El nacionalsocialismo fue tóxico. Inoculó un veneno que todavía circula y tardará en desaparecer. Esa es la idea de la que parte el periodista alemán Norman Ohler en las primeras páginas de su libro El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich (Crítica), un volumen que aborda una dimensión hasta ahora insuficientemente conocida del régimen nazi: la importancia del uso de las drogas, estupefacientes y estimulantes no solo como una práctica de sus élites, sino como una política trazada por el III Reich. Basándose en los archivos de Theo Morell, el médico de cabecera de Hitler, Ohler no sólo profundiza en la drogadicción del ‘Führer’, a quien Morell llegó a administrarle hasta 74 estimulantes distintos –entre ellos la cocaína y la morfina-, sino que acredita la difusión de metanfetamina entre la población alemana por parte del régimen nazi. Se administraron millones de dosis de esta sustancia a las tropas que debían resistir los tremendos esfuerzos que requería la realización de las campañas de la blitzkrieg. "Cuando la ideología no daba para más, se recurría a los fármacos", escribe. Es importante aclara que la tesis de Ohler no es, ni mucho menos, que la prescripción de determinadas sustancias produjesen por sí solas el capítulo más oscuro de la historia de Alemania. Se trata de algo mucho más complejo: las drogas reforzaron algo que ya existía desde un comienzo. Este libro no es una alegato o una disculpa química para el nazismo, es una indagación, un punto de vista más sobre aquel infierno.
Basándose en los archivos de Theo Morell, el médico de cabecera de Hitler, Ohler no sólo profundiza en la drogadicción del ‘führer’, a quien Morell llegó a administrarle hasta 74 estimulantes distintos
En este ensayo es posible ver desde cómo Alemania despuntaba como una potencia química mundial, así como la estrecha vinculación de los fármacos con periodo de entreguerras, hasta la tajada económica que sacaron individuos como Norman Morell de sus posiciones de poder. En el éxtasis de la victoria militar del nazismo, Morell se puso a fabricar y comercializar (era dueño del 50% de los laboratorios Merk) un preparado vitamínico. Tenía dos versiones: una especial para el Führer y otra para sus jerarcas. Una vez probado, empezó a ampliar la escala. Vendió 260 millones de unidades que se colocaron a través de las organizaciones sindicales del nazismo y la red de relaciones de comercio. Pero, todavía más: Morell llegó a diseñar una sofisticada droga para Adolf Hitler, se trató del Eukodal, una mezcla de cocaína y morfina que en Hitler consiguió un eco específico y para Morell una escalera al cielo. Se hizo con un espacio de poder mayor que el de cualquier oficial, hasta tal punto que el médico de cabecera era el único habitual en las tertulias de té nocturnas de Hitler –el barómetro de los afectos del líder nazi-, mientras que los otros asistentes se iban alternando. "Sencillamente él debía de estar ahí", dijo Traudh Junge, la última secretaria de Hitler, para describir cómo había aumentado su poder.
Peritivina, la droga del pueblo: una nación entera colocada
Durante los años del III Reich la droga atravesaba la vida alemana como un río. No había lugar al que no llegara, que no irrigara. Aunque existía un precedente histórico importante: una industria farmacéutica que se fortaleció en los años 20 y que Ohler describe con total detalle y que explica, en buena medida, la predisposición de la Alemania de entreguerras a los fármacos. Tan sólo con un repaso a las cifras basta para hacerse una idea. Para el final de la década de 1920, Alemania encabezaba la lista de Estados productores de morfina: el 98% se destinaba al extranjero. Entre 1925 y 1930 se habían fabricado 91 toneladas de morfina, un 40% de la producción mundial. A pesar de que en 1925, y como parte del Tratado de Versalles, Alemania tuvo que aceptar un reglamento internacional para controlar el tráfico de Opio y Cocaína, la extensión de su producción era significativa. El volumen de la industria alcaloide alemana alcanzaba 200 toneladas. Las empresas Merck, Boehringer y Koll dominaron el 80% del mercado mundial de la cocaína, que hacían traer directamente desde Perú burlando los controles.
