Cuatrocientos cuarenta y seis textos. Manifiestos, cartas, editoriales de prensa... Si existe algo así como una historia de la protesta, acaso una antología razonada de la literatura de combate, este libro es una guía magnífica; especialmente para los aficionados a descubrir el agua tibia cada mañana.
Se trata del volumen Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (Galaxia Gutenberg), un libro en el que el Premio Nacional de Historia y catedrático Santos Juliá analiza la intervención pública de intelectuales y escritores desde la generación del 98 hasta la crisis económica actual. Precedido de un estudio introductorio exhaustivo, el libro rastrea el origen del intelectual como sujeto sustantivado y plural con vocación de incidir, de guiar, así como su transformación a lo largo del tiempo.
Sin estridencias ni apocalipsis, Santos Juliá retoma y amplía en el tiempo una idea que ya viene trabajando desde Historia de las dos Españas (2004), y que busca recomponer una genealogía del compromiso por parte de un grupo muy específico de ciudadanos: los intelectuales. Así, quizá, lo que en Francia comenzó con el affaire Dreyfus, en España tuvo entre sus primeras expresiones a la Generación del 14, el primer grupo de intelectuales con conciencia colectiva de su propia condición, según Santos Juliá.
Profesor emérito de la UNED, Santos Juliá es autor de los libros Vida y tiempo de Manuel Azaña, 1880-1940 (2008), Elogio de historia en tiempo de memoria (2011) y Camarada Javier Pradera (2012). Ha coordinado diversas obras sobre violencia política en España, víctimas de la guerra civil y memoria e historia del franquismo, y ha editado en siete volúmenes las Obras completas de Manuel Azaña.
-Cita en su libro a Juan Benet, que ya en 1985 decía que al escuchar la palabra intelectual se sentía en un túnel del tiempo. Parecía que ya entonces no se podía concebir la idea del intelectual a la usanza de Ortega y Gasset.
-Exactamente. El intelectual a lo Ortega, digamos, forma parte de una estructura social integrada por una minoría. En ese entonces, a la universidad acudían, como mucho, 60.000 estudiantes. Si ya quienes estudiaban suponían una élite, los que salían de la universidad y se convertían en intelectuales, lo eran todavía más. Ortega se define como parte de esa minoría egregia y selecta. Era una sociedad analfabeta, porque en España la escolarización universal no se alcanzó hasta los años sesenta. En un mundo tan reducido, ellos eran las estrellas en el firmamento.
"Se conciben a sí mismos como guías de la masa. De hecho, la liga de Ortega se llama Liga para la Educación Política"
-Claro, pero con una vocación pedagógica y, si me permite, hasta paternalista.
-Se conciben a sí mismos como guías de la masa. De hecho, la liga de Ortega se llama Liga para la Educación Política. Es el primer grupo de intelectuales que tiene una estructura mínima orgánica y que se entienden como pedagogos. A ese intelectual le sigue, pisándole los talones, el intelectual comprometido, que pierde su posición y busca estar en la masa, siguiendo los caminos que se abren: el comunismo y el fascismo. Con el hundimiento de ambos, el fascismo primero y luego el comunismo, el haberse comprometido de esa manera provocó la aparición de una doble moral.
-Pero qué es lo que marca esa desaparición del intelectual voluntarioso. ¿El final de los grandes relatos ideológicos e históricos? ¿La posmodernidad?
-Hay varios procesos históricos que confluyen en ese momento. Una sería no tanto la caída de los grandes relatos, sino de los procesos de construcción del futuro. Otro, que creo que es mucho más importante: la universalización de la enseñanza superior. Eso supone una democratización y especialización del conocimiento. El intelectual se encuentra hoy en un escenario al que ha subido mucha gente.
-¿Con la transición se quiebra la concepción generacional? ¿Desaparece la propia conciencia de grupo?
-En España, precisamente porque ha habido una guerra con vencedores y vencidos, a partir de los años sesenta se produce la aparición de manifiestos donde las diferencias se desvanecen, porque hijos de vencedores y vencidos tomaron las mismas actitudes, firmaron los mismos manifiestos en defensa de las libertades. La tarea que se impone es la construcción de una democracia; algo que no puede tener su vinculación con la guerra ni la república, sino con un lenguaje frente a la dictadura. Hay un encuentro de gente de muy diversa procedencia que emplea el mismo lenguaje: el de la democracia. En el momento en que aparece la democracia y se consolida como sistema en el que la división no es ya entre vencedores y vencidos sino entre izquierda y derecha, entonces aparece de nuevo una separación. Pero lo que es específico español y no se da en ningún otro lugar es que durante 15 o 20 años, comunistas, católicos, liberales, falangistas, gente del 98, del 14 y jóvenes, firmaron los mismos manifiestos. El objetivo era buscar resquicios para erosionar la dictadura. El manifesto de La OTAN es el primero en el que comienzan a diferenciarse campos.
