Javier Jimenez nunca se quita la pajarita, ni siquiera bajo un sol de cuarenta grados en la Feria del Libro de Madrid. Lector avezado, librero de corazón y fundador de Fórcola, una de las editoriales españolas independientes de mayor calidad y cuyo nombre muchos le atribuyen a él como apellido: Javier Fórcola. Incluso Fórcola, a secas. Melómano, lector voraz y editor de un gusto exquisito, en 2007 fundó un sello cuyo catálogo se destaca por su calidad y coherencia. En el catálogo de Fórcola tienen cabida desde los libros de ensayo relacionados con la cultura y sociedad, hasta la narrativa ensayística, libros de viaje o pequeñas joyas como las que componen su colección Singladuras, entre las que se encuentran Breve historia del marcapáginas, Breve tratado de la estupidez humana o Breve tratado sobre la felicidad.
Los libros que publica Fórcola son como los puentes: hermosos y duraderos, sólidos como una certeza. Están impresos en un papel exquisito y guardando un diseño hermoso. La fórcola que da nombre a su editorial es la parte más rara y hermosa de la góndola veneciana, hecha de madera dura, en la que el gondolero apoya el remo para maniobrar. Una auténtica fórcola se talla, de forma artesanal, sobre la curvatura natural del árbol; por eso, no hay dos fórcolas iguales. "La fórcola es todo un símbolo del trabajo artesano que pasa de abuelos a nietos; la «fórcola» y el oficio que le da sentido, el del gondolero, han permanecido como referente del trabajo manual bien hecho, y me ha inspirado en la creación de mi propio proyecto editorial", ha dejado claro el editor en la descripción que hace de la esencia de este sello. Así, Javier Jiménez contesta a algunas de las preguntas planteadas por Vozpópuli.
Tiene 25 años en el sector del libro, ya sea como editor, escritor y librero. ¿Qué lo empujó a crear Fórcola?
Comencé en el mundo de la letra impresa casi antes de nacer: mi abuelo paterno era cajista de imprenta. Mis primeros pasos profesionales los di como librero, recién licenciado, en aquella añorada cadena de librerías Crisol. Empecé a trabajar vendiendo libros y terminé siendo librero de corazón. Aprendí mucho de los buenos y, sobre todo, a escuchar a los lectores. Tras trabajar durante varios años en distintas editoriales, decidí que quería cumplir un sueño añorado durante tiempo: crear mi propio sello editorial… para editar lo que yo quisiese. El componente vocacional es determinante en esta decisión. Uno se hace editor como se hace astronauta: por convicción, por vocación, por un impulso irreprimible. Luego la vida y la experiencia te confirma (o no) en esa decisión y ese camino profesional. No todo el que quiere ser astronauta lo consigue, claro. Y no todos llegaron a la Luna. Ser editor no consiste solamente en publicar libros, eso lo hace cualquiera, incluso lo practican desaprensivos que cobran a incautos con ganas de ver sus escritos en papel de imprenta. Ser editor consiste en construir… un catálogo y defenderlo con honestidad.
Si pudiese describir su catálogo, ¿cuáles serían los elementos más destacados?
Creo que la clave está en la propia definición de «catálogo»: «Relación ordenada en la que se incluyen o describen de forma individual libros… que están relacionados entre sí». Un editor no solo tiene en cuenta el próximo libro que va a editar, sino los que ya ha editado y los que sueña o imagina editar en el futuro, estableciendo una relación, quizá aparentemente invisible, entre todos ellos. He conocido distintos tipos de editores: «cazadores», que solo tienen en mente su próxima pieza; «faraones», que están obsesionados con construir pirámides con sus libros en las mesas de novedades; y hasta editores que no han visto una liquidación de ventas en su vida; también alguno sin cultura y sin memoria, los peores. Construir un catálogo tiene cierta virtud arquitectónica, en la que debe primar, sobre todo, la coherencia: por la temática, pero no sólo. Nuestro catálogo es coherente, en ese sentido, no sólo porque priman ciertos temas o géneros –historia, biografías, viajes, música, ensayo–, sino porque buscamos la singularidad que hace único a ese libro en concreto, y le dota de su condición de «forcoliano». Los lectores ya reconocen e identifican nuestros libros. Ya he escuchado varias veces a algún lector mencionar los «forcolines». Además, no renuncio en ningún momento a la calidad –del papel, de la encuadernación– ni al diseño –las guardas de colores, las ilustraciones de cubierta o de interiores, nuestros ya famosos índices onomásticos–. Hacemos libros para que duren.
