Cultura

"La fiesta es para feos": crónica de una orgía entre periodistas por Hernán Migoya

Publicamos un lúbrico capítulo de 'Putas os quiero', el nuevo volumen de cuentos del polémico autor de 'Todas putas'

A Juan Soto Ivars

Lo nunca visto.

(De hecho nunca se vio, pero soy libre de imaginarlo).

¡Una orgía de escritores, damas y caballeros! Y en el Liceo, nada menos.

Recibí la invitación a última hora y desde luego me extrañó que me invitaran. Lo organizaba la sección cultural del diario El Mundo, que últimamente quería impresionar a la opinión pública con la originalidad de sus iniciativas y la iconoclastia de sus actividades. Y claro, ¿qué hay más original e iconoclasta —y por momentos irrealizable— que convocar una fiesta sexual entre autores literarios?

"Estimado Sr. Hernán Migoya:

Tenemos el placer de invitarle a nuestra I Orgía de Escritores Españoles que tendrá lugar en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona a las 21.00 horas del día 12 de Octubre de 20xx.

Sírvase venir solo, a no ser que su compañera/o/e sea escritor/a/e, con publicaciones acreditadas mediante ISBN.

PD. No hace falta que traiga condón".

Ojo, el convite me llegó por terceros, concretamente a través del escritor y periodista Juan Soto Ivars. Él se excusó al diario, diciendo que no podía asistir ahora que era padre y tenía que aparentar rectitud moral ante su pareja, pero me recomendó como sustituto y yo me apunté, claro.

Me sorprendió el lujazo que se gastaban: ¡el prestigioso Liceo de las Ramblas al servicio del sexo! En lo que a mí respecta, solo en una ocasión anterior había puesto el pie allí, para ver a Julio Iglesias en un concierto que dio. Un conciertazo, vaya que sí. Pero no era lo mismo, claro: ¡esta vez iba invitado!

Nada más llegar y hacer cola en el majestuoso vestíbulo me di cuenta de por qué habían elegido ese emplazamiento: el interior del edificio estaba muy mal ventilado y los efluvios erógenos a buen seguro cargarían el ambiente florentino con la atmósfera de vicio idónea para una buena bacanal. O eso o que algunos autores solo tremparían si miraban los rancios frescos del techo o se ponían en el lugar de algún héroe de opereta. Esculpida hacía más de un siglo, la Musa de la Música ponía el grito y la mano en el cielo, mientras nos observaba desde lo alto de la escalinata de mármol, agarrada a su lira como a una última esperanza, con un desdén avinagrado de pija viendo a los bárbaros planear su pillaje.

Tras entregar la invitación a la entrada, una guapa azafata nos regalaba un ejemplar de El Mundo de la fecha en curso, junto a un preservativo marca Durex de la variedad Superdelgado Ultrasensible, como la mayoría de aquellos juntaletras muertos de hambre. Luego esperábamos en cola frente al guardarropa. Independientemente de su género, la mayoría de los presentes empezó a hojear su diario por disimular el nerviosismo o aparentar que aquello del sexo a ellos ni fu ni fa. ¡Los escritores lo tienen todo superado! Pero varios alientos olían a cerrado y más de uno sudaba como un cerdo. Y no como un cerdo pervertido, sino como un cerdo a secas, de esos de los que se aprovecha todo. Por mi parte, hojear el diario me retrotrajo a mi juventud, hacía lustros que no tocaba un papel impreso.

Unas cabezas por delante divisé al periodista que veinte años atrás me había vendido a los medios, el que se había inventado que mi primer volumen de cuentos era una apología de la violación

Miré alrededor, a ver si distinguía alguna jaca interesante. Bueno, ya se sabe que casi ninguna escritora es atractiva y el pelotón del departamento masculino tampoco. Es como si Dios hubiera hecho al autor vocacional lo más insulso posible, para garantizar que se va a quedar solo toda la vida y así conferirle el entorno apropiado para desarrollar su técnica hasta el fondo. Si estos follaran, no escribirían, parecía pensar Dios.

Es que más claro el agua: si poseyéramos el don del magnetismo sexual, ¿para qué mierda íbamos a escribir?

