Hay un amplio repertorio ofensivo español. Al menos es lo que el lector podrá constatar al leer libro Eso lo será tu madre. La biblia del insulto, una especie de compendio de palabras malsonantes, afrentas y sentencias, cuyo único objetivo es ése: agraviar al hipotético contrincante. En total, el volumen incluye más de 200 denuestos, desde los más callejeros hasta los más literarios, pasando también por los términos en desuso o las expresiones clásicas del enfado y la querella.
Escrito por María Irazusta, quien ya ha publicado distintos libros de este tipo como Las 101 cagadas del español (Espasa), esta biblia divulgativa del insulto echa mano de los santos patrones laicos que cultivaron con especial talento la habilidad para la humillación del adversario: Diógenes, Oscar Wilde, Jorge Luis Borges, Camilo José Cela, Quevedo, Schopenhauer… Según cuenta la propia Irazusta, toca ser más imaginativos en lo que a este epígrafe supone. Decimos casi tantos tacos como pronombres personales, ya podríamos entonces aplicarnos más extensamente en el refinamiento del uso del lenguaje viperino.
Introducido en el siglo XV como un cultismo, el insulto fue entendido todos esos años como un “acometimiento violento o improviso para hacer daño”. En el siglo XIX, la real Academia de la Lengua modificó la definición por la de “ofensa a alguno para provocarlo o irritarlo con palabra de acciones”. Sin embargo, en una historiografía de la ofensa, no son pocos los ilustres colaboradores en el enriquecimiento de un patrimonio en la materia. Aquí algunas de las dos mil palabrejas: agilado (atontado), casposo (cutre), malafollá (antipático), aljofifa (sucio), amavisca (que no ha salido del armario), bebecharcos (borracho)…
Y así como la biblia del insulto propone esta especie de antropología del insulto, no se queda corta al momento de aportar una historiografía de ilustres pendencieros. Quién tiró la primera piedra del combate literario más importante de nuestra lengua: ¿Góngora o Quevedo? ¿Quevedo o Góngora? Dicen las malas lenguas recogidas en este volumen que fue la envidia lo que llevó a Quevedo a intentar menospreciar a Góngora, quien ya acumulaba fama con La vidas del buscón cuando el propio Quevedo no era más que un imberbe.
Para rebajar a Góngora, Quevedo usaba las más variadas expresiones: “Vuestros coplones, cordobés sonado, sátira de mis prensas y mis despojos”, le dedicó para arremeter contra la sangre andaluza de su enemigo, quien contraatacaba llamándolo cojo: “Anacreonte español, no hay quien os tope. Que no diga con mucha cortesía, que ya vuestros pies son de elegía”. Quevedo, ofendido por la burla contra sus pies, se decantó también por los defectos físicos. Se cebó entonces con la nariz de Góngora: “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una nariz sayón y escriba, érase un peje espada muy barbado”. El asunto es largo y detallado, sirva entonces de inspiración.
Dedica un capítulo este libro al Arte de injuriar, un tratado escrito por Jorge Luis Borges para arrojar luz sobre cuán refinada y cuidada puede resultar la pendencia y la mala baba. Hay recogidas muchas más expresiones borgianas, incluidas muchas veces en compilaciones de sus conversaciones. Por ejemplo, para referirse a Kant, Borges dijo: “Hice la primera tentativa con la Crítica de la razón pura de Kant, pero fui derrotado por el libro (como la mayor parte de los lectores, incluso la mayoría de los alemanes”… Borges es, a decir de Irazusta, un excelso maestro del insulto delicatessen, talento que se caracteriza por, sin pronunciar ni uno, resultar palmariamente ofensivo
Y aunque éste no es un asunto nuevo, toca traerlo a colación. Según escribe María Irazusta, existe en el lenguaje del agravio un insultante sexismo: hay más expresiones ‘elogiosas’ dirigidas hacia el género masculino que femenino, aun siendo las mismas. Por ejemplo, zorro para referirse a alguien experto y astuto, mientras que zorra se usa como sinónimo de prostituta o promiscua.