Jueves 18 de mayo, Plaza de toros de Madrid Las Ventas, siete de la tarde. Morante de la Puebla, El Juli y el joven Tomás Rufo nos emplazan a una corrida en el seno mismo de la festividad de San Isidro. Hace un tiempo estupendo, sol y sombra, brisa fresca y apacible. Los matadores visten unos trajes de luces espléndidos: porte y presencia. Entre ellos destaca, El Juli, ataviado con un traje verde esmeralda elegantísimo. Es mi bautismo en la tauromaquia. Mi primera vez… Por ello, ésta no es, ni pretende ser, la enésima crónica de un especialista taurino. Es tan sólo el testimonio neófito de alguien que entró por la puerta de Las Ventas reticente y escéptico y salió perplejo y renovado.
De pequeño -cuentan mis padres- me sentaba con ellos a ver las corridas que transmitían en televisión. Por lo visto, me decantaba por el toro. Quería que el torero fuera corneado. ¿Tendría madera de animalista? Ayer pudo conmigo esa liturgia solemne del silencio. El estruendoso sonido de la embestida del toro al caballo del picador. El fulgente y embriagador brillo del estoque que anuncia el compás final de la lidia. La bravura del Hombre y la naturaleza que se baten en un prodigioso duelo.
¿Qué diantres tiene el toreo que seduce tantísimo? Más aun ¿cómo puede congregar a gentes de todo pelaje ideológico? A izquierda y derecha. Desde Goya a Anguita, pasando por el Che, Ortega, Dalí o Picasso. La lista es interminable. Diana, una de las personas que me acompañó (y que tuvo la amabilidad y paciencia de explicarme cada detalle) lo resume a la perfección: “Para mí, los toros son mis abuelos, mi infancia de contrastes, como la vida misma… Dos abuelos del mismo pueblo, uno rojo, el otro católico de derechas, los dos campesinos, trabajadores, buenas personas y taurinos”. He ahí la clave. El aspecto metapolítico, estético, ritual, popular-comunitario y, sobre todo, católico, esto es, universal.
Al salir, no dejaban de resonar en mi cabeza con una extraña fuerza los versos de Eugenio d’Ors: “Todo pasa: una sola cosa te será contada y es tu obra bien hecha [tu faena podríamos decir]. Noble es el que se exige y hombre, tan solo, quien cada día renueva su entusiasmo (…) También la cultura: estado libre de solidaridad en el espacio y de continuidad en el tiempo. Que todo lo que no es tradición, es plagio”. La lidia no deja hueco alguno al artificio, al plagio. Es la tradición viva en movimiento, impertérrita, sempiterna. No ha sucumbido a la Modernidad cáustica…
El acervo común toma cuerpo, se encarna en ese Hombre que no dispone de nada más que su arrojo, un capote y el estoque para darle a la caza alcance,que diría el místico. De vuelta a casa, me vino como un fogonazo a la cabeza Carl Schmitt y su opúsculo Tierra y mar (1943). Una reflexión de la Historia Universal contada a su hija Ánima. A caballo entre el cuento y el ensayo, Schmitt bosqueja las diferencias culturales entre, por un lado, el catolicismo que en esencia es telúrico, aboga por el apego a la tierra y el arraigo y, por otro, el protestantismo desarraigador, prometeico que despliega su poderío por los mares, una ostentación irreverente ante Dios: como diciendo “nosotros (y no tú) controlamos el orbe”.
Se trata de dos cosmovisiones antagónicas e irreconciliables. De hecho, abre su obra con estas palabras: “El hombre es un ser terrestre, un ser que pisa la tierra. Se sostiene, camina y se mueve sobre la tierra firme. Ella es el punto de partida y de apoyo. Ella determina sus perspectivas, sus impresiones y su manera de ver el mundo (…) Es curioso que el hombre, cuando se halla en una costa, mira por impulso natural, de la tierra al mar y no a la inversa, del mar hacia la tierra”.
