La escritora Rosa Montero ha vuelto del siglo XXII. Ha dejado aparcada a su replicante, la detective Bruna Husky, esa androide a la que ha dedicado una saga y que protagonizó su anterior novela, El peso del corazón. El futuro queda muy lejos, pensaría. Acaso por ese motivo Montero ha cogido sus bártulos y se ha mudado al presente, ese tiempo en el que las cosas caducan; se pudren y agusanan; ese lugar donde deseo e incendio son, al mismo tiempo, verbena y crematorio, gozo y purgatorio. Ese es el territorio de La carne, su más reciente novela publicada por Alfaguara.
Montero narra la vida de Soledad Alegre, una exitosa comisaria de exposiciones que el día de su 60 cumpleaños decide contratar a un gigoló rumano, para que la acompañe a la ópera
En La carne, Rosa Montero narra la vida de Soledad Alegre, una exitosa comisaria de exposiciones que el día de su 60 cumpleaños decide contratar a un gigoló rumano para que la acompañe a la ópera y darle así celos a un ex amante. Soledad no quiere sentirse vieja, no quiere sentirse como su nombre, no quiere querer, ni esperar a que la quieran de vuelta. Así, lo que comienza como un navajazo sentimental contra un ex, lo que ha de ser sólo una transacción, desemboca en una carnicería sentimental, una que ya estaba ahí, olvidada, en esa vida oculta que irá emulsionando.
Culta y dueña de sí misma, elegantísima y razonable, Soledad Alegre se descubre de pronto en un túnel donde deseo y miedo; vejez y juventud; razón y locura servirán para ir hacia el centro de sí misma y de los otros. La empuja no sólo la relación que entabla con Adam, el gigoló, sino también todo cuando se active en su vida a partir de ese momento. Mientras se descubre abonando horas de sexo y compañía, preguntándose si es aquello es o no una relación, Soledad prepara una muestra en la Biblioteca Nacional sobre "escritores malditos". Los elegirá, documentará y engarzará en su vida; firmamento trágico de la noche en que adentra. Se despliega así ante el lector un catálogo de seres brillantes y abandonados, criaturas periféricas. Hombres y mujeres ignorados, no queridos: el Gustav von Aschenbach de Thomas Mann en Muerte en Venecia; la escritora María de la O Legárraja, que se borra a sí misma y termina en un manicomio o un Guy de Maupassant que intenta degollarse con una pluma estilográgica.
Algo bulle, crepita. Carne lista para el asador, para arder en el deseo y su reverso. La locura y el asilamiento comienzan a imponerse, se reactivan desde el pasado de Soledad Alegre. Una vida rasurada de los afectos que el lector descubre de a poco, mientras se le cae el corazón a trozos sobre el libro abierto. "El fracaso del amor desata el apocalipsis", escribe Rosa Montero. Sí, eso dice la periodista y escritora. Eso defiende en las páginas de La carne, una novela en la que todo desemboca no en el amor o el deseo, sino en su ausencia. El alma como una piel maltratada sobre la que Rosa Montero abre el grifo de la locura para lavar los muñones por los que se reconocen entre sí los seres no queridos. Hay en esta historia algo de bovarismo, acaso uno corregido y compasivo, el gesto final que Rosa Montero le concede a sus personajes para que puedan regresar del infierno.
No dirá que sí a todas estas cosas Rosa Montero. A algunas, quizá. Por ejemplo aquello de la redención; eso sí. Porque la escritura corrige la vida
Sobre estos asutos, no dirá que sí a todas estas cosas Rosa Montero. A algunas, quizá. Por ejemplo aquello de la redención; eso sí. Porque la escritura corrige la vida. Sí, eso sí. Sentada en un despacho de su editorial, con un vestido de paño azul que la aniña y deja ver ese hilo de pájaros tatuados que van de la muñeca al cuello, Rosa Montero ríe y al mismo tiempo se resiste; escucha e interrumpe. A la pregunta sobre qué La carne, si una novela sobre la locura o el deseo, ella responde tajante, que se trata de una historia sobre “el sentido de la vida”, sobre la capacidad para sobreponerse de la demolición. "Todas mis novelas son novelas de supervivientes", dice mientras su rostro eclipsa entre la total seriedad y el escándalo de una risa carnívora, llena de pura lengua y dientes que suenan de solo verlos. “Estoy convencida de que la escritura salva. Los novelistas tenemos una conciencia muy aguda de que escribir nos salva de la locura y de la disolución, de lo contrario nos descoseríamos y nos haríamos pedazos”.
