Al plantear la pregunta sobre cuáles podrían ser los eventos de la literatura que jamás debieron ocurrir, saltan muchos y muy distintos ejemplos. Que Polidori solo escribiera su Vampiro o Lampedusa El gatopardo. Que Herbert no dejase de escribir tras Dune o que Herman Melville no triunfara con Moby Dick... El largo rosario de hipotéticas correcciones es largo y arbitrario.
En el tintero de las cosas que no ocurren o que debieron ocurrir y no lo hicieron, surge un repertorio del despropósito. Desde las muertes prematuras, pasando por los encuentros que no fueron posibles o las afrentas con las que el poder político ha castigado a las letras a lo largo de la historia. Funestas fotos de grupo, premios no concedidos, plegarias no atendidas, relatos escritos por otros. La sombra larga de la desilusión.
Muertes absurdas, prematuras. “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto”, dijo Albert Camus cuando conoció la fatal suerte del ciclista Fausto Coppi. Al día siguiente, el propio Camus se dejaba la vida sobre el asfalto de la carretera de Borgoña, cerca de La Chapelle Champigny. Su amigo y editor Michel Gallimard conducía a gran velocidad su Facel Vega en una recta sin obstáculos y el neumático reventó. Chocaron contra un árbol. El Premio Nobel de Literatura 1957 iba a la derecha del conductor. Se mató en el acto. Camus tenía sólo 47 años y apenas tres antes había alcanzado el Nobel. Fue el segundo escritor más joven de la historia en conseguirlo–por detrás del inglés Rudyard Kipling, que recibió el galardón en 1907 con 42 años, uno menos que Camus– y llegó a decir en una ocasión que su obra no había hecho más que empezar. Tenía ya en su bibliografía obras maestras como El extranjero (1942), La peste (1947) o La caída (1956), y sin embargo se preguntan los lectores cuánto más habríamos podido leer. Es cierto que Camus escribía a contrarreloj, libraba una carrera contra el tiempo a favor de su obra. Camus sufría una afección pulmonar, también el mal de Koch, una enfermedad inflamatoria del esqueleto. Corría por un motivo, quizás ese. Sin embargo, no deja uno de preguntarse qué habría pasado de no ocurrir ese accidente. A muertes como esta, dramáticas, inesperadas, acaso injustas, podríamos sumar la de Sylvia Plath, Virginia Woolf, Alejandra Pizarnik, Kennedy-Toole, Roberto Bolaño o David Foster Wallace.
Cosas que hubiésemos preferido no saber. Cuando se cumplieron diez años de la muerte del cuentista norteamericano Raymond Carver, su editor, Gordon Lish, y su viuda, Tess Gallagher, alegaron, ni más ni menos, que fueron ellos quienes moldearon los relatos de Carver. Aportaron ideas, los corrigieron y hasta los reescribieron casi por completo. El periodista D.T Max fue de los primeros en publicar todo el asunto. Intrigado por la presencia de este editor, el reportero de The New York Times fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. D.T Max fue y revisó. Leyó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor, Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. Con el tiempo, los lectores descubireron que Lish había quitado a Carver el excesivo sentimentalismo y dio a sus personajes esa especie de planicie emocional y verbal que tanto se asocia al estilo del escritor, así como esos finales abruptos con que terminaba los relatos. Mucho tiempo después descubrimos que el Carver que pensábamos únicos no había sido, justamente, él.
El cuento a cuatro manos que Poe y Verne nunca escribieron. El escritor Julio Verne fue, a lo largo de su vida, un ferviente seguidor de la obra de Edgar Allan Poe, quien llegó a influenciar al francés en su gusto por lo fantástico. Uno de los libros que más impactó a Verne fue La narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket en inglés) , la única novela de Poe, aparecida primero por entregas y posteriormente en forma de libro, en la ciudad de Nueva York, en el año 1838. En 1895, Verne decidió escribir una secuela del relato que llamó La esfinge de los hielos. Este se publicó por entregas en 1897, exactamente 52 años de la muerte de Poe. ¿Qué habría pasado si ambos hubiesen escrito juntos esa secuela o acaso un nuevo relato... a cuatro manos?
