Cultura

“Fue inhumano”, “fue un desmadre”, “fue un infierno”...

En las semanas posteriores a los tres macrofestivales autorizados por la Generalitat de Catalunya, el debate público se ha centrado en si fue una imprudencia celebrar esos eventos en plena

  • Pulseras del Canet Rock con el lema "Covid free"

En las semanas posteriores a los tres macrofestivales autorizados por la Generalitat de Catalunya, el debate público se ha centrado en si fue una imprudencia celebrar esos eventos en plena quinta ola y en el posterior balance de contagios (2.279 contagios en los tres festivales, un 58'6% más de lo esperable, como publicó Vozpópuli). El doctor Argimon, máximo responsable de Salut, confesó a toro pasado que fue un error autorizarlos, pero los directores de los festivales insistieron en que había sido un éxito. El estudio y balance posterior del Departament de Salut presentó unas cifras preocupantes de contagios. Y entonces los festivales acusaron a las autoridades sanitarias, esas que hasta unas horas antes habían sido sus aliadas y valedoras, de haber publicado un informe sesgado, criminalizador y poco creíble.

Mientras, en silencio, el personal sanitario que trabajó esos días haciendo tests de antígenos, libraba otra guerra. Unos intentaban cobrar. Otros, que les dieran de alta en la Seguridad Social. Unos, que les firmasen un contrato conforme habían trabajado en los macrofestivales. Otros, que les abonasen los gastos acordados de quilometraje y peajes. Más de un mes después, los hay que no han recibido ni un euro. Pero, para algunos, lo peor ya no es el dinero. Lo peor es la experiencia vivida. Muchos han intentado olvidar lo ocurrido. Otros no pueden y necesitan explicarlo.

Este artículo se ha elaborado con los testimonios de tres auxiliares que trabajaron en Vida, Canet Rock y Cruïlla. No quieren dar su nombre por temor a represalias, pero existen listados con nombres y apellidos de decenas y decenas más que vivieron situaciones parecidas. También hay un grupo de WhatsApp que durante semanas ha centralizado las quejas de más de cien trabajadores sanitarios indignados con el trato recibido allí. Empecemos con el relato de la primera auxiliar. La llamaremos Macarena.

“Al llegar a casa me puse a llorar”

Macarena se levantó el día 1 de julio a las 4 de la madrugada para estar a las 5 en un punto de Barcelona donde la recogería otro auxiliar y viajarían en coche hasta Vilanova. La organización no había dispuesto autocares a esas horas, de modo que los trabajadores tenían que agruparse y viajar en el vehículo particular de quien tuviera. Macarena empezó su jornada a las seis de la mañana en el Vida. “Trabajé 17 horas: de seis de la mañana a 11 de la noche. En esas 17 horas, tuve 40 minutos para comer”, explica.

Entré en casa al borde de un ataque de ansiedad y me puse a llorar de toda la tensión", recuerda una enfermera

Ella detectó cuatro positivos el primer día del Vida. “Yo saqué pocos, pero nos dijeron que cada vez que sacásemos un positivo nos podríamos cambiar de bata”, explica, refiriéndose al atuendo que, junto con la pantalla de protección facial, componen el traje EPI anticontagios. “Empezaron a salir positivos y no habían comprado batas suficientes. Si tenía que ir al lavabo, la dejaba colgando y al volver me la ponía chorreando de sudor", describe.

Después de 17 horas “lidiando con gente que tenía toda la razón del mundo de estar enfadada por las horas que hicieron de cola con ese calor”, era la hora de volver a casa. “Pero el autobús que nos pusieron se retrasó una hora. Estaba parado en la carretera y no podía llegar. Yo al día siguiente entraba a trabajar a las ocho en mi ambulatorio. Llegué a las 23.40 a Barcelona con el tiempo justo de coger el último metro. Entré en casa al borde de un ataque de ansiedad y me puse a llorar de toda la tensión que había pasado. Lo que vivimos allí fue inhumano”, recuerda.

Tras su experiencia en el primer día en el Vida, Macarena decidió no ir a hacer tests a más festivales, pero una compañera le comentó que el segundo día no había sido tan catastrófico y reconsideró su decisión. “En el Cruïlla había un Sanytol rulando para desinfectarlo todo cada vez que sacabas un positivo, pero en el Vida… Yo limpiaba todo con desinfectante de manos. De esto, si pedías más, sí daban. Pero no sé si mis compañeros lo limpiaban todo porque no nos facilitaban papel, desinfectante ni nada”, informa. “En el ambulatorio donde trabajo, yo lo limpio todo cada vez que hago una prueba. Sea positiva o no. Pero, sobre todo, si es positiva. Aquí éramos una máquina. ‘Venga, más rápido, más rápido', nos decían. No te daba tiempo de poner la muestra en el casete y ya tenías a la siguiente persona sentada en la silla. ¡No te daba tiempo de desinfectar!”, estalla.

“No podía respirar ni quitarme los guantes"

Sonia (nombre también ficticio) fue a trabajar el sábado 3 de julio a Canet de Mar en el centro de cribaje instalado en el mismo pueblo en el que ese día acogía el festival Canet Rock. Fue en su coche y pagando el quilometraje y los peajes de su bolsillo. “Llevé mi contrato en mano para que me lo firmase el responsable, ya que no me lo habían firmado antes del evento. Pero nada mas llegar nos dijeron que nos pusiéramos los EPIs y empezó a entrar gente”, explica. Este es el festival que vivió ella: “Al principio entraban de uno en uno. Luego me pusieron dos y hasta tres sillas juntas con personas. No podía ni respirar. Ni quitarme los guantes. Tenía que decir a los del staff: ‘¡Para! ¡Necesito respirar! ¡Me mareo!’.

