Y no solo eso. Por ser descendientes de hombres y mujeres que crean historias, acabamos en muchísimas ocasiones siendo protagonistas de relatos. Y aunque en el mejor de los casos decimos lo que pensamos, en el peor somos lo que mal contamos e incluso tergiversamos al emplear recursos innobles con señuelos y disfraces, cebos y un sinfín de añagazas.
Imaginemos, por ejemplo, que un amigo le explica a usted que a la catedral de Burgos ha entrado sin ninguna compañía una mujer, la cual, una vez en el interior del templo, se pone a imaginar los efectos terribles de la guerra y a cavilar sobre la ofensiva civil contra las tropas de ocupación de Napoleón. Es más, su amigo le revela entre estas y otras reflexiones que a la mujer le da de repente, qué maldita suerte, un infarto, cayendo fulminada al suelo. La pregunta obligada es: ¿cómo conoce su amigo lo que pensaba la mujer si ésta no iba con nadie, andaba sola y meditaba consigo misma?
Existen a lo largo de la Historia una larguísima multitud de ejemplos sobre farsas servidas en platos hermosos de palabras, farsas sobre las que el famoso Richard Dawkins opinó que la comunicación tiene por base el engaño. Equivocado Dawkins, o no, lo cierto es que abundan evidencias en las que un narrador -llámese periodista, historiador o político- (re) compone una historia tras desbaratar de manera intencionada las coordenadas básicas del espacio y del tiempo, llegando inclusive a afirmar cosas como éstas:
“Todo empieza el 12 de diciembre de 1937 cuando un avión japonés, probablemente por descuido, lanzó unas cuantas bombas sobre el Panay que patrullaba a lo largo del río Yangtsé. A bordo del navío norteamericano se hallaban providencialmente dos operadores de noticiarios, Norman Alley y Eric Mayell, que, sin grave peligro, pudieron filmar el insólito acontecimiento. Sus imágenes, rápidamente recuperadas por el Pentágono y luego montadas con habilidad y amenizadas con un comentario dramático, se convirtieron en El bombardeo del Panay, primera película de propaganda ferozmente antijaponesa”.
Quien firma esto no es en absoluto una persona ignorante. Al contrario, se trata de Ignacio Ramonet, autor del libro La golosina visual, de donde hemos extraído este párrafo. Pues bien, a Ramonet le ocurre lo que sucedió a su amigo: ¿cómo puede certificar que los pilotos del avión japonés lanzaron “por descuido” las bombas sobre el Panay?, ¿cómo es capaz de elaborar juicios de intenciones sin ninguna prueba empírica, y más cuando Ramonet no estaba al lado de los pilotos japoneses y, además, desconoce si éstos tenían órdenes militares de arrojar explosivos sobre el buque norteamericano?
Las mentiras, y las medias mentiras también, son siempre detectables, salvo para quien las necesita oír, consumir y usar. De cualquier modo, frente a esta forma torticera y torcida de construir narraciones, yo me quedo con la conversación entre Zhuang Zi y Hui Zi. Cuenta el estudioso en literatura china Pierre Ryckmans, alias Simon Leys, en un librito suyo titulado sobre La felicidad de los pececillos, cómo dos hombres andaban sobre el puente del río Hao y en un momento determinado Zhuang Zi le comentó a Hui Zi: “Mira cuán felices van los pececillos que se mueven ágiles y libres entre las aguas del río”. A lo que Hui Zi, que era maestro de lógica, responde a su discípulo sin ningún tipo de contemplaciones: “Si no eres un pez, ¿de dónde deduces que los peces son felices?”