Una visita a Pinochet, un académico sueco y el Nobel nunca dado a Borges. Una combinación de factores políticos y personales fue, al parecer, la causa que marginó a Jorge Luis Borges del premio Nobel de Literatura, la máxima distinción a la que puede aspirar un escritor. Cuenta el ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal en Borges, una biografía literaria, que en 1976 el escritor argentino "ya había sido elegido a medias con Vicente Aleixandre, el poeta surrealista español, para el premio". Entonces pasó lo que pasó. El 21 de septiembre de 1976 Borges, invitado por Pinochet, viajó a Chile. Allí recibió de manos de manos del dictador el doctorado honoris causa en la Universidad de Chile y pronunció un discurso: "En esta época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita (...). Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada", dijo Borges, quien accedió luego a reunirse con Pinochet. "El es una excelente persona, por su cordialidad, su bondad... Estoy muy satisfecho", dijo a la prensa.
En su libro Los dos Borges (Sudamericana), Volodia Teitelboim,rememora lo ocurrido."Esas palabras fueron fatales, porque entonces las dictaduras latinoamericanas y sobre todo la de Pinochet eran consideradas monstruosas en el mundo. Teitelboim rscctaó una pieza clave en el rompecabezas de Borges y el Nobel. Se trata de Artur Lundkvist (1906-1991), miembro y secretario permanente de la Academia Sueca, la entidad que otorga el premio. Escritor prolífico, de izquierda y muy admirado en su patria, Lundkvist era el académico sueco que más sabía de literatura latinoamericana. Fue él quien introdujo y tradujo a Borges en su país. Teitelboim cuenta que en 1980 fue a visitarlo a su casa en Estocolmo, para pedirle que colaborara en la revista chilena Araucaria. Lundkvist accedió. Comenzaron a hablar de las letras sudamericanas y fue ahí cuando Teitelboim escuchó la revelación. "Me dijo: la Academia Sueca nunca le dará el Nobel a Borges. Le pregunté por qué. Mencionó el encuentro con Pinochet, los elogios al dictador. Y agregó: la sociedad sueca no puede premiar a alguien con esos antecedentes. Semejante confesión me extraño mucho. Supuestamente, un miembro de la Academia no puede expresarse en esos términos". Ese mismo año, pero el 19 de mayo, se celebró un almuerzo en el que participaron el dictador argentina Jorge Videla, el general y secretario de la Presidencia, José Villarreal, los escritores, Borges, Sábato, Horacio Esteban Ratti y el sacerdote Leonardo Castellani.
Persecución y amenaza. Fue un episodio terrible, una orden intolerante cuyas consecuencias no hace mucho todavía eran visibles. Todo comenzó cuando, en 1998, Salman Rushdie publicó Los versos satánicos, una novela que provocó una controversia inmediata en el mundo musulmán. Acusaron a Rushdie de blasfemo y de ofender con su novela al profeta Mahoma. El libro se publicó en septiembre, India lo prohibió el 5 de octubre, y Sudáfrica el 24 de noviembre. Al cabo de varias semanas, Pakistán, Arabia Saudita, Egipto, Somalia, Bangladés, Sudán, Malasia, Indonesia y Catar también habían prohibido la novela. Lo peor sin embargo, estaba por ocurrir. El 12 de febrero de 1989, cinco personas fueron abatidas por los disparos de la policía durante una protesta contra el libro en Islamabad. El 14 de febrero de 1989, un edicto religioso, o fatwa, instando a su ejecución fue leído en Radio Teherán por el ayatolá Ruhollah Jomeiní, líder religioso de Irán. El edicto acusaba al libro de "blasfemo contra el Islam". Además, Jomeiní acusó a Rushdie del pecado de "apostasía", el abandono de la fe islámica que según los ahadiz, o tradiciones del profeta, debe castigarse con la muerte. Jomeiní hizo un llamamiento a la ejecución del escritor, y también a la ejecución de aquellos editores que publicaran el libro conociendo sus contenidos. Jomeiní llegó a ofrecer una recompensa de tres millones de dólares estadounidenses por la muerte de Rushdie. Rushdie pasaría años viviendo escondido bajo protección británica, algunos de esos días los recuerda en su libro de memorias titulado Joseph Anton, el pseudónimo con el que vivió prácticamente escondido durante más de 11 años.