En el crepúsculo de su existencia, José Ortega y Gasset fue obsequiado con la camisa de un hombre feliz, Gary Cooper. Tolstói, en uno de sus cuentos, narra que un rey enfermó y un trovador le dijo que solo sanaría si encontraba a un hombre feliz y vestía su camisa. Los emisarios buscaron por todo el reino, y tras una ardua búsqueda solo hallaron un hombre feliz que, lamentablemente para el monarca, no llevaba camisa.
El filósofo español quiso contradecir a Tolstói y demostrar que los hombres felices también llevan camisa. Se valió para hacerlo de la superestrella de Hollywood Gary Cooper. Ambos coincidieron en Aspen (Colorado) en julio de 1949. Ortega y Gasset se hallaba por la zona para participar en unas conferencias en compañía de otros intelectuales, mientras que el actor contaba con una propiedad en la ciudad donde solía veranear.
Ambos pasaron una velada juntos donde disfrutaron de lo lindo. Intercambiaron sus mecheros y Ortega y Gasset le pidió una de sus camisas de hombre feliz para demostrar que Tolstói estaba equivocado. El corresponsal de ABC, José María Massip, dio fe en un artículo que días después, en Nueva York, el filósofo recibió un paquete con una prenda de Cooper, “una camisa de lana, a cuadros, de cowboy". “Aquí tiene usted la camisa prometida, pero a condición de que usted, hombre también feliz en su vida intelectual, me envíe una suya”, rezaba la nota que acompañaba el regalo.
Gary Cooper es el modelo de ‘hombre interesante’ del que hablaba el filósofo español en un artículo en 1925. “El hombre interesante es aquel del que las mujeres se enamoran”, decía Ortega y Gasset. El actor vio en el filósofo sabiduría, y el filósofo en el actor carisma y belleza. El intercambio de camisas fue en realidad un trueque de almas. ¿Qué sería de nuestra existencia si no pudiéramos beber de lo bueno de quienes nos rodean?
Aquella anécdota asciende a la categoría de mito, pues resultó ser la coexistencia de dos seres mitológicos de distinto mundo: el cine y la filosofía. Como si Zeus y Anubis se sentaran a tomar café y el encuentro apareciese relatado en las catacumbas de la pirámide de Keops. La vida sin anécdotas sería un desierto de rutina.
Un domingo por la mañana, en que me sentía especialmente apalominado -empanado, aplatanado-, tomaba café en un bar del barrio cuando una conversación de unos clientes vecinos llamó mi atención. Una mujer contaba a sus amigos el “descabellado” documento testamental de su padre. Al parecer, había puesto su casa en herencia a una asociación de presos, en vez de nombrar heredera a su esposa, algo que tenía indignada a la hija.
No pude atender a más, pero ese personaje enseguida hizo volar mi imaginación. Era el perfecto comienzo de una novela. ¿Por qué un hombre terminaría dando su casa en herencia a una asociación de presos? ¿Es que acaso él pasó años en prisión? ¿Cuál era su relación con el talego? ¿Era un político corrupto, un empresario que escamoteó a Hacienda, se lio a tortas un día y se pasó de frenada?
Las mejores historias están siempre en la calle, más allá de los límites de nuestra imaginación. Solo hace falta poner un poco de atención. Aristóteles decía aquello de que somos animales políticos, pero el hombre sigue siendo un ser mitológico –lo cual no es excluyente-. Necesitamos alimentarnos de mitos que expliquen y alienten nuestro día a día.
Estos mitos no son los de Zeus y Poseidón, Hades y Hércules. Es el mito de Manolo, el panadero del pueblo, que ligó con una inglesa sin saber decir Jelou. Las hazañas de nuestros padres y abuelos son una suerte de senda en el camino, un lugar en el que fijarse y tener presente a cada paso.
Y cuantos más mitos, mejor biografía. No hace falta que nuestra vida se parezca a una novela de Robert L. Stevenson, pues siempre he pensado que las aventuras son igual de posibles en aldeas como Innisfree. El periodismo es, sin duda, un motor de peripecias vitales. No tanto por lo que viajas –hoy en día nada-, sino por la gente a la que llegas a conocer.
A Steven Spielberg le marcó para siempre el día en que entró en el despacho de John Ford para decirle que quería ser director de cine y este le dio una lección que no olvidaría. Con el escaso entusiasmo social que le caracterizaba, Ford le pidió que mirase unos cuadros de cowboys que tenía colgados en la pared. “Dime, ¿qué es lo que ves?”, musitó amenazante con su parche en el ojo y una chaqueta de safari.
Spielberg empezó a balbucear: “Un río, un caballo…”. “¡No, no, no! El horizonte. ¿Dónde está el horizonte?”, interrumpió Ford. El autor de ET empezó a señalar el horizonte de cada cuadro. “Muy bien. Cuando puedas llegar a la conclusión de que poner el horizonte en la parte inferior del cuadro o en la parte superior es mejor que ponerlo en medio, entonces serás un buen creador de imágenes. ¡Ahora largo de aquí!”.
Sin duda, aquel día Spielberg hizo como Cooper con Ortega, llevarse un pedacito de su alma para los años venideros. Al final, todos necesitamos que los demás nos presten su camisa a medida que damos pasos en las páginas de nuestra biografía. Nuestra ropa termina envejeciendo, roída por el uso y con alguna china de cigarro. Y es con parches de otras camisas de hombres y mujeres felices como podemos afrontar un año más. Sin mitos y sin camisas, la vida no tendría sentido.
Pepelo
No se si Ortega fue un hombre feliz.Escribir y hablar para que nadie te entienda y asi ser el mas listo del cementerio no me parece una actitrud en la vida de alguien que lo sea El cretinismo humano y la superioridad ante el projimo es algo terrible.Para mi tener clase en esta vida es no creerse ni mas ni menos que nadie.Y la tontuna de la palabra continua hoy en dia.No hay mas que escuchar a mucho bobo con microfono en la boca.Y de la palabra viven solo los que hablan.
Salvatierra
Precioso artículo, una alegría para la imaginación y el espíritu. Es usted la medicina del fin de semana para encarar ese horizonte que, arriba, abajo o en el medio, siempre nos parece inalcanzable. Enhorabuena
salvador68.srg@gmail.com
Precioso artículo, enhorabuena. Entre tanta noticia desoladora, siempre se agradece un oasis de imaginación agradable. Un saludo.