Este artículo no iba a versar sobre lo que versa. Pensaba titularlo 'Elogio del golf' y establecer en él un paralelismo entre este deporte ―el más cruel, frustrante de cuantos hay― y la vida. Tanto en lo primero como en lo segundo los sinsabores son, ay, más frecuentes, ¡infinitamente más!, que las alegrías, pero por algún extraño motivo los vivientes no se suicidan salvo en contadas ocasiones y los golfistas siguen haciendo lo suyo aun cuando el sentido común los impele a desistir. Creo que se debe a que el drama de un palazo, igual que la oscuridad de una muerte, palidecen ante el placer sensual de un buen golpe, uno pegado 'en la yema', y ante bellezas como la de un atardecer en la costa o la del abrazo de un hijo. Seguimos jugando al golf porque un putt embocado desde lejos justifica todas las anteriores pifias perpetradas desde cerca. Seguimos viviendo porque un solo acto de amor eclipsa una multitud de espasmos de odio.
M. me preguntó anteayer si tenía ya el artículo de hoy, yo le conté esta misma idea con cierto entusiasmo y ella, bendecida por los dioses con la virtud de arrastrarme desde las brumas de mi ensoñación hasta el suelo firme de la realidad, me recordó que mi último artículo publicado era 'Elogio de la playa', añadió que antes de ese elogio había escrito otros tantos y me conminó a ser un poco más creativo, que para eso me pagan. Como M. tenía razón ―casi siempre la tiene―, yo decidí escribir sobre otra cosa, no fuese a ocurrir que los directivos de Vozpópuli repararan en mi falta de originalidad y me despidieran en un arrebato de indudable lucidez.
No obstante, aunque M. tuviera razón y yo lo reconociera porque sólo soy soberbio en momentos puntuales, su recriminación me brindó un inconfesable regocijo. Me alegra haber escrito tantos elogios porque una de las misiones del escritor ―y más cuando éste es católico― radica en cantar cuanto de bueno hay en este mundo y en redimir lo que lo es un poco menos. Escribí un elogio de la siesta porque la siesta es un bien rotundo, incuestionable, y compete al escritor celebrar con su pluma los dones que se nos han concedido. Escribí otro de la playa porque también compete al escritor celebrar como prodigios las cosas que otros lamentan como catástrofes, mostrar la bondad intrínseca de las realidades cuya bondad es más dudosa, ésas que suscitan división de opiniones e incluso críticas unánimes.
Elogios de los elogios
A propósito de esto, el otro día conversé sobre la decadencia de Occidente con uno de los amigos de un buen amigo mío que ahora, tras esa conversación y alguna otra, es también él un buen amigo mío. Repasamos juntos, exhaustivamente, cada uno de los males que afligen a nuestra maltrecha civilización y terminamos de hablar, creo, con la satisfacción que debe de sentir el profesor cuando pronuncia la última palabra de su lección magistral: ¡qué gran análisis! Sin embargo, rumiando el coloquio horas más tarde, me aguijoneó una punzada de remordimiento. Nuestra realidad está mal, por descontado, pero también lo está la mirada que no percibe los rastros de bien que hay en ella, la mirada que ve el vaso medio vacío y no medio lleno, esa mirada que, por oscura, es insensible a la verdad de que la existencia del mal es también una oportunidad para la virtud y de que en cualquier caso es una suerte haber nacido cuando lo hemos hecho.
Incluso el más ínfimo de los seres, el más tenebroso de los siglos, es digno de ser cantado
Los elogios son importantes siempre porque constituyen nuestro peculiar modo de hacer justicia a la realidad ―buena, muy buena― que nos circunda. Pero lo son especialmente en este tiempo, cuando una sombra parece haber envuelto el mundo y los signos de una decadencia se antojan ya insoslayables. Son importantes porque nos dan esperanza cuando la desesperación es la única actitud lógica. Porque nos recuerdan que incluso el más ínfimo de los seres, el más tenebroso de los siglos, es digno de ser cantado. Porque nos muestran que ni siquiera la oscuridad de nuestra época opaca el esplendor de una realidad que la trasciende.
Yo pretendía ser original, creativo y, sin embargo, tan poco ingenioso como siempre, he terminado escribiendo algo así como una metafísica de los elogios, es decir, un elogio de todos los elogios. Lo único que me consuela en medio de la desolación es que ni el lector ni la autoridad competente pueden pedirme cuentas a mí. La culpa la tiene Dios, quien, severo conmigo como sólo él sabe serlo, creó una realidad inevitablemente elogiable.