citamos y parafraseamos a Chesterton sin conocerlo del todo. Cecil lo escribió en 1907, antes de que su hermano hubiese publicado sus mejores obras ―Ortodoxia, El hombre eterno, San Francisco de Asís, Santo Tomás de Aquino―, pero después de que hubiese esbozado los contornos de su cosmovisión. Su propósito, el propio autor lo dice, es ordenar las ideas del gigante londinense y examinarlas con lupa.

Combatir al enemigo y a su enemigo


Para cuando Cecil escribió su libro, Chesterton ya había trabajado muchos géneros literarios: la poesía, para empezar; la biografía, para continuar; el ensayo, para proseguir; y la novela, para terminar. Pero todos los trabajaba con un idéntico propósito, bien alejado del esteticismo hueco de los cultivadores del arte por el arte. «Gilbert no es, ni lo pretende ser, ese tipo de artista. Es primordialmente un propagandista, el predicador de un mensaje concreto a sus contemporáneos. Utiliza todo el poder que le confiere su capacidad literaria para guiar a su época en una dirección concreta», asegura Cecil. Esto no quiere decir que Chesterton descuidase la estética, sino tan sólo que la ubicaba en su justo lugar. Intuía, con Platón y los clásicos, que una belleza desentendida de la verdad es una belleza abocada a ser superficial.

Quizá por eso Chesterton disfrutase tantísimo polemizando. La discusión era su hábitat natural. Tenía algo de san Agustín, que debatía con todos, y otro poco de santo Tomás, que se tomaba muy en serio a sus oponentes. Así, G.K.C. concedía a sus adversarios una gracia que podríamos llamar presunción de inteligencia. No consideraba que H.G. Wells fuera tonto a pesar de que algunas veces dijese tonterías. Estaba seguro de que Bernard Shaw era, además de un intelectual equivocado, un hombre inteligente. Concebía la controversia como una vía de acceso a la verdad. Para él una tesis errónea no era tan sólo una tesis errónea, sino también una oportunidad pintiparada para que alguien idease una tesis verdadera. Siempre tuvo muy presente que la Iglesia fijó su doctrina contra los herejes. A una realidad tan feliz como la ortodoxia suele precederla, por desgracia, una tan penosa como la heterodoxia.

Chesterton vio claramente que la historia de la modernidad es la historia de dos errores que se retroalimentan

Deseaba tanto la verdad que refutó a unos y a otros, a los de un bando y a los del contrario. Puede afirmarse que trató de hallar un justo medio entre el exceso y el defecto. A los pacifistas les dijo que merece la pena empuñar la espada; a los belicistas les recordó que sólo para defender una causa noble. A los comunistas le dijo que la propiedad es un bien; a los capitalistas le recordó que, por tanto, debe ser un bien universal. A los reaccionarios les dijo que el pasado no es bueno por haber pasado; a los progresistas les recordó que el futuro no es bueno por ser futuro. Chesterton vio claramente que la historia de la modernidad es la historia de dos errores que se retroalimentan. Constató lúcidamente que al exceso no hay que oponerle su contrario, el defecto, sino su distinto, la verdad.


«En casi todos los escritos de Chesterton se percibe la sensación de estar luchando contra un enemigo, real o ficticio. Impregna sus críticas y sus reseñas, sus poemas e incluso (en desafío a los cánones artísticos) sus novelas». Años después, en un pasaje de su Autobiografía, escrita ya en el umbral de la muerte, Gilbert da la razón a Cecil: «En resumen, no podía ser un novelista puro, porque en realidad a mí me gusta ver las ideas y los conceptos forcejear desnudos, por así decirlo, y no disfrazados de hombres y mujeres. Pero, en cambio, podía ser periodista, porque no puedo evitar ser polémico». Yo, por mi parte, sigo esperando que llegue el momento en que un periodista escriba novelas tan buenas como las suyas.

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