La carrera de la metanfetamina – distribuida como Peritivina- en la Wehrmacht está estrechamente vinculada al médico y catedrático Ott F. Ranke
La carrera de la metanfetamina – distribuida como Peritivina- en la Wehrmacht está estrechamente vinculada al médico y catedrático Ott F. Ranke, jefe del Instituto de Fisiología General y de Defensa, un departamento perteneciente a la Academia de Medicina Militar y en la que durante años llevó experimentó de forma sistemática con jóvenes soldados. El asunto dio sus frutos: bajo las condiciones del fármaco, los soldados eran capaces de combatir de 36 a 40 horas seguidas sin sentir cansancio alguno. Aquello fue la entrada a un mundo eufórico y cruento. Incluso, llegó a crearse un Decreto de sustancias despertadoras, que se distribuyó entre un millar de médicos de tropa, oficiales y médicos de División. El primer párrafo decía: "La experiencia en la campaña de Polonia ha demostrado que, en determinadas situaciones, la superación del cansancio de una tropa sometida a grades esfuerzos puede influir de manera decisiva en el éxito militar. Si con el sueño se pone en peligro dicho éxito, superarlo en situaciones especiales puede ser más importante que cualquier que cualquier consideración relacionada con los posibles daños asociados. Para vencer el sueño… están disponibles las sustancias despertadoras. La Peritivina se ha introducido sistemáticamente en el equipo sanitario".
Para vencer el sueño… están disponibles las sustancias despertadoras. La Peritivina se ha introducido sistemáticamente en el equipo sanitario”
En comprimidos y bajo el nombre comercial de Peritivina, la metanfetamina tuvo un éxito arrollador en todos los rincones del imperio alemán durante la década de 1930 y también en el resto de la Europa ocupada. Era una droga popular, socialmente aceptada y disponible en cualquier farmacia. Solo a partir de 1939 se sirvió bajo prescripción médica. Era lo que hoy se conoce como cristal meth, la droga del ocio: quita el hambre, el sueño y desencadena la euforia. Pues fue esa, justamente ésa, la droga más popular del III Reich. Metanfetamina era la droga del pueblo. Fue esa la que se suministró. Para el final de la guerra, en la cadena de producción de Temmler, docenas de trabajadoras con bata blanca manipulaban unas máquinas circulares donde podían prensar 833.000 pastillas. La Wehrmacht había solicitado la cantidad descomunal: 35 millones de unidades para los ejércitos de Tierra y Aire. Se registraron casos de hasta 17 días sin dormir. La máquina picadora de carne, en marcha –literalmente- a toda pastilla.
Hitler, el paciente A
Hitler nunca fue capaz de confiar en una especialista que supiera de él más que el mismo, escribe Norman Ohler. Sin embargo, el afable médico de cabecera de Morell, "con su aire bonachón e inofensivo", le transmitió seguridad desde el principio. Por algo Himmler le llamaba despectivamente el "manipulador de jeringuillas" e intentó durante mucho tiempo recopilar información que demostrara que era morfinómano y chantajearlo. Sin embargo, y con el avance de la guerra, la presencia de Morell y su influencia sobre Hitler crecía cada vez más. Desde el atentado, Hitler necesitó cada vez más de Morell.
Según asegura Ohler, Hitler reaccionaba positivamente a prácticamente cualquier droga que le diesen, excepto el alcohol
Según asegura Ohler, Hitler reaccionaba positivamente a prácticamente cualquier droga que le diesen, excepto el alcohol. En poco tiempo se convirtió en un entusiasta consumidor de cocaína, pero fue capaz de dejarla a mediados de 1944, para pasarse a otros estimulantes. En la parte inferior de la ficha del “Paciente A” (Pat. A) correspondiente al segundo trimestre de 1943 aparece una sustancia subrayada varias veces: Eukodal, un narcótico de los laboratorios de Merck. Había salido a la venta en 1917 como analgésico y anticonvulsivo y llegó a hacerse tan popular, que llegó a hablarse de Eukodeísmo. El opiáceo fue la sustancia que Hitler consumió de manera más consistente y continuada durante la fase final de la guerra. Era la guerra perfecta del fin del mundo.
Sobre el cuadro psicológico de Hitler escribe Ohler: "La insensibilidad ya inherente en él, la visión rígida del mundo, la tendencia a fantasear, la falta de escrúpulos a la hora de saltarse cualquier límite, todo ello se vio funestamente favorecido por el consumo continuad del opioide en el último trimestre de 1944. En este período de irrupción de los Alados en el Reich por el este y el oeste, el potente narcótico disipó cualquier duda sobre la victoria y cualquier empatía hacia las víctimas civiles, e hizo al dictador más insensible hacia sí mismo y el mundo exterior". Pero la verdad no tardaría en llegar. El problema es que el aislamiento en el Búnker de Hitler afectó sus reservas del narcótico. De ahí en adelante, Ohler retrata una acelerada caída anímica que acabará a lo Nerón: con la orden de prender fuego a todo y una cápsula de cianuro en la boca. De la misma forma en que Ohler aplica esa lectura a Alemania, hace lo mismo con Hitler: las sustancias agitaron, amplificaron aquello que ya estaba ahí, arracándolo para siempre del lado humano del mundo.