Jorge Buxadé ―abogado del Estado, vicepresidente de Acción Política de Vox y eurodiputado― no es un político al uso. Responde con desparpajo a las preguntas del entrevistador y, además, entre sus respuestas, se entrevé una finura intelectual a la que sus colegas nos tienen más que desacostumbrados. Acaba de publicar un ensayo ―otra pista de que es un político excéntrico, porque los corrientes sólo publican memorias― que se titula Soberanía. Por qué la nación es valiosa y merece la pena defenderla y que pretende reivindicar la vigencia del Estado nación en el mundo globalizado (Homo Legens). Vozpópuli pudo conversar con él sobre el libro.
Pregunta: ¿Soberanía es simplemente el desarrollo teórico de las tesis de Vox? ¿O el lector puede esperar algo distinto de él?
Respuesta: No es un manual político de Vox. Para nada. Es, más bien, el desarrollo teórico de algunas convicciones personales. Muchas de ellas coinciden, claro, con el programa de Vox, pero no todas.
P: Entonces, ¿hay alguna contradicción entre lo que usted defiende en el libro y lo que el partido reivindica en su programa?
R: Tomemos como ejemplo el Consejo de Estado. Vox nunca se ha pronunciado sobre él; no se lo menciona ni en las 100 medidas ni en la Agenda España. Yo, pese a todo, quizá por mi trayectoria profesional, le tengo mucho cariño: esta institución, nacida en 1526 con el nombre de Consejo del Príncipe, ejerció hace siglos como gran consejera real y debería ejercer ahora como apoyo del gobierno en la ejecución de las políticas nacionales. Desgraciadamente, ha degenerado en otra cosa, en una suerte de cementerio de elefantes. Digo esto para demostrar que Soberanía no pretende fundamentar teóricamente las tesis de Vox.
P: ¿Y qué pretende?
R: Durante la primera semana de arresto domiciliario, se me ocurrió la idea de ordenar todo lo que había escrito hasta entonces. Y, mientras lo ordenaba, vi que cabía la posibilidad de publicar un libro pedagógico, didáctico, útil para la gente joven.
P: Útil, ¿en qué sentido?
R: Útil para transmitir lo que yo vivo en el Parlamento Europeo todas las semanas: eso que hemos venido a denominar globalismo y que es algo real, una presencia cierta en toda la política europea. A ese proyecto mundial de homogeneización yo le opongo una reivindicación de los Estados nación como protagonistas de la comunidad internacional.
P: ¿Qué es la soberanía?
R: Es una forma de poder característica de los Estados nación. Supone una personalización de la comunidad política hacia fuera, como sujeto internacional que es el Estado, y hacia dentro, como comunidad dotada de una capacidad de autoorganización que no admite intromisiones de terceros Estados, o de organizaciones internacionales, o de ―mucho menos― gigantes tecnológicos. La forma más fácil que tengo de explicarlo es la siguiente: igual que la patria potestad es esa forma característica por la que los padres ejercen el poder en su familia, la soberanía es esa forma de poder que se ejerce en el Estado nación moderno.
P: Y que hoy, se entiende, está siendo erosionada por el globalismo. Pero también porque el propio Estado nación así lo ha querido.
R: Es verdad que, tras la II Guerra Mundial, son los Estados nación los que promueven la creación de las organizaciones internacionales, un monstruo que, según creo, se les ha ido de las manos. También es verdad que algunos están encantados con el engendro y con la renuncia a la soberanía nacional que éste conlleva. No obstante, yo soy de los que piensan que, como a la dignidad de la persona, como a la patria potestad, no se puede renunciar a la soberanía. Que un determinado gobierno haya claudicado no significa que la nación deba perseverar en su error. Urge que los ciudadanos den su apoyo a un partido político que decida recuperar esa soberanía.
En tiempos de Pujol, los nacionalistas decían: "Hay que construir una nación". Si hay que construirla, ¡es que no existe!
P: ¿La soberanía, pues, no puede atentar contra sí misma?
R: Yo defiendo una idea ―quizá radical, no lo sé― que versiona ese lema de "España es irrevocable": la soberanía es irrevocable.
P: Pero eso implica aceptar, por ende, que es limitada.
R: Es que la soberanía está limitada. Lo explico en el libro. Está limitada por la ley natural, por las costumbres de una nación… ¡y también por el imperativo de no atentar contra sí misma! Un parlamento no puede adoptar cualquier decisión sobre cualquier materia. De hecho, su actividad ha de estar orientada al bien común.
P: ¿En qué consiste el bien común?
R: Qué pregunta tan complicada. Y más para alguien que, como yo, no es filósofo. Lo que sí le puedo decir es que aprendí hace tiempo que debe distinguirse entre el bien individual y el bien común. El primero es menos importante y debe estar, por tanto, supeditado al segundo. Uno de los grandes problemas de nuestra época es que ha sustituido el concepto de bien común por el de interés general, que es algo así como la suma de varios intereses individuales. Se trata de una perversión. El bien común es totalmente distinto. El bien común de la familia, por ejemplo, coincidirá en ocasiones con el bien individual del padre, o con el bien individual de la madre, o con el bien individual de los niños, o con la suma de todos ellos, pero no cabe identificarlo. Es difícil de explicar en abstracto, pero fácil dirimirlo en lo concreto. En una situación determinada, todos intuimos cuál es el bien de la comunidad (¡que casi siempre implica el sacrificio de alguna de sus partes!).
