El otro día recibí un ejemplar del nuevo libro de David Cerdá, que lleva por título Ética para valientes. El honor en nuestros días (Rialp). Entre sus páginas había una carta en la que el autor me pedía que juzgase la obra con severidad, pues él escribe precisamente para procurarse conversaciones. De esa frase me sorprendió la petición, primero, y la confesión de motivos, después. Yo, que soy débil y vanidoso, suelo pedirles a mis lectores que me lean con indulgencia, incluso con benevolencia, y que sólo compartan conmigo lo que les ha parecido el texto si les ha parecido bien. David, en cambio, les pide rigor en el juicio y franqueza en la palabra, lo cual revela algo importante de él: que antepone la verdad a la adulación, que no quiere escribir textos elogiados así, sin más, sino textos que realmente ameriten el elogio.
Más sugerente que la petición es, no obstante, la declaración de motivos. David dice escribir para procurarse conversaciones, y eso lo convierte a mis ojos en algo así como un animal exótico. Conozco a personas que escriben para ligar, a otras que escriben para garantizarse la subsistencia y a otras que simplemente lo hacen, como diría José F. Peláez, para agradar a los demás; incluso conozco a algunas personas que, como yo, escriben por todos esos motivos y siempre con dudoso acierto. ¿Cómo no celebrar, pues, que, entre tanto escritor interesado, haya uno que consagre su oficio a un fin tan noble como el de conversar con amigos sobre lo humano y lo divino?
Mientras rumio la frase de David, caigo en la cuenta de que invierte la relación entre diálogo y escritura. Es habitual que los escritores, sobre todo los que están obligados a publicar con cierta frecuencia, conciban las conversaciones como un medio al servicio de sus textos. El columnista Enrique García-Máiquez confiesa que, cada vez que participa en un evento social, lanza una advertencia al aire: "Todo lo que se diga aquí puede salir mañana en un artículo". Se trataría de aprovechar las charlas que uno tiene para luego tener sobre qué escribir, de acercarse a las conversaciones como el minero a la mina o el recolector al árbol. Pero David Cerdá retuerce la normal jerarquía de las cosas: el diálogo ya no es el medio, sino el fin; la vocación del escritor no estribaría tanto en escribir textos sublimes como en escribir textos que propiciasen discusiones sublimes.
Conversaciones dispersas
Desconozco si David es platónico, pero sí puedo asegurar que su frase lo es abiertamente. En ella se entrevé, primero, esa tesis platónica que afirma la superioridad de la palabra oral ―palabra viva― sobre la palabra escrita ―palabra muerta, susceptible además de caer en las manos equivocadas― y, segundo, la idea también platónica de que la verdad se descubre conversando. Cuando había que desenmarañar un asunto intrincado, iluminar un concepto oscuro ―belleza, justicia, verdad―, Sócrates no se enclaustraba para escribir una magna obra, qué va; se echaba a la calle para entablar un diálogo.
Una conversación entre amigos es el mejor modo de alcanzar la verdad siempre que no se parezca a las conversaciones entre amigos que proliferan hoy
Yo coincido con David y con Sócrates, cómo no hacerlo, pero añadiría un matiz que a buen seguro ellos comparten. Una conversación entre amigos es el mejor modo de alcanzar la verdad a condición de que no se parezca a las conversaciones entre amigos que proliferan hoy. Cualquier observador honesto habrá de reconocer que la mayoría de las charlas amistosas son también superficiales y banales, grotescas réplicas del chateo digital. El otro día, por ejemplo, quedé a cenar con mi grupo de amigos y, en apenas dos horas, cambiamos de tema de conversación unas diez veces. Yo lamenté en voz alta nuestra dispersión, y ellos, acaso inconscientes de la importancia de un buen diálogo, me respondieron con la displicencia con la que uno responde al beato que cacarea su sermón en un momento inoportuno.
He de reconocer no obstante que éste, el de la superficialidad, no es el mayor mal que aqueja nuestras conversaciones. Peor incluso es el de la polémica. Los pocos diálogos que escapan a la superficialidad, dispersión, futilidad imperantes no constituyen tanto un esfuerzo común para que la verdad resplandezca, que es lo que deberían constituir, como una confrontación de egos que pugnan por brillar. Basta con asomarse a cualquier tertulia televisiva para comprobarlo. El argumento demoledor, el zasca irrefutable, ese afán de dejar en evidencia al contrincante por el mero placer de verse vencedor de la contienda lo alejan a uno de la verdad incluso más que la banalidad que vicia las conversaciones entre amigos; de algún modo, lo indisponen espiritualmente para aprehenderla, lo envilecen hasta hacerle insensible a su luz.
Sospecho que algún lector habrá sonreído aliviado al saber que no hace falta ni leer ni escribir para alcanzar la verdad, al saber que basta con entregarse a un quehacer tan sencillo como conversar. Pero mucho me temo, ay, que su alivio habrá trocado en angustia al descubrir que una conversación digna de tal nombre, una que aspire a engendrar el dulce fruto de la verdad, exige tantas virtudes intelectuales y morales, tan buena disposición de ánimo, como la lectura del más sesudo de los ensayos.