En un cesto de mimbre asoma un pie y parte de la espinilla, un poco más arriba, sobre una improvisada camilla, un joven empapado de sangre muerde desquiciado un trozo de cuero, mientras otros tres marinos, también salpicados de rojo, le inmovilizan. Un cuarto hombre, después de haber retirado piel y músculos, corta, con una sierra de arco, tibia y peroné de la pierna izquierda de Blas de Lezo. El que se convertirá en una leyenda es todavía un chaval de 15 años, un guardiamarina que combatía en el año 1704 del lado del bando Borbón en la Guerra de Sucesión. La bala lanzada por uno de los barcos de la escuadra del bando Austracista durante la batalla de Vélez-Málaga mató a cuatro guardiamarinas que como Lezo estaban en el puente del navío Foudroyant. Un soldado le hizo un torniquete con su camisa para reducir la hemorragia y acto seguido bajaron al joven marino vasco a la enfermería. Sin tiempo para limpiar adecuadamente la sala, la máxima esterilización se conseguía pasando los materiales quirúrgicos por un hornillo.
Una intervención de este tipo sin más anestesia que algún licor alcohólico era una tortura que se prolongaba en los días posteriores a la amputación. En el caso de Lezo, la operación fue un éxito y a los pocos meses, ayudado de una pata de palo, ya se había incorporado al servicio activo. Después llegaron otras graves lesiones como la que le hizo perder un ojo y la que le inmovilizó un brazo, aupándole a la gloria como ejemplo de resistencia, y creando un mito de héroe nacional, con la defensa de Cartagena de Indias ante los ingleses.
Regresando al instante en el que perdió la pierna, aquella sala en medio de la batalla se asemejaba más a una carnicería añeja o la última película de la saga gore Saw que , según muestra la fotografía que recrea el momento de la amputación del marino vasco, recogida en La Armada Real (Desperta Ferro), un deslumbrante tomo que detalla el mundo de las batallas navales. El fotógrafo especializado en recreaciones bélicas Jordi Bru, junto al historiador Rafael Torres publican esta obra que transporta al lector del 2024 al siglo de los primeros Borbones españoles, considerada la edad de oro de la Armada española.
De una forma magistralmente realista, el volumen repasa todo el ecosistema que rodeaba a la Armada Real, una marina de guerra con la intención de operar en todos los mares del mundo. Como destacan los autores, tamaña empresa solo era posible a través de la progresiva centralización de los reinos, muy diferente a la etapa inmediatamente anterior bajo el gobierno de los Austrias. En tiempos de los primeros Carlos y Felipes, las embarcaciones de guerra eran esencialmente privadas, proyectos en manos de particulares que daban como resultado una profunda disparidad de modelos construidos de la que no salían dos barcos iguales. “El Gobierno de los Austrias solía acudir al alquiler temporal de embarcaciones mercantes para uso militar y cuando ordenaba la construcción de buques de guerra se limitaba a dar unas indicaciones genéricas de las características que necesitaba (dimensiones, tonelajes o artillería). Todo el proceso de construcción quedaba en manos de constructores privados, quienes, de manera local, decidían prácticamente todo; desde dónde construir hasta las soluciones a cada problema que pudiera surgir”, señala Torres.
Esta centralización ponía en marcha una mastodóntica industria que iba desde la propia planificación y diseño de los buques a la construcción de astilleros y arsenales donde poder fabricarlos. En medio, la consecución de las materias primas, especialmente la provisión de madera, escasa entonces en la Península y cuyo control pasó a depender de la Real Armada.
La construcción revitalizaba económicamente las zonas madereras y las ciudades que acogían los astilleros. Los más importantes en España fueron Guarnizo, Cádiz, Ferrol, Cartagena y Mahón, así como en el resto del imperio La Habana, Guayaquil, San Blas y Cavite. Las cifras de construcción hablan de este esfuerzo, la Real Armada incorporó 991 buques en el XVIII, como comentan los autores, dichos buques sustituyeron a las catedrales como la obra humana que requería un mayor desarrollo tecnológico.
En un navío se sangraba más que se moría
Duelo en el mar
La Armada Real se detiene y ‘fotografía’ aspectos de la vida íntima de los hombres que se aventuraban a la mar, un oficio duro y peligroso, que requería de un continuo trabajo para mantener en orden el buque. Recoger o largar velas movilizaba a decenas de hombres que debían escalar por las vergas, palos horizontales de la nave, mientras el barco seguía navegando. Otra de las imágenes de la obra capta a un grupo de hombres moviendo un cabestrante, una especie de torno vertical que requería la participación de decenas de hombres para tareas como izar un ancla.
“Los buques de la Real Armada eran, ante todo, navíos de guerra donde cualquier acción estaba dirigida a hacer operativa su capacidad de fuego”, destaca Torres. Llegado el momento del combate, la frenética maquinaria de hombres se ponía en marcha con el zafarrancho, que implicaba que los marinos despejaran las zonas de combate, es decir, baterías y puente superior del buque.
“Como la munición y pólvora disponibles era limitada, la mejor opción era retrasar todo lo posible el inicio del duelo artillero, al menos hasta que el navío enemigo pudiera estar mucho más cerca, pero entonces el ritmo de los disparos se aceleraría y el combate se haría extenuante”, destaca la obra. Se primaba la puntería, por lo que los artilleros trataban de no disparar hasta que el objetivo se encontrara a menos de 400 metros.
"En un navío se sangraba más que se moría. A diferencia de lo que ocurría en los combates terrestres, en los navales el número de muertos era usualmente muy inferior, mientras que el de heridos era considerablemente mayor. Las tácticas de lucha y los duelos artilleros causaban infinidad de cortes y heridas, pero no tanto la muerte directa", destaca la obra. Bru, con experiencia como fotógrafo en conflictos armados, recrea escenas y añade digitalmente los elementos más complejos para componer algunas de las imágenes más espectaculares que empujan al espectador a un mar embravecido en el que tropas españolas e inglesas se disparan sin compasión, con náufragos rodeados de compañeros ahogados tratando de salvar la vida echando mano a cualquier madero, puesto que la mayoría de aquellos hombres, que defendían los intereses de la Monarquía Hispánica en todos los mares del mundo, no sabían nadar.