Toros o barbarie
Pero ¿a qué viene esta referencia? Se preguntarán no sin razón. Schmitt escribe Tierra y mar extasiado con la lectura del Moby Dick de Melville. Le fascinaba la heroicidad de los “espumadores del mar”, los cazadores de ballenas. Dedica diversos capítulos a la relación entre el Hombre, la técnica y el elemento hostil que es el mar. Uno de ellos se titula “Elogio de la ballena y del ballenero”. La analogía se establece sola. Si los balleneros holandeses eran la imagen viva del protestantismo marítimo, el torero es nuestro emblema en el campo de lo católico telúrico. “El hombre -dice Schmitt- en su lucha con otro ser viviente del océano, veíase impelido más y más hacia la profundidad elemental del existir marítimo (…) En una palabra: ¿quién ha descubierto el globo terrestre? ¡La ballena y el ballenero! (…) La ballena les ha atraído hacia el océano y emancipado del litoral”.
Lo bello de la tauromaquia es que es indómita como el toro, no se deja someter por la lógica técnica, tampoco por la mercantil.
Asimismo, el toro ha cercado al hombre en un vaivén de embestidas y lo ha fijado a la tierra. Lo ha emancipado de la acuosidad inestable. El hombre en su lucha con otro ser viviente de la tierra, se ve impelido más y más hacia la profundidad elemental del existir terrestre. Es la reconciliación del ser español con su tradición. En la arena solo puede quedar uno, es cierto. Pero el respeto por el animal encumbra a la bestia a categoría sacra. Ambos se miran frente a frente, a la misma altura. No hay una relación de dominación, sino de armonía. El protestante quiere someter la creación mediante la técnica: “La máquina cambia la relación entre el hombre y el mar (…) Entre el mar como elemento y la existencia humana vino a interponerse un aparato mecánico (…) La revolución industrial convirtió a los espumadores de océanos y a los hijos del mar en constructores de máquinas y servidores de su poder”. Lo bello de la tauromaquia es que e9s indómita como el toro, no se deja someter por la lógica técnica, tampoco por la mercantil. El torero católico se funde con la naturaleza al punto de que está dispuesto a volver a la tierra como polvo. Mientras que el ballenero, por meros fines industriales, sustituyó el arpón por el buque acorazado y el arpón hidráulico. El torero, en una coreografía de la existencia, se juega la vida tan sólo bregando con un trozo de tela y un hierro forjado. Es la tradición viva y en movimiento que no deja espacio alguno al plagio.
Azahar
Don Yusurún, efectivamente su crónica es desconcertante, porque escribir sobre el toro y el toreo con dos estrellas de la taruromaquia y no contar nada de la corrida de toros en San Isidro, la que me he quedado desconcertada soy yo. Mucha poesia pero no ha bajado al detalle de la corrida. No creo que vuelva a leer sus crónicas.
Bilbao
¡Qué rico está el rabo de toro cocinado al estilo andaluz!
Botiflash
La poliCiU...sí, señor...y para disimular el austracismo redentor, los Mosus das Cuadra de Felipe V...tócate los daquellos...
eddo
y le dio a Pujol su policía hablando a Pujol en catalán.
Norne Gaest
Sí, sí, el torero se juega la vida, pero lleva una enorme ventaja con su habilidad, su técnica. En cambio, el toro, tratado con mimo durante su vida en el campo, tiene una muerte cruel en un espectáculo que para él es sufrimiento. No digo que los aficionados sean crueles, ni los toreros, pero el sufrimiento gratuito del toro, y el espectáculo, es evidente. Y eso no hay quien lo quite por mucho arte que se despliegue y muchos aficionados que lo disfruten. Por eso, según avanza la civilización y evoluciona la sensibilidad, los aficionados disminuyen. En el siglo XIX cada corrida suponía varios caballos destripados. Los petos quitaron esa carnicería, pero la del toro persiste.