El ocho de julio, Sidecars, el conocido grupo madrileño de pop-rock, actuó en el Wanda Metropolitano ante algunos miles de personas. Los propios integrantes de la banda concebían aquel concierto como uno de los más importantes de su carrera musical ―por la sede, primero, y por el aforo, después―, y lo cierto es que fue todo un éxito porque cumplió lo que cabe exigirle a un concierto: entusiasmó al notable número de personas concitadas hasta hacerles desear que el espectáculo se prolongase una, dos, tres horas más; las entusiasmó, como reza «Locos de atar», hasta hacerles perder la misma noción del tiempo. Y uno no dice lo del entusiasmo por decirlo, sino porque pudo palparlo tanto en los ademanes triunfales de los músicos como en la actitud de los asistentes, que escucharon las últimas canciones de pie, bailando, ajenos a las recomendaciones de los "expertos sanitarios" y a las inquisitivas miradas de los responsables de la seguridad del evento.
Lo suyo habría sido paladear las mieles del éxito y entregarse durante un tiempo a una cierta embriaguez de espíritu, pero los miembros de Sidecars no pudieron hacerlo porque al día siguiente actuaban en Villena. La simple imagen es irónica. Del Metropolitano, uno de los templos del fútbol español, el foro en el que todo músico desearía tocar, a Villena, un pueblo alicantino sobre el cual quien firma este artículo sólo podría decir que alberga una estación de tren ―"Villena Alta Velocidad" , se llama el engendro― en la que el AVE con destino a Alicante se detiene momentáneamente. Allí, en el pueblo que alberga la estación, al grupo de pop-rock le aguardaba una suerte bien distinta a la que le sonrió en el Metropolitano: una multitud de sillas vacías que parecían esbozar una mueca burlesca y un reducido grupo de personas apiñadas junto al escenario.
Como no estuve en el concierto de Villena, como no fui uno de esos pocos afortunados, no me habría enterado del fracaso ―sólo aparente, en realidad― si la propia banda no lo hubiera compartido en sus redes sociales: "En estos tiempos en los que en las redes sociales no se ven más que las mejores poses, sonrisas, rincones con filtros, recintos llenos y baños de masas, nos resulta honesto mostrar la realidad de nuestro oficio o, como mínimo, nuestra realidad tal y como es. Ayer en Villena no éramos muchos, y menos comparado con el concierto previo en el Metropolitano. Pero, al fin y al cabo, la mayor parte de nuestra carrera ha sido en aforos pequeños y conciertos con poquito público. Hoy os podemos decir que lo pasamos increíble y que disfrutamos igual o más, si cabe, que el día anterior", se leía en el desconcertante post.
Sidecars y la redención digital
La publicación es desconcertante, sí, por anómala, porque todos hemos asumido de algún modo que no cabe utilizar las redes sociales para exponernos a nosotros mismos, sino para exponer lo mejor de nosotros mismos. Las redes exacerban esa humanísima inclinación a compartir con los demás cuanto de nosotros creemos admirable y a reservar para nuestra intimidad cuanto sospechamos vergonzoso. Yo mismo, por no pontificar arrellanado en la comodidad del plural mayestático, evito publicar aquellas fotos que delatan mi chestertonismo corporal o aquellas otras que podrían hacer pensar (erróneamente, espero) a mis seguidores que estoy abocado a participar de algo de lo que participa Bruce Willis y que no es precisamente el talento teatral. Procuramos, en fin, ocultar nuestras miserias y proyectar nuestras bondades, soslayar nuestra precariedad y sobredimensionar nuestra suficiencia.
La vida semeja más la montaña rusa que vivió Sidecars aquel fin de semana que la luminosa monocromía que proyectamos en nuestras redes sociales
De ahí que celebremos la confesión de este grupo de música. Cuando todo son alardes, exhibicionismos encaminados a suscitar la admiración ―¡o la envidia!― del prójimo y mórbidas manifestaciones de confianza en uno mismo, parece lógico que terminemos agradeciendo que haya alguien dispuesto a compartir también sus magulladuras. La publicación de Sidecars, a priori tan intrascendente, redime las redes sociales y nos da a entender que hay otro modo ―uno mejor, más humano― de utilizarlas.
Más allá de la confesión pública, uno no puede estimar más oportuno que al baño de masas en el Metropolitano le siguiera un baño de realidad en Villena. Mientras escribo estas líneas, recuerdo que a los generales que desfilaban por Roma tras haber ganado una importante batalla les pisaba los talones un siervo cuya única función estribaba en repetir fatigosamente una frase de dos palabras: Memento mori, memento mori («recuerda que morirás»). Era un modo de recordarle al héroe de guerra que, pese a sus gestas, continuaba siendo sólo un hombre, hecho de la misma carne mortal, de la misma materia abocada a la descomposición, que los enemigos a quienes había vencido y que los amigos que lo divinizaban con sus elogios. ¿Y si aquel siervo tocapelotas se hubiera transfigurado en un puñado de butacas vacías?
Por otra parte, la vida semeja más el looping star, la montaña rusa que vivió Sidecars aquel fin de semana que la luminosa monocromía que proyectamos en nuestras redes sociales. A un éxito profesional le sucede un desengaño amoroso. A un artículo celebrado le sigue otro que pasa sin pena ni gloria, otro que los lectores se limitan a obviar por no malgastar saliva en criticarlo. La vida es una ininterrumpida sucesión de pequeños logros y de pequeños fracasos, y quizá el verdadero éxito radique en aprender a convivir con ambos impostores, que diría Kipling. Se trata de que los triunfos no nos embriaguen y de que las adversidades no nos desuelen; de recordar que polvo somos y al polvo volveremos cuando nos sonría la fortuna y que estamos hechos a imagen de Dios cuando nos aguijonee el fracaso. Suena difícil, sí, pero los miembros de Sidecars parecen haberlo logrado.