P: Muchas veces tenemos más claro lo que no es que lo que es.
R: Hay algunos temas en los que el bien común concreto se percibe casi intuitivamente: el de la interconexión de todas las cuencas hidrográficas, por ejemplo, que permitiría que el agua fluyera por todo el territorio nacional. Lógicamente, tal interconexión supondría el sacrificio de los intereses de algunas regiones, pero es que el bien común está por encima de esos bienes individuales. He aquí la idea.
P: En un plano más general, ¿el bien común pasa hoy por reivindicar la nación frente al globalismo?
R: Podría expresarse así. El globalismo es fundamentalmente jurídico y artificial, mientras que la nación es política y natural. Dedico varios capítulos del libro a explicar qué es España: un conglomerado histórico, el resultado de muchas victorias y muchas derrotas y, en consecuencia, una realidad natural. Por el contrario, la Unión Europea es un ente artificial que nace de un acuerdo jurídico, de un tratado.
P: Es una gran diferencia, sí.
R: En Bruselas se habla mucho de crear la nación europea. Pero las naciones no se crean: o existen, o no existen. Yo lo he vivido en Cataluña. Originariamente, en tiempos de Pujol, los nacionalistas decían: "Hay que construir una nación". Si hay que construirla, ¡es que no existe!
P: Aprovechando que menciona un problema nacional, le voy a preguntar por España, nuestra patria. Aquí la soberanía no está amenazada sólo por factores externos ―el globalismo―, sino también por factores internos.
R: Sin duda. Por desgracia, España lleva siglos autoflagelándose, preguntándose a sí misma qué es, inmersa en una permanente autorrevisión. Ese cuestionamiento propio, unido a los separatismos, que pretenden la ruptura de la nación, está socavando la idea de soberanía. Por cierto… Mientras yo escribía Soberanía, Sánchez se sacó de su chistera el término de "cogobernanza", que no es sino una ruptura de la soberanía.
P: ¿Por qué?
R: Porque sugiere que España no es una comunidad nacional y que, por tanto, no hay un único poder, sino que estamos divididos en diecisiete comunidades que, si bien deben coordinar mal que bien sus acciones, pueden obrar autónomamente. Esa idea erosiona la convicción de que somos una comunidad, una que luego, claro, habrá de dotarse de las instituciones adecuadas para una mejor gestión del día a día, para garantizar la propiedad de las familias y de las empresas… Pero una.
P: Instituciones que, a su vez, limitan el poder del soberano.
R: Efectivamente. No conviene subestimar el papel de contrapeso que ejercen las instituciones. Y no me refiero sólo al poder ejecutivo, al poder legislativo y al poder judicial, sino también a instituciones históricas de nuestra nación que o bien han ido despareciendo con el paso del tiempo, o bien han sido sustituidas por otras: las cámaras de comercio, por ejemplo, que han sido reemplazadas por asociaciones de empresarios. No voy a declararme nostálgico, pero debemos luchar por recuperar esas instituciones que han formado parte de la historia de España.
Cuando hablo de soberanía, los del Partido Popular miran hacia otro lado, como avergonzados, y los izquierdistas me escupen a la cara
P: Hablando de nostalgia… Cuando uno lee Soberanía, tiene la sensación de que es un libro nostálgico, sí, pero también esperanzado.
R: Si al lector no le quedara esa sensación al leerlo, yo me habría equivocado en el planteamiento. Debemos estar esperanzados, porque hay muchos síntomas, signos casi evidentes, de una recuperación del sentido de las comunidades nacionales. Solemos recurrir al tan manido caso de Polonia y Hungría, pero es que esto también está ocurriendo en España. Hay un fortalecimiento de la idea de nación y un debilitamiento del consenso progre.
P: ¿Qué es el consenso progre?
R: ¡Requeriría otro libro! Tiene que ver con lo políticamente correcto, con la cultura de la cancelación, con los lobbies feministas, ecologistas, transexualistas… Si tuviera que definirlo, recurriría a la explicación del cardenal Sarah. El consenso progre es un pensamiento débil que se basa en el rechazo de lo heredado. Desprecia todo lo que hemos recibido de otros ―la familia, la nación, las características biológicas― y entroniza lo que cada cual elige individualmente. Frente a ese consenso, qué necesario es disentir: reivindicar lo que es propio de uno mismo, reivindicar la tradición, reivindicar las instituciones históricas.
P: ¿Autodeterminación contra arraigo?
R: Podría ser.
P: ¿Por qué leer Soberanía?
R: Pues, precisamente, porque el consenso progre rechaza el concepto de soberanía. Porque cuando yo hablo de ella, los del Partido Popular miran hacia otro lado, como avergonzados, y los izquierdistas me escupen a la cara. Sólo por eso, ya es necesario leer Soberanía. Igual que habrá que escribir un libro sobre la familia y otro sobre la trascendencia.
P: ¿Quiere explotar esa faceta de escritor?
R: (Ríe) No, no. Al menos, ¡hasta el siguiente arresto domiciliario! Hay que tener tiempo para escribir; uno no puede hacerlo apresuradamente. Quizá publique alguna obra en el futuro, pero ahora toca disfrutar de ésta y procurar que la lea mucha gente.