Sin entusiasmo, la lectura y la cultura, en general, no funcionan. El conocimiento comienza con el deslumbre, con el hechizo, con la admiración
Hace unos días, un escritor que es además autor, aseguró que los editores han claudicado a su labor prescriptora. ¿Está de acuerdo?
Tal y como entiendo yo la edición, un editor es un prescriptor nato. Su misión (porque de eso se trata, en términos orteguianos, la labor de un editor: una misión) no concluye tras publicar el libro y enviarlo a las librerías –distribuidor mediante–. Mi tarea desde entonces es transmitir las ganas de comprarlo y leerlo. El mismo entusiasmo (palabra un tanto denostada últimamente por la crítica hegeliana de izquierdas) con el que yo he trabajado para hacer realidad lo que en su momento fue el sueño compartido con el autor, es el entusiasmo que intento trasmitir a los posibles lectores del mismo. Sin entusiasmo, la lectura y la cultura, en general, no funcionan. El conocimiento comienza con el deslumbre, con el hechizo, con la admiración. Los que vivimos en este mundo variopinto de la cultura ni somos fabricantes ni formamos parte de una industria; sí, inventamos objetos materiales, que son susceptibles de ser manipulados por las mañas del marketing y del mercadeo, pero quien se quede con esto poco conoce el mundo del libro y la lectura.
Ese lenguaje es propio de los grandes grupos, de las cadenas… Más aquí, en este microcosmos bibliodiverso de los pequeños editores, pisamos un territorio un tanto distinto, más humano y cercano donde, como digo, el entusiasmo es un poderoso aliado. Moriré recomendando un libro, posiblemente uno que yo haya editado. Pero antes de que eso ocurra, déjeme que recomiende Flaubert y el viaje a Oriente, de Fernando Peña, que acabamos de publicar y que usted ya ha reseñado para este medio. El bicentenario del nacimiento de Gustave Flaubert es una buena ocasión para conocer mil detalles del que fue el último viaje romántico de la historia.
¿Hay una dictadura de los lectores, al menos en la ficción comercial?
La dictadura, para los que se sientan cómodos siendo tiranizados; pero, si hay alguna, es la dictadura de «la novedad», tan querida por los medios; la de «la presión por el ranking de ventas», propia del aparato comercial e industrial; la de «la inmediatez» y la «visibilidad», dioses paganos del mundo virtual. Sí, en el microcosmos de la «ficción comercial», la novedad de hoy compite a muerte con la novedad, no de ayer, sino de mañana. Pero hay otros «cosmos» más allá de la «ficción comercial», que parece reinar casi en exclusiva en los suplementos culturales españoles. Pero no todo es ficción en la edición española. Recordemos aquellas maravillosas reseñas de la premio nobel polaca, Wislawa Szymborska, que durante años dedicó su columna como crítica literaria a cientos de libros de diversas temáticas, desde tratados de jardinería a libros de memorias o biografías de personajes dispares. Existen otros reinos, más allá de la ficción, que conocemos bien los cientos de pequeños editores, que aportamos con nuestros catálogos una oferta cultural muy rica, plagada de otros carismas, desde el ensayo y la narrativa de viajes a las humanidades y la investigación científica.
En ese sentido, en Fórcola editamos libros con vocación de permanencia, que huyen de esa dictadura de la novedad y que forman parte de ese ecosistema, llamado catálogo, que se propone consolidar el fondo cualitativo de las librerías, aquel que las diferencia de otras. Nuestros libros aspiran a convertirse en clásicos, es decir, a que se sigan leyendo y recomendando pasando los años. Es una mirada por encima de la rabiosa actualidad, más allá de las listas de los más vendidos (y eso que nos encanta formar parte de ellas). La peor dictadura con la que debemos lidiar últimamente es la de la estupidez y la ignorancia, y nuestros libros tienen mucho de artillería ligera contra tanto bárbaro suelto. No son de usar y tirar, sino que tienen la aspiración de que regresemos a ellos. Esa es mi ambición como editor: que nuestros libros dejen huella en los lectores.
Sus ensayos breves están dando magníficos resultados entre los más leídos. ¿Alguna hipótesis sobre el éxito?