Así habla Rosa Montero esta mañana: sin parar de moverse. Se comporta como esa versión de ficción de sí misma que ha metido en La Carne y a la que su elegante protagonista, Soledad, somete a un examen sin piedad; eso por no decir que la pone a parir: por su forma de vestir, por sus tatuajes, por el modo complicado en que hace las cosas. Por esa forma tan suya de ser Peter Pan, de (aparentemente) no crecer jamás. Y de ahí viene el siguiente acertijo: el tiempo, la vejez, la caducidad; otra vez ese tema que entra y sale de La carne, la suya y la nuestra; la de estas páginas. La vejez, la vejez, la vejez ¿Y qué más da, no está acaso sobrevalorada la juventud? "Al contrario. Es todo lo que tenemos. Cuando somos jóvenes venimos al mundo con años, un capital que vamos perdiendo cada día. Yo no añoro el futuro, ni ser la que fui. Añoro tener los años, el capital para gastar de la juventud. Eso es lo que envidia Soledad a Adam y a otros personajes”. De eso va La Carne y, a veces, esta entrevista. De eso y bastantes temas más, incluyendo la risa carnívora.
"Yo no añoro el futuro, ni ser la que fui. Añoro tener los años, el capital para gastar de la juventud. Eso es lo que envidia Soledad a Adam y a otros personajes”
-El fracaso del amor, escribe usted, desata el apocalipsis. Y si se trata del amor propioya ni le cuento. ¿Es realmente esa derrota de los afectos lo que empuja a Soledad?
- Cuando crees que no te han querido lo suficiente, que es un agujero que arrastra Soledad desde la infancia y una de sus mayores carencias, no puedes ni siquiera quererte. A Adam, el gigoló, le ocurre algo parecido. Ella se lo dice: somos unos monstruos, por no haber sido queridos. Aquí el amor propio está completamente roto. Para poder amar, para poder sentir la dignidad mínima, tienes que amarte. Eso lo aporta el amor de los otros. Dependemos de sentirnos amados.
-La carne es una novela sobre el deseo, pero también sbre la historia oculta de Soledad, una vida en la que hay locura y periferia. ¿Buscó redimirla colocándola entre escritores, acercándola a la escritura?
-Estoy convencida de que la escritura salva. Los novelistas tenemos una conciencia muy aguda de que escribir nos salva de la locura y de la disolución, de lo contrario nos descoseríamos y nos haríamos pedazos. Con Soledad ocurre algo que, he notado, aplico con casi todos los personajes de mis novelas. Empiezan en una situación calamitosa: marginales, misántropos, odiándose a sí mismos, no sabiendo bien quiénes son, llenos culpa y rabia. Así comienzan, pero consigo dejarlos luego en una situación existencial mucho mejor. Hay una cierta redención y aceptación. Un reconocimiento de ellos mismos. En este caso también ocurre: dejo a Soledad en una situación mejor que cuando empieza la novela. Eso es posible, entre otras cosas, porque Soledad va a ser capaz de escribir. Una de sus frustraciones es no haber sido capaz de hacerlo. Y ella busca y consigue dar un relato de orden que serena la propia vida.
-Hay quienes afirman que esta es una de sus historias más personales. Lo personalen ese caso no sería que Rosa Montero contrató o no a un gigoló. ¿Qué sería o personal?
-No –corta tajante, buscando en la faja del libro la frase que el periodista ha citado. No la encuentra, no está-. No es una de mis novelas más personales.
