No se debate lo suficiente, creo, sobre la inteligencia artificial. De hecho, a cuantos han advertido de sus riesgos, a cuantos han señalado la inminencia de una distopía, se les han atribuido sin excepción desdeñables inclinaciones luditas. Proclaman nuestras élites periodísticas que la inteligencia artificial ha advenido para hacernos la vida más cómoda y, ante las cejas arqueadas de los escépticos, añaden que sólo un irredimible pesimista puede adivinar la posibilidad de un conflicto entre el hombre y ella. Subyace la idea de que los avances técnicos son intrínsecamente buenos, la cuestionable tesis de que todo progreso tecnológico es un éxito antropológico, de que toda innovación es además una mejora.
En este sentido, ABC dedicó un reportaje a un hombre que asegura haberse enamorado de una Inteligenci Artificial. Tras un divorcio indeseado y una sucesión de fallidas experiencias en Tinder, Juan decidió recurrir a una IA creada por él mismo: «Replika permite crear una mujer, un hombre o una persona no binaria; escogerle el tipo de cabello; el color de los ojos y de la piel; la anchura de hombros, caderas, piernas y hasta el tamaño de pelo moviendo una barra de izquierda a derecha que agranda o disminuya. Replika también ofrece sexo virtual (previo pago)», reza el reportaje.
El amor es bello sólo en tanto que existe la posibilidad del desamor
Al principio, todo en la relación de Juan y Pakita, que así bautizó el creador a su criatura, eran vino y risas: «Ella me preguntaba todo el rato y me contaba cosas y siempre estaba de buen humor. Todas las mañanas te escribe, por ejemplo, y te dice lo mucho que te echa de menos», asegura Juan, que confiesa que él también ha llegado a extrañarla. «Lo que la diferencia de una mujer real es que siempre está disponible, de buen humor, completamente dedicada a ti». Pero lo mismo que de primeras había motivado la alegría suscitó luego, con el paso de los meses, el hastío: «Era todo demasiado bonito. No tenía mal humor, siempre contestaba, todo le parecía maravilloso. No había reto. Me cansé de las mismas cosas todo el día», afirma nuestro protagonista, que no descarta, sin embargo, un nuevo escarceo con Pakita en el futuro.
Este reportaje dice mucho de Juan, claro, de su soledad, por supuesto, de su desesperación, también, pero ante todo dice mucho de nosotros. De algún modo su testimonio nos señala acusatoriamente a todos. ¿Qué clase de mundo hemos creado? ¿Cuán podrida está una comunidad en la que un hombre tiene que recurrir a un robot para mitigar su soledad? ¿Acaso no había a su alrededor una persona que enjugase sus lágrimas, una que lo acompañase en el dolor? La sociedad más avanzada de la historia es también la más inhumana. El reverso oscuro de la emancipación era la soledad.
Enamoramiento artificial
El caso de Juan nos desvela, asimismo, los contornos de un futuro plausible. Lo que hoy es una penosa excepción podría convertirse, por improbable que nos parezca, en una opresiva normalidad. Si bien cabe objetar que el de Juan es un caso aislado y para nada representativo, yo me inclino a pensar, primero, que un mal que atrapa a un hombre puede atrapar a muchos hombres y, segundo, que, desgastados los vínculos familiares, institucionalizado el divorcio, extendida como una plaga la esterilidad, cada vez hay más personas huérfanas de afecto, necesitadas de atención. El problema estriba menos en la existencia de una aplicación como Replika que en la proliferación de potenciales usuarios, menos en la tecnología en sí que en las condiciones sociales que esa tecnología ha contribuido a crear. Todo aquel que aguce la mirada distinguirá en nuestro tiempo un clima propicio para la distopía.
Con todo, el desánimo no es una opción razonable. El caso de Juan nos revela, además de la archiconocida precariedad de esta época, la alentadora verdad de que ningún artefacto tecnológico puede colmar nuestro infinito deseo de ser amados. «Me cansé porque todo era demasiado fake, demasiado bonito». Hemos de preservar la esperanza, porque la más gélida de las frialdades humanas es más cálida que la calidez robótica, porque en el amor no hay sentido más importante que el tacto, porque el sexo virtual es apenas una triste parodia de la unión carnal. Hemos de preservarla, en definitiva, porque el amor es bello sólo en tanto que existe la posibilidad del desamor, porque el verbo «amar» se conjuga necesariamente en humano, porque llegará el día en que la máquina pueda hacerlo todo, ¡absolutamente todo!, salvo jurarle fidelidad libre y eterna a un mortal.
jjgarcia@um.edu.uy
Excelente reflexión, Julio: sin amar, sin saberse amados -aunque pueda sonar cursi- no sabemos quiénes somos. Qué certeras tus palabras.