No le pude dar ni un kleenex a una persona que se había operado la nariz el día antes y estaba sangrando”, lamenta otra sanitaria

Cuando daba uno positivo, se le ponía en la silla de al lado y seguía entrando gente que se sentaba al lado del positivo porque no había ningún responsable que le dijera: ‘Mira, te tienes que ir a tu casa'”.
“Allí no había responsable, no había material, no había recursos, no había tiempo ni para beber agua. ¡No había ni agua!”, exclama Sonia. Lo que había se sobra eran las pulseritas con el identificativo ‘Canet Rock Covid Free' y el logo de la cerveza patrocinadora. “No le pude dar ni un kleenex a una persona que se había operado la nariz el día antes y estaba sangrando después de la prueba”, pone como ejemplo.

Ella detectó tres positivos y estuvo a punto de marcharse de allí seis o siete veces. En las 11 horas que trabajó, de nueve de la mañana a diez de la noche, nadie de la organización le dio un bocadillo. “Comí un bocata que me trajeron los familiares de una enfermera que estaban haciendo la cola para entrar al festival. Pensaba que un bocadillo o algo nos darían, pero no. Me había llevado arroz y pasta, pero no había tiempo para comer sentada tranquila. Solo tuve 20 minutos de descanso: diez para comer y otros diez después”.

También Sonia llegó devastada a su casa. “No podía ni cenar. Me temblaban las manos. Llevo 14 años trabajando en este sector. He estado en residencias, en hospitales, en casas particulares, y nunca había vivido nada así. ¡Y solo estuve un día!”. Su intención era trabajar la semana siguiente en el Cruïlla. Ella ya no pudo. A día de hoy no ha cobrado las 11 horas que trabajó en Canet. Ni las dietas. Ni los peajes. Ni el quilometraje.

“Hacíamos tests de cinco en cinco”

La tercera y portentosa auxiliar, de Tarragona, ha decidido llamarse Juana. Ella trabajó en los tres festivales. Los seis días. “El test de antígenos me lo tuve que hacer yo cada día, media hora antes de entrar a mi puesto, pero nunca vi a nadie que lo revisara”, explica. El tercer día en el Vida entró a trabajar a las 14.30 de la tarde. Tres horas después, le dijeron que hacían falta cuatro personas para ir urgentemente a Canet. Ella y su compañera, que tenía coche, serían dos de ellas. Otras dos, venían desde Reus, donde llevaban ocho horas haciendo tests. No habían ni comido. Les esperaban cien quilometros de carretera. A punto estuvieron de tener un accidente.

“Cuando llegamos a Canet, la cola daba tres vueltas. Las mesas y los boxes estaban por montar. Nadie nos decía dónde nos iban a ubicar, pero había tanta gente esperando que fuimos al final del polideportivo, donde había unas cajas con batas, rotuladores y tests, nos montamos las mesas nosotras, cogimos unos bancos del vestuario, sentamos a la gente y nos pusimos a hacer antígenos de cuatro en cuatro. Y de cinco en cinco. Sin distancia ninguna. No nos apareció ningún positivo. Acabamos a las 22.45 horas”. A la auxiliar conductora ya solo le faltaba ir a Mataró a dejar a una de las compañeras, llevar a Juana a Vilanova a por su coche y llegar a Reus.

Vamos a coger aquí lo que no hemos cogido en un año de pandemia". le decía a una compañera

Como todas las auxiliares consultadas para este reportaje, Juana también opina que en el Cruïlla todo funcionó mejor. “Lo de Vilanova era una nave de chapa con un calor de mil demonios y el aseo eran unos polyklin que usábamos tanto nosotras como los clientes. En Canet fue un desmadre: nada de ventilación en el polideportivo, sin distancia entre boxes… En el Cruïlla teníamos lavabos en condiciones, aire acondicionado, los boxes estaban más espaciados, había más distancia de seguridad…”. Pero tampoco fue impecable. “Según el protocolo de formación que nos dieron, en cada positivo que detectásemos había que parar la mesa, alzar la mano, comprobar el positivo, limpiar tu box con Sanytol, quitarte el EPI y ponerte otro. Yo saqué dos positivos y solo me cambié una vez”.

Juana lleva 16 años trabajando en el sector sanitario y explica con orgullo que su residencia ha esquivado el Covid durante toda la pandemia. “Hemos seguido un protocolo exhaustivo y hemos trabajado codo con codo”, reivindica. Por ello lamenta haberse metido en un trabajo “en el que deberían garantizar mi seguridad y no ha sido así. No me contagié, pero yo le decía a mi compañera: ‘Vamos a coger aquí lo que no hemos cogido en un año de pandemia'. Nunca he vivido una situación parecida”. “Hemos expuesto nuestra salud y la de nuestro entorno familiar”, remata.

El sábado 10 de julio por la noche, cuando terminó su jornada en el Cruïlla, Juana fue a despedirse de la persona que había quedado al mando de todo el operativo en aquel último día de festival. A su ‘ya nos veremos', la enfermera respondió con un macabro: “Sí, en la UCI de Vall d'Hebron".

“Tenemos miedo a denunciar”

Hay más declaraciones de sanitarios con historias igual de asombrosas. Un chico que asegura que nadie le hizo tests de antígenos antes de entrar a trabajar al Vida, una mujer que afirma que más de un mes después aún no aparecen en su vida laboral los días trabajados… “El protocolo era muy estricto: prohibido hacerse fotos y hablar con prensa. Y si nos preguntan, no sabemos nada. Eso nos lo repitió muchas veces, muchas”, recuerda Juana, refiriéndose a la máxima responsable de todo el tinglado. “Lo que viví fue un infierno. No se puede explicar con palabras. Y nos lo estamos comiendo solas. Porque tenemos miedo a denunciarlo”, confiesa Sonia.

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