-Permítame explicarlo. Hay una Rosa Montero de ficción que aparece en la novela y a la que Soledad vapulea, la llama desordenada, Peter Pan…
-(Rosa Montero vuelve a atajar la pregunta, como si cazara una mosca cojonera) Todas mis novelas son personales, porque me vuelco en todas. Suelo partir de personajes y mundos muy lejanos: historias protagonizadas por una cantante de boleros analfabeta; por un taxista no muy leído al que se le muere una mujer; por una prostituta de Sierra Leona; por una campesina sierva de la gleba que se traviste de guerrero y finalmente, Bruna, un androide del siglo XXII, que debo admitir que es la que más se parece a mí. Pero desde hace ya unos 8 años siento la necesidad de volver a escribir una historia que ocurra en Madrid, con unos personajes cercanos a mi edad real y en un mundo intelectual y artístico. Ese deseo siguió latiendo hasta que hace un par de años, un amigo mío, Berrocal, me contó la anécdota de una amiga suya que había pagado a un scort para dar celos a un ex amante en una cena. En ese momento dije: esa es la percha. Nada más. Creo que soy lo suficientemente mayor y madura literariamente para contar una historia cercana a mí sin que mi vida interfiera o sin hablar de mi propia vida.
"Un amigo mío, Berrocal, me contó la anécdota de una amiga suya que había pagado a un scort para dar celos a un ex amante en una cena. En ese momento dije: esa es la percha".
-Intentaré explicarme, nuevamente. En la página 180 de la novela, Soledad Alegre y una Rosa Montero de ficción quedan. En ese encuentro, Soledad juzga a esa versión de ficción de usted, la ausculta y hasta le recrimina que escriba de vidas ajenas.
-Me divirtió muchísimo escribir ese capítulo. Eso forma parte también de un juego que hago en mis novelas: vivimos en un mundo completamente borroso, porque la realidad y la ficción se funden. La realidad es un tejido vertiginoso que se puede romper en cualquier momento, por eso en todas mis novelas juego con esas fronteras entre la realidad y la ficción. En La loca de la casa hago un libro que parece una autobiografía pero es mentira; en El corazón del tártaro digo que hay un cuento de Borges que en realidad me he inventado yo. Y aquí vuelvo a hacer lo mismo.
-A eso se refiere mi pregunta, al el juicio que su personaje hace a su autora; la interpelación a quien vive y escribe.
-Me venía muy bien narrativamente esa discusión en la que Soledad le dice a esa Rosa Montero: ¿por qué te lo inventas? -Montero se refiere a las historias-. Eso le permite reflexionar sobre lo que es la ficción y le da pie a Soledad para completar su vida con la imaginación. Esa idea de que escribir permite vivir cosas o soportar las que ocurren.
-Pero la trata sin piedad, eso sí.
-Soledad es muy misógina. He odiado a ese tipo de mujer toda mi vida, pero con Soledad he llegado a entenderla y quererla; espero que el lector también. Claro, las cosas que dice Soledad de esa Rosa Montero las dice con muy mala leche, pero de alguna manera no le falta razón. Es verdad que soy caótica y un desastre ante esa Soledad tan pulida; que tengo unos tatuajes y soy como Peter Pan.
-La idea de que la escritura puede ser un arraigo para Soledad en ese río de miedo y deseo, es optimista y redentora. Pero, del otro lado, hay un catálogo de autores que se vacían en la demencia. ¿Con qué nos quedamos?
-Son escritores malditos, es verdad. Pero hay otros que no son malditos y que no se nombran. Ella está todo el rato mirándose con esos pero… al final hay vida.
-Usted reflexiona en el tipo de violencia cultural. Por ejemplo, cuando la Biblioteca Nacional decide cambiar el título de la exposición de "escritores malditos" a "excéntricos", para edulcorar.
-No escribes para enseñar nada, sino para aprender. Si quiero hacer un alegato estructurado y lógico lo hago en mis artículos y mis ensayos. Aquí es distinto, te tienes que dejar mecer por la novela. Por supuesto que hay algo que sale de lo que eres, pero no de manera articulada. Decía Julio Ramón Ribeyro que una novela madura exige la muerte del autor. El yo se tiene que borrar. Hay algo político debajo, claro, emanará de lo que soy yo, pero no escribo una novela para hacer un alegato… ni una reivindicación del sexo en la vejez. No es que yo haya querido escribir una novela del sexo a los 60 años, es lo más normal. Quise escribir una novel sobre el sexo. Y punto.