En estos tiempos donde reina lo hiperbreve, no renuncio a editar centones rotundos, tomazos llenos de sabiduría, de los que da la casualidad hemos vendido miles de ejemplares, como es el caso de los libros de Eduardo Martínez de Pisón, Javier Cacho o Ignacio Peyró. Y aún con todo, una de nuestras colecciones estrella es Singladuras, donde hemos publicado este Breve tratado sobre la estupidez humana, de Ricardo Moreno, que está barriendo en todas las listas de los más vendidos. ¿Fórmula? Quizá un cúmulo de casualidades: la brevedad, el tono de texto de combate, el momento histérico (sí, quizá también el histórico), y una buena recomendación de una famoso, que llegó, bien es cierto, cuando llevábamos cuatro ediciones vendidas. A los lectores no se les puede manipular tanto como creen los directores de marketing. A veces, se lee, se vende y permanece lo que merece la pena.
¿Dónde hay más sacrificio: en la editorial o la librería?
He sido librero durante muchos años, y sé lo duro de este noble oficio. Hay que luchar con muchos imponderables y la pandemia, el confinamiento y la crisis consecuente no lo ha puesto fácil para las librerías. No les han faltado apoyos, tanto de las editoriales como de las instituciones, y han contado con la complicidad de amigos, lectores y clientes. La realidad de los pequeños editores es muy distinta: con cada uno de nuestros libros, prototipos que han de defenderse por sí solos, corremos un riesgo total. Si el librero no vende el libro, lo devuelve. Si no vende éste, venderá otros. Para el pequeño editor, estos meses de tanta incertidumbre han tenido como resultado una triste y dura realidad: la de cientos de ejemplares que han regresado al almacén sin tener la mínima oportunidad de venderse… ni la tendrán posiblemente ya. No se puede decir más claro: en esto del libro, el que arriesga es siempre el editor.
¿Puede adelantarnos algo de la Feria del Libro de Madrid?
Solo puedo adelantar que está programada para septiembre y que aún hay muchas incertidumbres en el aire. Imagino que según vayan pasando las semanas se irán resolviendo. Lo que sí puedo garantizar son las enormes ganas que editores como yo, pequeños e independientes, tenemos de poder regresar a El Retiro para enseñar, contar nuestros libros… y venderlos. La Feria del Libro de Madrid es un balón de oxígeno para muchos de nosotros.
En Fórcola editamos libros con vocación de permanencia, que huyen de esa dictadura de la novedad y que forman parte de ese ecosistema, llamado catálogo
Usted es un melómano. ¿Verdi o Wagner?
Cuánto daño han hecho (y siguen haciendo) los nacionalismos. La rivalidad entre estos dos músicos es conocida y fue muy fomentada en su época, por razones extra-musicales, cuando los nacionalismos estaban a flor de piel (vaya, como ahora en España, pero parece que vamos con más de 40 años de retraso, entonces). Y si no, que se lo pregunten a los aficionados venecianos que pululaban por la Piazza San Marco a mediados de siglo XIX, en aquella apasionada rivalidad entre los clientes del Café Florián, nacionalistas italianos, verdianos hasta la médula (recuerden: en las calles y los teatros se gritaba «¡Viva V.E.R.D.I.!», acrónimo de «Viva Vittorio Emmanuel Re D’Italia»), y los del Café Quadri, austriacos y alemanes, wagnerianos a muerte. Melómano soy, pero no puedo elegir entre dos amores. Me permito el lujo de no elegir a uno contra otro o, mejor, de elegir a los dos, pues hay un momento para cada uno. De Verdi, Aida –ese viaje a la épica y la sensualidad de un Oriente mítico–. De Wagner, Los maestros cantores de Núremberg –verdaderamente un cuento renacentista de músicos y poetas–. Tengo más de una decena de versiones de cada una. Ambas fueron dirigidas por uno de mis directores preferidos, Herbert von Karajan. Precisamente sobre su magnífica –y menos conocida por el público general– labor como director de ópera, hemos publicado hace dos meses el hermoso libro de memorias del músico y pianista Leone Magiera, Karajan. Retrato inédito de un mito de la música, que da cuenta de los años en que fue uno de sus colaboradores más estrecho, todo un retrato de familia en la época dorada de la ópera de la segunda mitad de siglo XX, con figuras ya míticas como Mirella Freni, Luciano Pavarotti o el propio Karajan.
¿Cree que, también en esta legislatura, la cultura es percibida como algo inútil (Nuccio Ordine dixit)?
