Los pubs londinenses tienen un no sé qué de refugios antimisiles. Nada de lo que pasa fuera importa mientras permaneces en aquel recinto tallado en madera donde de fondo suena alguna balada rockera y degustas una pinta de cerveza. Puedes intuir que fuera, en ese mundo lejano del que solo te separa una puerta, el suelo está encharcado por la lluvia y el vaho de la respiración acompaña el paso de los viandantes.
Aquella ciudad, que hoy de noche brilla de una punta a la otra del río Támesis, soportó con coraje los bombazos criminales de la Luftwaffe nazi en la Segunda Guerra Mundial. De la misma forma que hoy los soportan los ucranianos en Kiev por pate del abominable Ejército de Putin. En el epicentro de aquella ruina que se negaba a perecer se encontraba el búnker del primer ministro Winston Churchill, que se negó a abandonar el frente de batalla con idéntica valentía a la demostrada en nuestros días por Volodímir Zelenski.
Churchill tenía 64 años cuando estalló la guerra. Trabajaba 18 horas al día, un ritmo laboral desorbitante que estuvo a punto de acabar con su salud. Empezaba el día con un potente desayuno (al estilo inglés) que paladeaba sin salir de la cama. Para hacer frente a su dura jornada de trabajo, Churchill necesitaba una buena dosis de energía, por lo que la primera comida del día solía consistir en melón, tortilla (o bacon con huevos), una chuleta o un muslo de pollo, tostadas, mermelada y café.
Poco después se prendía su primer puro Habano del día (solía fumar 8 a diario). Muchas veces acompañaba el desayuno con vino. Churchill era un gran bebedor, y solía trajinarse una botella de champán con el lunch y tomar whisky o brandy después de cada comida. Una vez rechazó 2.000 libras a cambio de pasar un año sin beber: “Sería una vida que no merecería la pena ser vivida”.
La habitación donde el premier británico pasó las noches más oscuras de la Historia de la humanidad podría formar parte de la colección de zulos que se anuncian en el Idealista. Una cama estrecha con un mapa tapizando la pared tras el cabecero; varios sillones en tono marrón; y un escritorio con lámpara, máquina de escribir y teléfono conformaban aquella humilde morada.
Por encima de aquellas catacumbas, que hoy se pueden visitar, transcurre hoy con naturalidad la vida de Londres, tan inasible y múltiple como la de Nueva York, capital del mundo. Nada quedaría de sus pubs ni de su espíritu sin la perseverancia, esfuerzo e inteligencia de aquel hombre cuya estatua hoy mira a la abadía de Westminster con gesto serio, como si no estuviera conforme con aquello en lo que se ha transformado su país.
El cine también tiene una deuda con sir Winston Churchill. Si no, que le pregunten a Orson Welles. En 1946, el joven Welles se hallaba en Venecia buscando financiación para 'La dama de Shanghái', una de las grandes joyas del cine negro, coprotagonizada por Rita Hayworth. Una noche, cenando con un magnate ruso en el hotel donde se hospedaba, se cruzó con Churchill. El ex primer ministro agachó la cabeza para saludar a Welles a su paso, lo que dejó petrificado a su acompañante siberiano.
El ruso, que reconocía la magnanimidad del héroe del siglo XX, anunció al momento a Welles que le financiaría la película con el dinero que necesitara. A la mañana siguiente, Welles se encontró a Churchill nadando en la playa y se acercó a darle las gracias. Un solo gestó del británico había servido más que semanas de negociaciones. Ese mismo día, a la hora del almuerzo, Welles y el ruso volvieron a encontrarse a Churchill. En esta ocasión, el azote de los nazis se levantó e hizo una aparentosa reverencia que dejó patidifuso a Welles.
Los grandes hombres y mujeres demuestran que son tales cuando nadie les ve, cuando no están en el escaparate. Churchill demostró que lo era, y nos legó un país y una vida que, con sus imperfecciones, es bastante más satisfactoria y respetable que la que cabría esperar de haberse decantado la victoria por el otro bando.
Y es cierto que el Reino Unido ha perdido buena parte de su gloria pasada. Ni los ingleses son ya puntuales, ni son caballerosos, ni educados y hasta su sentido del humor deja a veces bastante que desear. El pop británico ya no triunfa, ahora lo hacen el reggeatón y los ritmos latinos. Eso sí, su liga de fútbol es la mejor del planeta y la BBC el medio de comunicación más respetado.
Churchill representa un mundo que se fue pero que aún es posible vislumbrar en las calles londinenses cuando la niebla hace acto de presencia, o cuando uno se refugia de la lluvia en un pub. Uno de mis favoritos se encuentra en la zona de Blackfriers, 'The Thirsty Bear' (el oso sediento). Allí apodé a la dueña la 'titi de Londres', porque me recordaba a una amiga de mi madre a la que en el pueblo todo el mundo llama 'la titi'. Tenía sus mismos andares, desparpajo y corta estatura.
Una de aquellas noches, la 'titi de Londres' puso a sonar a todo volumen una canción: 'Here comes the sun', de The Beatles. Me contó que aquel día, 28 de noviembre, era el aniversario de la muerte de su mejor amiga, hace 20 años, y que aquella era su canción. Todos los días desde entonces, llegada la fecha, la ponía en el bar, estuviera quien estuviera.
Hay gestos que te devuelven por un instante a quien tanto has querido, y te recuerdan que eres mortal (memento mori), que hay que aprovechar antes de que nos caiga la bomba de la Luftwaffe. Pese a los cambios, Londres conserva la magia de hacerte vivir con intensidad y de recordarte aquella máxima de Churchill: “I always believed in staying in the pub until closing time” (“Siempre creí en estar en el pub hasta la hora de cierre”).