Rosa Montero comienza a toquetearlo todo. A sus manos llega un teléfono inteligente activado en función grabador. Pero ella, inquieta, intenta cubrirlo con la tapa de la funda. Corre quien entrevista ante el peligro de que el trasto pare y perder la grabación. Cuando Montero se da cuenta, estalla en una risa sabrosa. "¿Viste? Si soy como la que aparece en la novela, soy un desastre, no puedo dejar de tocarlo todo". La boca entera ríe, y ríe, y ríe. Y va dejándola caer, desinflarse. Una vez recuperada la calma, y comprobada la función grabador del teléfono, continúa la entrevista.
-¿No le parece que más que una novela sobre el sexo, La carne es una novela sobre la locura, sobre el extravío?
-Es una novela sobre el sentido de la vida y por lo tanto también sobre la locura.
-Sobre formas de violencia. La escritora María O Lejárraga, esta mujer escritora que en un momento dado comienza a firmar sus textos con el nombre de su marido…
-Sí, lo hizo y se borró, se borró completamente.
-A eso me refería con los otros tipos de violencia a los que alude en la novela, que provienen no sólo de las personas sino que existen culturalmente, y que las mujeres han sufrido más como creadoras.
-Sí, existen y como ese muchos. Pero también otros casos como el de Bombal, que son dos asesinas de hombres. Dos mujeres tremendas, que encima se van de rositas, porque no las condenan. Ese intento de asesinato de ambas es igual de condenable que la violencia de género. Es decir, que no te creas: hay violencia de todo tipo, por supuesto que mucho más contra la mujer y tengo otros libros donde eso también se refleja como en La ridícula idea de no volver a verte, pero … el mundo es complejo y muy gris. No es blanco y negro.
"Me he dado cuenta a posteriori de que todas mis novelas son de supervivientes. Durante muchos años creí y dije que yo escribía novelas de perdedores. Perono, son supervivientes"
-Ha dicho que no escribe para comprender sino para aprender. ¿Se escribe también acaso para corregir la vida? ¿La ficción corrige la realidad?
-Sí. Me he dado cuenta a posteriori de que todas mis novelas son de supervivientes. Durante muchos años creí y dije que yo escribía novelas de perdedores. Es un tópico y a su manera un lugar común que a novela del siglo XX es una novela de antihéroes y de perdedores; y yo también llegué a creer que escribía novelas de perdedores, hasta que en un acto público, hace unos años, mientras preparaba instrucciones paras salvar el mundo, me escuché decir esto: “esta es una novela de supervivencia como todas las mías”. No era consciente de eso, pero siempre escribo de gente machacada que pasa a través de una ordalía, la novela, que es una prueba muy difícil. Comienzan en condiciones nefastas y terminan esa travesía consiguiendo ganar. Una cosa sí que ocurre, esta es la única novela en la que no queda tan clara: para esa especie de redención, se van haciendo una parafamilia de monstruos.
-¿Se refiere al nivel de afecto extraño que desarrollan el scort, su entorno, Soledad?
-A lo largo de la historia, los personajes se constituyen como una familia de seres alternativos y marginales que la propia novela se encargada demostrar que son mucho más válidos que los personajes de poder que aparecen en el libro. Todo esto es inconsciente. Yo no he elegido contar eso. Lo hago una y otra vez. Por supuesto que hay algo redención allí. Quiero demostrarme a mí misma que, al final, hay luz y eso me salva. La luz es más fuerte que las sombras.
- A Soledad le angustia su edad. Ansía ser joven. Lo único que tienen quienes son jóvenes es la ilusión de que los años van a compensar lo que somos con lo que podríamos ser. En el fondo, la juventud está sobrevalorada.
-Al contrario. Cuando ya llegas a una edad valoras mucho más la juventud, en el sentido de su relación con el futuro. Ser joven en sí mismo es fantástico y maravilloso, pero es que tener futuro es fantástico y maravilloso, porque la vida es maravillosa. Es todo lo que tenemos Cuando somos jóvenes venimos al mundo con un capital que vamos perdiendo cada día. Venimos al mundo con años. Cuanto mayor eres, más añoras ese capital. Yo no añoro el futuro, ni ser la que fui. Añoro tener los años, ese futuro que contiene ese capital. Eso es lo que envidia Soledad a Adam y a otros personajes, porque ella se pregunta si en el tiempo que le resta no le queda más que el fracaso. Ella se pregunta: ¿tengo tiempo para hacer algo con mi vida, para poder rescatarme? Pues al final sí. Lo tiene, lo consigue. Sobrevive.