La cultura no debe ser útil, o no debe calibrarse por su utilidad, porque solamente ha de servirse a sí misma, es decir, a la persona, no al ciudadano votante. La cultura y el lenguaje sometidos al servicio y rendidos a la pleitesía del aparato político de turno: esa es la máxima aspiración de todas las ideologías y regímenes totalitarios, como estamos comprobando en España en los últimos años. Les recomiendo que lean LTI. La lengua del Tercer Reich, de Victor Kemplerer, un estremecedor libro que estudia la forma en que la propaganda nazi alteró el idioma alemán para inculcar a la gente las nuevas ideas políticas. ¿Les suena? Por desgracia, por estos lares, de la cultura –salvo honrosas excepciones– solo se acuerdan cuando les interesa o sirve a sus propósitos electoralistas; sigue siendo la gran olvidada de los debates, de los «proyectos de reconstrucción», de los «planes de crecimiento» –que tienen cierto humillo a aquellos otros «planes quinquenales», donde todo no dejaba de ser colorín, pingajo y hambre–.
No olvidemos que la «Cultura» (cajón desastre donde los haya, como el Ministerio en sí mismo, digo, por cajón, no por desastre, o sí, porque siempre «cojea» de su otra pata, el «Deporte») es objeto de capítulos diversos, aunque siempre escuetos, en los Presupuestos Generales del Estado y de las CCAA. Sí: una de las tradicionales reivindicaciones de los pequeños editores es la de que se aumente la dotación presupuestaria para la Ayuda a la edición de libros; otra, la de que aumente la Compra de libros para la red de bibliotecas públicas y las bibliotecas escolares. Aviso importante: Libros en papel, porque la aventura tecnológica está muy bien, pero no deja de ser eso, una aventura; en cambio, el papel ha demostrado durante siglos que es el soporte ideal para la lectura y el aprendizaje; por tanto, dejémosle unos siglos más de vida, porque sigue funcionando de maravilla, como la rueda y la cuchara. Una sociedad sin bibliotecas pierde cultura y tejido democráticos–. Sin cultura… sin libros… sin editoriales… sin librerías… sin bibliotecas… seremos peores, o, simplemente, perderemos la oportunidad de ser lo mejor de nosotros mismos, como país y como sociedad.
Ahora le hago la pregunta contraria: ¿se queja en exceso el mundo de la cultura?
La queja es excesiva… si no va acompañada de algo más, porque entonces, como simple queja, no sirve para mucho. Hay que trabajar duro y quejarse menos. Debemos dar lo mejor de nosotros mismos, como profesionales y como personas en sociedad. Y es tarea de los propios editores poner en valor un oficio que tiene mucho de artesano y que, en sí mismo, es un bien para una sociedad democrática. Quizá seamos una especie en extinción a proteger, como la libertad de expresión o la libertad de prensa. Desde Fórcola seguiré luchando por la excelencia, lo que implica también pagar bien a nuestros correctores y traductores, cumplir los acuerdos y contratos con agentes y autores, editar con el mejor papel y hermoso diseños, y publicar libros que merezcan la pena. No podemos esperar que los demás nos resuelvan la vida, debemos seguir luchando por hacer mejor lo mejor que sabemos hacer... aunque fracasemos en el empeño.
¿Un editor mítico para usted…?
Tito Pomponio Ático, el editor de Cicerón. En la antigua Roma no existías leyes de propiedad intelectual, y todo discurso que se ofrecía en el ágora pasaba inmediatamente a ser de dominio público, susceptible de ser publicada por cualquiera. Sin el editor Ático, que se empeñó en tener los mejores copistas y correctores, a los que mantenía y alimentaba bien en su propia casa, nunca hubiésemos tenido acceso a las mejores ediciones de los discursos y demás obras del sabio Cicerón. En ese espíritu, la historia nos ha regalado otros editores excelentes, larga es la lista.
Sobre Fórcola… ¿Sólo con un remo puede avanzar una embarcación?
El gondolero boga de pie sobre la góndola. Mantiene el equilibrio en toda la singladura y maniobra constantemente apoyando el remo, sobre cada curvatura de la forcola, situada a popa. Su oficio es un arte, que requiere pasión, destreza y vocación. Es un trabajo duro y solitario pero, a veces, se les oye hasta cantar. Así es la tarea de un pequeño editor: solitaria, esforzada, llena de pasión y cimentada en una profunda vocación. Y, a veces, también se nos oye cantar.