Bueno, supongo que confundo la causa con el efecto, pero el desangelado saldo estético no cambia, por ahí va la cosa: cero armonía.

Y claro, a casi todas las tías que escriben da pena verlas desde la perspectiva anatómica. Pese a todo, confiaba en que el morbo de contemplar a esta follando con aquel o aquella me procuraría la libido necesaria para enrollarme con alguien. Y si no a mirar, como sin duda haría la mayoría.

Por ese lado no había temor.

Una docena de cabezas por delante de mí divisé al periodista que veinte años atrás me había vendido a los medios, el que se había inventado que mi primer volumen de cuentos era una apología de la violación. Era más feo que Picio, pero lo que me escamaba no era eso –¡nuestro sector abundaba en gansos como él! –, sino la razón de su presencia allí. Tuve que pensar dos veces antes de darme cuenta de que el tipo podía considerarse en puridad un escritor, puesto que llevaba publicados varios libros periodísticos. Así que había cierta justificación en que se le hubiera invitado a participar en la orgía, por más que un avechucho tan descangallado como él no fuera a gozar muchas oportunidades de meter el pito; dudaba que hubiera acudido con mayores expectativas que la de ofrecer testimonio de aquella fiesta en una de sus crónicas alimenticias.

Picio miró alrededor y, cuando sus ojos tropezaron con los míos, volvieron raudos por donde habían venido, como un mosquito revirtiendo la trayectoria de su vuelo al chocar con una nube de repelente. La última vez que habíamos coincidido fue en una fiesta organizada por el periodista Toni Iturbe en pleno Día del Libro, durante la que le exigí que se disculpara por haberme echado a los perros con sus artículos sensacionalistas. Se negó a ello y no le quedó otro remedio que escapar corriendo de la fiesta cuando vio que me abalanzaba sobre él con mi puño en alto.

Ahora me lo reencontraba aquí al muy baboso y podía ser una oportunidad tan buena como cualquier otra para llevar a cabo mi largo tiempo acariciado sueño de partirle la cara. Esa cara más fea que pegarle a un padre.

No, no, me reprimió la voz de la sensatez. Olvida los rencores, disfruta la reunión y haz amistades en la escena literaria local, que te conviene. Y folla, coño, que aquí se viene a follar.

Me mordí los labios y me reafirmé en la idea de pasarlo bien y enterrar tantos resentimientos por cuestiones que ya tenían dos décadas de antigüedad.

Volví a pensar, esta vez con mayor optimismo, en la presencia de aquel adefesio. No todos los periodistas eran tan horrorosos como él, al contrario: por lo general, la gente que se dedicaba profesionalmente al periodismo solía ser más atractiva que la que escribía literatura. Las mujeres, desde luego. No tenían en la mirada ese hueco de persona incompleta que tanto destrempa. Había verdaderas beldades ejerciendo de periodistas y una lógica detrás de esa realidad. Empezando por el hecho incontestable de que existen campos mediáticos como la televisión que agradecen la belleza incluso en una redactora, ya no digamos en una presentadora frente a una cámara. Pero principalmente cuento con mi propia hipótesis sobre el motivo de que las escritoras sean más feúchas que las periodistas: aceptemos como una evidencia demostrada por la experiencia de siglos que, a mayor compromiso intelectual, mayor descuido del aspecto estético personal; o incluso mayor deformación progresiva del alma que, a su vez, va retorciendo la apariencia externa. También influye que la gente fea se compromete más en la actividad del intelecto cuando su sex appeal no juega ningún papel relevante: la inanidad que despierta una fisonomía desagradable ayuda a que el dueño de esa fisonomía se vengue del mundo convirtiéndose en un pensador o un narrador de peso. O aparentando serlo. Solo habría que ver al último Planeta. Cada año más y más, parecía aquel un galardón concedido al tío más feo del año. (Por otro lado, al pueblo español le gusta en especial que triunfen los hombres feos, porque se siente identificado con ellos o le chifla compadecerlos… Pero esa es otra historia, como se suele decir).

Empero, la inclusión de periodistas significaba que la calidad física del ganado en la fiesta podía ser mayor de la que habría deducido de haberse limitado la convocatoria a literatas.

