Cultura

Dos películas tras el #MeToo: ‘Annette’ o el monstruoso ego masculino

Apuntaba Pablo Caldera en un artículo para CTXT que "el #MeToo también es un movimiento estético que altera el orden de lo sensible", como herramienta para "mirar al pasado" y

Apuntaba Pablo Caldera en un artículo para CTXT que "el #MeToo también es un movimiento estético que altera el orden de lo sensible", como herramienta para "mirar al pasado" y "activarlo o ensuciarlo o examinarlo críticamente", incidiendo —a mi parecer, con razón— en que buena parte de su despliegue tiene que ver con cuestiones estéticas y artísticas, y no sólo con una reformulación de lo moral. Pero yo respondería, y lo haría alejándome de lo que decía Caldera, que entonces el #MeToo no sería tanto un movimiento estético —de creación—, como él dice, sino un movimiento crítico, que modificaría sobre todo nuestra recepción, emitiendo juicios sobre artefactos ya presentes. Y con esta afirmación, distinta de la primera, ya no estaría tan de acuerdo.

El ejercicio que propongo, casi como diversión, es partir de dos películas muy recientes para pensar la estética tras el #MeToo: en la crítica de hoy, Annette, la última película de Leos Carax, con la que abrió el Festival de Cannes 2021; en la de la próxima semana, Una joven prometedora o Promising Young Woman, debut como directora de Emerald Fennell, película que ya trató Caldera en su artículo. No es mi intención pensar si la moral de una es más recta que la de la otra, ni condenar uno de los dos productos para hacerle una oda al otro, aunque supongo que mi preferencia estará más o menos clara al final de los dos textos; el objetivo es simplemente establecer una comparación entre dos modos de hacer que se inscriben claramente en una creación posterior al #MeToo de formas completamente distintas. Advertencia: destriparé toda la trama sin miramientos.

El abismo del ego masculino

Annette confronta al espectador, entre vaivenes formalistas y decorados de ensueño, al monstruo hipertrofiado del ego masculino, encarnado por el personaje de Henry McHenry que interpreta Adam Driver: su delirio toma la forma de una comedia musical, casi ópera rock, con canciones compuestas por el dúo Sparks. Lo que seguiremos cual montaña rusa a lo largo del metraje son sus frustraciones, caídas y miradas al abismo: los demás personajes aparecen como medios y no como fines o, en el peor de los casos, como objetos (u objetos de deseo); en ningún momento es esto más explícito que cuando se trata de Annette, la hija del protagonista con Ann, el personaje de Marion Cotillard (una exitosa cantante soprano de ópera en la cresta de la ola, en lo más alto de su carrera). Annette es representada durante la película a través de distintas marionetas, que van creciendo y cambiando de características físicas; la ilusión se rompe, claro, y al final consigue ser "una niña de verdad".

Henry no puede asumir que sea él quien tenga que sacrificarse, ocupar el rol que 'en otro momento' ocuparía su mujer, ni haberse 'domesticado'...

Todos los roles o posiciones que ocupa Henry sólo pueden entenderse en una taxonomía posterior al #MeToo. Así, su primera posición como cómico de stand-up aparentemente mordaz y cínico nos retrotrae inmediatamente a la larga cadena de acusaciones en Estados Unidos en el mundo de la comedia; la referencia más explícita al #MeToo sucede cuando Ann, volviendo a casa, antes de sentir que algo —aunque no sepa muy bien decir el qué— falla en su relación, sueña —mientras suceden unos incendios en California que el mundo privilegiado de los protagonistas decide ignorar completamente— que seis mujeres, entre las cuales está presente Angèle, denuncian a Henry por abusos, malos tratos, ataques de ira. La presencia de Angèle no es anodina: la cantante belga es la autora de la canción Balance ton quoi, en referencia al movimiento francés #BalanceTonPorc… equivalente en su país al #MeToo. Al final de la película, Henry, públicamente difamado, encarnará el arquetipo del productor que explota el talento de su propia hija, y con ello —en la producción— la figura central del abusador-explotador.