"En España, precisamente porque ha habido una guerra con vencedores y vencidos, a partir de los años sesenta se produce la aparición de manifiestos donde las diferencias se desvanecen"
-Plantea usted que para finales del XIX y comienzos del XX, los manifiestos firmados desde Cataluña, y las preocupaciones que manifestaban, iban por delante de Madrid. ¿Por qué?
-Había una clase profesional mucho más concentrada, extendida y diferenciada: abogados, arquitectos, antropólogos. Y además habían ocupado conscientemente sus posiciones de poder simbólico y cultural. Tenían ateneos, círculos. Era una vida asociativa mucho más rica. Mientras el motivo central de los intelectuales en torno a Madrid giraba alrededor de la muerte de España y la decadencia española, con una expresión literaria nostálgica y de lamento, los intelectuales catalanes tenían un objetivo de futuro: construir patria, hacer nación. Cuando Prat de la Riba dice: ‘Catalanes, vuestra única patria es Cataluña’ está proponiendo una construcción hacia el futuro.
-El intelectual aquel, el comprometido, el pedagogo, ya no existe. Y es imposible que así sea. Añorarlo no tiene sentido. ¿No es en ese caso el manifiesto un gesto nostálgico?
-Hay manifiestos en los que la calidad intelectual de los firmantes sigue pesando. Eso es indudable. Lo que sí está claro es que ya no hay manifiestos específicos de intelectuales, que es una figura que está absorbida entre el mundo de la cultura, los trabajadores del espectáculo…
-¿No percibe un cierto raquitismo de ideas en ese discurso que ha impulsado el sector de la cultura? ¿No es acaso un discurso que se mira demasiado a sí mismo?
-Ese es un tipo de manifiesto. Uno de los primeros manifiestos que firman intelectuales y literatos es el que defiende la candidatura de Menéndez Pelayo para la Biblioteca Nacional. ¿Por qué se reúnen para esto?, se preguntarán algunos. Hay otros manifiestos con una calidad literaria más notable, más pensados. Algunos de los manifiestos del exilio también… Afortunadamente, ahora estamos en democracia, y es difícil que alguien combata la democracia. Podrá cuestionarla para mejorarla, pero nadie puede imaginar algo que no sea la democracia. Eso hace que los manifiestos sean diferentes.
"Lo que sí está claro es que ya no hay manifiestos específicos de intelectuales, que es una figura que está absorbida entre el mundo de los trabajadores de la cultura"
-El exilio recoloca al intelectual como sujeto y plantea incluso la idea de este como un puente.
-Esa es la segunda fase. La primera plantea lo ocurrido como un paréntesis. A partir de 1953, cuando se ve que la dictadura se ha consolidado con los acuerdos con el Vaticano y Estados Unidos, es cuando aparece esa otra idea del exilio y su relación con España. Un poco antes, Ayala había escrito un texto muy hermoso: Para quién escribimos. Y se pregunta eso justamente porque lo que escribe no llega a su público natural. Eso hace que el exilio cambie. Aparece la idea de que en España ocurren cosas y que los intelectuales están obligados a ver y permanecer en contacto. Se consolida la idea de que hay que lanzar puentes. Eso lo vio muy bien Jordi Gracia: el futuro no sería la reposición de la República, el futuro sería lo que abriesen las generaciones venideras. Por eso hay que estar al tanto, participar, escribir en revistas que también hacen de puente, como Ínsula, o la revista de Camilo José Cela, Papeles de Son Armadans. En verdad, el periodo de transición se está pensando y definiendo desde 1956, con la resolución del Partido Comunista para la reconciliación nacional. Allí no se habla de República. El futuro suponía un camino hacia la democracia.
-Pero el futuro llegó. Ahora están los que consideran que la transición no se puede tocar, versus muchos que se relamen con la idea del desmoronamiento de un sistema que hace aguas. Y ahí, en esa trinchera, hay más opinadores que intelectuales
-Raymond Aaron en sus reflexiones sobre los intelectuales planteó la pérdida de peso de la obra del intelectual, que requiere más pausa, frente a los medios. Ahora lo que se requiere es la presencia instantánea. En ese proceso surge el poder de los medios y los periodistas, también de las empresas multimedia y los concentrados empresariales, que tienen otras reglas de juego. Sin embargo, se publican artículos como el de Francesc de Carrera en la cuarta de El País. ¿Qué significa eso? Significa lo que significa. Lo que no se puede decir es que no existe. Y eso es lo que alimenta el debate de una sociedad democrática con un nivel de conciencia y análisis. Esas afirmaciones del tipo ‘Aquí nadie ha hablado de…’ no me parecen correctas. Como dijo Antonio Muñoz Molina, a quien tengo mucha estima, pero que planteó que en España nadie había actuado como intelectual crítico más que El Roto. ¡Por Dios, hombre, dejémonos de historias!