Las autoras me miraban con pánico, confundiendo el contenido de mis libros con el de mi modesta intimidad, cívica a más no poder

Delante del guardarropa, cada invitado se desnudaba del todo y entregaba sus prendas debidamente dobladas, con el calzoncillo o braga encima. A cambio, recibía del empleado o empleada un rombo de plástico numerado —el de la taquilla a la que confiarían su vestuario—, prendido a una tira de goma. Había que anudarse la goma en la muñeca o el tobillo, como en los clubes de intercambio de parejas.

Y así, como una congregación de sospechosos de novela de Agatha Christie pero encuerados, nos fuimos repartiendo por las dependencias, la gran escalinata hasta la planta superior, los salones, las galerías, los palcos, la platea del teatro o incluso el escenario.

Y para mi sorpresa, la mayor parte de la gente se puso enseguida a follar, sobre todo en el foyer (perdón, no he podido evitarlo, no lo volveré a hacer, con razón los editores serios no quieren saber nada de mí).

La que más atraía maromos era una veterana de la radio, Laura Sotana, que acababa de salir de un cáncer de mama y aun así seguía jamona. También se podía considerar escritora porque acababa de publicar un libro relatando su lucha a vida o muerte con la enfermedad. En ese momento se la estaban zumbando dos o tres señores calvos, viejas glorias del grupo Prosa que se notaba que le ponían prisa y le tenían ganas, junto al aderezo cárnico y lengüetazos lúbricos aportados por una o dos poetas menores que, en consonancia, ofrecían al gusto sus labios equivalentes: un complemento lésbico idóneo para rematar el aura de modernidad de la locutora progre. Siempre queda bien que te coma la tilde una poeta.

Me iba a adosar a la cincuentona, porque me excitaba de toda la vida, ya de cuando presentaba jovencita concursos en la tele: me ponía mucho desde antes de ponerse soberbia para hacernos creer que su éxito no se debía en parte a lo buena que estaba; pero, entre los revoloteos plúmbeos de michelines y machorras, me descubrió. Y su mirada de placer se convirtió en una de terror.

—¡Fuera de aquí, inmoral! —gritó adelantando una mano abierta.

Me había reconocido. Reculé avergonzado. "Bah, además le han quitado un pecho", pensé para consolarme, fingiendo que esa amputación no me ponía aún más cachondo. Cabizbajo, decidí aproximarme a la lumbre de otras fogatas orgiásticas.

En todas me rechazaron. Hasta en el Salón de los Espejos, que mira que yo allí ganaba enteros entre tanto reflejo de cuerpos amorfos.

Al parecer, era más conocido en el mundillo literario barcelonés de lo que creía. Las autoras me miraban con pánico, confundiendo el contenido de mis libros con el de mi modesta intimidad, cívica a más no poder. Y mi continente tampoco era tan desdeñable. Pues no: todas me rehuían en cuanto me oteaban, arrastrando consigo a sus folladores como perros atrapados por la picha, o directamente dándome la espalda. Y no para que las sodomizara, precisamente.

Cría fama y échate a dormir, decía el refrán.

El rechazo a mi presencia era unánime.

Bueno, al final me puse a pajearme, qué otra cosa iba a hacer. Me senté espatarrado en la primera fila del patio de butacas, con las piernas abiertas, cada una doblada sobre un posabrazos, y comencé a meneármela sin perder ojo de los puntos calientes sobre el escenario. Las únicas otras butacas que no habían sido reclamadas por el fornicio eran las pintadas en el techo: el artista que las había pintado, por cierto, se había quejado formalmente por no haber sido invitado al sarao. Siempre hay uno de esos.

Pero para lastimoso, mi desempeño allí. Yo que me las daba de follador y que trataba a mis colegas como vulgares pajilleros, resulta que la realidad me enrostraba lo contrario: el pajero era servidor.

Todos los demás se estaban poniendo morados. Al menos no era poeta —eso sí me hubiera deprimido: ¡antes poetiso!— o ya me imaginaba las palabras escogidas por la posteridad como verso compendioso de mi vida: "Mucho soneto, pero no la meto".