¿Cuál es la posición política y moral de la película? Exigir algo así sería excesivo. Digamos, más bien, que toda su construcción parte de unas cuantas premisas bien elaboradas, que juegan las unas con las otras para ofrecernos un viaje hasta el abismo del temor masculino a estar en inferioridad frente a su compañera mujer, a tener que sacrificar él la carrera y no ella, a ocupar una posición de sumisión, a no convertirse genuinamente en el “genio creativo”. El descenso a la locura de Henry se produce cuando él se convierte en el que cuida y empieza a languidecer ante la fama superior de su mujer. Y aquí nos encontramos con uno de los puntos fuertes en la representación de la película: en lugar de convertir a los hombres en una masa abstracta o representación grupal, trata de explorar los posibles mecanismos psicológicos que puedan llevar a la perversión, la violencia, la brutalidad o lo oscuro. No se habla de una maldad por naturaleza, sino del momento en el que la pérdida de aquello que siempre se ha previsto pertenecía a uno por derecho puede acarrear la destrucción completa de la mente del sujeto.

Traumas, castigos, expolios...

Henry no puede asumir que sea él quien tenga que sacrificarse, ocupar el rol que "en otro momento" ocuparía su mujer, ni asume el haberse "domesticado", como llega a decir en uno de sus monólogos, convirtiendo incluso las caricias o cosquillas en un signo capaz de provocar la muerte, aunque sea una muerte teatralizada. Algunos críticos han dicho de la película que no aclara lo suficiente los motivos o explicaciones psicológicas del personaje de Henry: esta crítica dice más de quien la enuncia que de la película en sí misma, pues relata sobre todo su incapacidad para ver cómo se baila entre las posiciones del dominado y del dominante. Ann muere en medio del mar, en un momento después representado en el cartel de la película, y se convierte en una especie de espíritu-sirena que jura atormentar a Henry el resto de sus días a través de su hija, Annette.

Estamos ante una lección moral perfecta para una estética heredera del #MeToo, plagada de referencias a los aspectos más turbios de la fama de Hollywood, casi como una versión pesadillesca del mundo cantarín de La La Land

La película prosigue con el derrumbamiento de todo aquello que para Henry era sólido: no solamente se muestra como un infeliz, sino que acaba revelándose que ni siquiera es el padre de su hija, fruto de una relación de su mujer con otro hombre, director de orquesta, antes de que estuvieran juntos, al cual él mata por celos. Annette se entiende mejor si se intenta comprender como un ataque sistemático a la estabilidad de la ambición masculina y la voluntad de siempre tener algo más implícita en el sueño americano de la gloria; sometido a una construcción social inaguantable, Henry acaba haciendo de verdugo con todo aquello que le rodea. Otro cine, sin los mismos presupuestos estéticos, habría explicado su comportamiento en base a un trauma o compromiso psicológico desvinculado de lo social: en este, como no se hacen esas referencias —y como lo único que apreciamos son monólogos de personajes cantarines—, todo es asumible e integrable por una lectura social de las cosas, y funciona en tanto que análisis de la imposibilidad del sujeto masculino clásico para tenerse en pie después de la era del #MeToo.

Es una película mucho más optimista que Una joven prometedora, como veremos en el texto posterior, porque postula que hay un modelo socialmente acabado, que ya no funciona ni funcionará más, y que esto es consecuencia de una atmósfera social relativamente presente… aunque, solo con su testimonio, en un momento de la película, se acepte —en tono claramente sardónico— la inocencia del protagonista, que afirma ante unos policías no haber matado a su mujer.

Todo en la película está vinculado o es fruto de la acción de Henry, pero la libertad auténtica y los mayores destellos de vida aparecen cuando algo sucede fuera de su control: es así en el sueño de Ann, cuando se imagina casi premonitoriamente esa escena tan típicamente #MeToo de la acusación; es así, sobre todo, cuando Annette se convierte en una humana de carne y hueso en medio de un vis a vis en la cárcel. La transformación de Annette sucede cuando deja de ser un objeto sometido a la voluntad de sus padres, sea la maldición impuesta y manejada por su madre muerta, sea el expolio y provecho económico que de ella extrae el padre: la película acaba con ella, que elige ni perdonar ni olvidar de forma explícita, da la espalda y decide vivir su propia vida. El castigo no es un castigo para todos, ni siquiera una venganza, sino la pura exposición de los hechos, de la verdad, de lo sucedido… y la autonomía que esa exposición puede dar a un cuerpo anteriormente sometido: una lección moral perfecta para una estética heredera del #MeToo, plagada de referencias a su contexto y a los aspectos más turbios de la fama de Hollywood, casi como una versión pesadillesca del mundo cantarín de La La Land. Aunque a veces peque de exceso, es fácil acabar admirando la ambición de la película de Carax, incluso cuando tropieza; es incisiva, cruel, artificiosa, hiperconstruida y espectacular.

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