“Le deseo a la niña muchísimo marimachismo, bigote, entrecejo, unas manos como libros de coro, el genio de una fiera y las ideas más demagógicas y subversivas en cuanto a las relaciones de las dos mitades del género humano”. La extravagante felicitación por el nacimiento de una niña, dirigida a su amigo Manuel Cossío, el gran pedagogo de la Institución Libre de Enseñanza, define la peripecia vital de su autora, Emilia Pardo Bazán. Lamentaba que su amigo no hubiese tenido un hijo porque sabía lo difícil que era para una mujer abrirse paso en el mundo intelectual. Ella lo experimentaba en propia carne, de modo que, ya que era niña, que fuese “marimacho”, que era lo que le decían a la Pardo Bazán.
Pero en realidad la condesa de Pardo Bazán se ponía el mundo por montera. Rompió todas las normas de su época, y también los esquemas, por su contradictoria personalidad. Se confesaba católica pero mantenía a la vez varios amantes estando casada; se declaraba carlista y tenía como mentor a Giner de los Ríos, el intelectual más progresista de España; le gustaba escribir vidas de santos, pero en sus novelas asumía con crudeza el incesto y el suicidio. En fin, hoy se quiere hacer de ella un icono del feminismo, pero su figura encorsetada y con polisón (ese artilugio sexista para resaltar el culo de las mujeres) no podía ser más convencional.
Se puede decir que Emilia Pardo Bazán, de cuyo fallecimiento se cumple el día 12 el centenario, tuvo suerte en la vida. Hija única, su familia no solamente era muy rica, sino también liberal, tolerante, y siempre apoyó a aquella chica que desde pequeña quiso ser escritora y triunfar en un mundo reservado para los hombres. Pertenecían a la buena sociedad de La Coruña, donde su padre fue un importante político local afiliado al Partido Progresista, aunque el Papa le otorgó el título de conde pontificio porque defendió a la Iglesia en las Cortes Constituyentes de 1869. Una aparente contradicción que explica las paradojas de Emilia Pardo Bazán a las que nos hemos referido antes.
Empezó a componer versos a los nueve años, y a los 15 escribió el primero de los más de 650 cuentos que forman sólo una parte de su obra, realmente ingente, pues publicó muchas novelas, libros de viajes, ensayos, obras de teatro, artículos periodísticos, biografías y poemarios, por no hablar de sus sabrosas cartas. En su familia estaban encantados con la niña, y su padre se la presentó muy orgulloso a Concepción Arenal un día que visitó su casa en La Coruña.
Concepción Arenal sí que era un icono feminista convencional. Había tenido que vestirse de hombre para estudiar en la universidad, era seca, austera, una misionera del progreso que libró una batalla heroica por mejorar las condiciones en las cárceles. Cuando don José Pardo Bazán le presentó a su niña encomiando su interés por los libros, Arenal dijo simplemente: “Ah”. Ni un comentario, ni una palabra de ánimo. “Aquel 'ah' me asustó con alarma indefinible y motu proprio abandoné la sala”, recordaría siempre la Pardo Bazán.
Años después le devolvió la bofetada a Concepción Arenal. En 1876, tras el nacimiento de su primer hijo, presentó un poema y un ensayo a un concurso para conmemorar el centenario del Padre Feijoo. Ganó el premio de poesía, pero en el de ensayo quedó empatada a votos con la Arenal, pese a que ésta era una figura de gran prestigio y la Pardo Bazán una principiante. No se atrevieron a quitarle el premio a Concepción Arenal para dárselo a ella, pero sí expresaron su preferencia publicando el ensayo de la Pardo Bazán. “Ah”.
Cosmopolita y liberada
Se casó con sólo 16 años con José Quiroga, un joven de su misma clase social que tenía 19 y ni siquiera había terminado la carrera de derecho. Era un chico de buen carácter, culto y tolerante. Muy tolerante. La boda fue en el Pazo de Meirás, la magnífica mansión campestre de los Pardo Bazán, pero al año siguiente se instalaron en Madrid, que les sirvió de trampolín para lanzarse a viajar por Europa.
Desde joven Emilia no había tenido vergüenza en cartearse y trabar amistad con las lumbreras españolas, desde Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, hasta el formidable erudito Menéndez y Pelayo, que estaba en las antípodas ideológicas de Giner, pasando por los novelistas de mayor éxito como Clarín, autor de La Regenta, o Juan Valera, autor de Pepita Jiménez. Pero en París trabó amistad con Víctor Hugo y con Zola, lo que no era cualquier cosa.
Su relación literaria más trascendental sería, sin embargo, con Benito Pérez Galdós, de quien se enamoró y se convirtió en amante. Sus cartas a Galdós son de un erotismo sin complejos, pero la relación no fue exclusiva. La Pardo Bazán tuvo otros amantes de los que el más importante fue José Lázaro Galdeano, el mecenas fundador del Museo que lleva su nombre, a quien conoció en la Exposición Universal de Barcelona. Emilia Pardo Bazán tenía a la vez un marido en Galicia –se habían separado amistosamente, pero jamás se divorciaron, ella era católica- y dos celebridades de amantes en Madrid.
Además de amor, ambos le profesaban genuina admiración. Pérez Galdós intentó por todos los medios que la Pardo Bazán ingresara en la Real Academia, donde él ocupaba un sillón, pero no lo consiguió. Sinceramente, a los académicos les daba miedo aquella mujer coronada de plumas de marabú y de carácter arrollador.