Inspirado, pues, por la visión en el foso de orquesta de varios trombones en pompa, mientras sus dueñas practicaban por el pitorro la felación de algún violín afinado y con sano juicio negaban cualquier gesto de simpatía al violón de turno que siempre quiere entrar en tromba, le di tanto a la zambomba que el asiento empezó a retemblar. 

No, espera, no era mi entusiasmo onanista el que provocaba aquel trémolo progresivo. Me levanté, momentáneamente histérico ante la posibilidad de que estuviéramos presenciando los prolegómenos de un terremoto.

Pero no, no se trataba de un sismo: de pronto, la pared de la izquierda reventó con un estruendo atronador, desplomándose con sus palcos y tabiques sobre el elemento humano. Luego, le siguió otra explosión de igual magnitud.

¡Todo estalló alrededor! Muchos de los presentes salimos despedidos y, revolcados por la onda expansiva, nos precipitamos bajo los escombros.

Ahí perdí la consciencia, convencido de que la había diñado.

Pero desperté.

Como si fuera un bañista nudista atrapado en un torbellino de olas solidificadas por un súbito cambio climático, buceé entre fragmentos rocosos de diferentes tamaños y logré emerger a la superficie. Piedras, yeso roto y maderos me rodeaban como pecios de un naufragio. Embarrancado en un entorno hecho añicos, a primera vista ¡milagrosamente! no había sufrido ninguna herida ni contusión de gravedad. Las articulaciones funcionaban, si bien adoloridas. Sangraba por todas partes, sin duda, pero alcé la mirada para evaluar los coletazos (literales) de la fiesta y no pude evitar estremecerme de asombro. Aquello era una hecatombe.

La mayor parte del Liceo se había venido abajo. Por descontado, nadie más que yo había quedado vivo, al menos entre los restos visibles: por doquier asomaban piernas, brazos, cabezas aplastadas, cuerpos blancos antaño privilegiados y ahora muertos, como animales despachados en un matadero sin orden ni concierto.

¿Qué había podido suceder? Aquello había sido un bombardeo, eso seguro. Y como los de antes. A base de obuses. Los rusos, sin duda, les va la tradición. O a lo mejor nuestros aliados, que querían ahorrarse tecnología y desertores.

A primera vista, era el único superviviente de aquella masacre.

Sin preocuparme de cubrirme o revisar mis heridas, empecé a saltar de laja a laja como un Mario Bros desvalijado, desplazándome casi a ciegas en la polvorienta atmósfera que había dejado aquella catástrofe y con la vaga referencia de la puerta de salida por toda orientación. Aunque ya no quedaba puerta que franquear: los dinteles habían caído y también la mayor parte de las paredes, el cielo saludándonos desde lo alto con una noche clara y dotada de cierta fosforescencia, tal vez por los estallidos de bombas.

Andia mentía como hablaba: un año después me conoció en persona en otro evento gremial y no solo negó haber escrito contra mí, sino que pretendió (vanamente) que me acostara con ella

Mientras avanzaba entre los restos de aquella demolición, me esforcé por comprobar si alguno de mis compañeros caídos aún agitaba algún miembro por pequeño que fuera, si lograba captar algún movimiento entre los invitados machacados por la masiva avalancha, los que estaban follando cuando el estrépito los sorprendió; o los que cascándosela habían cascado entre cascotes. No, todos parecían kaput.

Tal vez alguien había logrado seguir respirando bajo aquellas varias capas de paredes derrumbadas, siempre podía contemplarse esa posibilidad. Pero no era mi misión inmediata encontrar supervivientes, sino dar la voz de alarma y lograr ayuda para que un equipo de rescate comenzara a excavar lo antes posible.

Esa era mi voluntad sincera al dirigirme a la salida. Sin embargo, mis buenas intenciones quedaron abortadas en un instante, al pensar dos veces lo que allí se extendía frente a mí.

Básicamente, un paisaje de horror, un infierno cubista sembrado de cadáveres, muchos de ellos mis enemigos en vida, ahora solamente un amasijo de cuerpos desnudos y expuestos y muertos.

Se me puso dura como un garrote.

Así que en lugar de salir de aquel caos cuanto antes, me dediqué a rebuscar entre pedruscos las personalidades convocadas que más odiaba y que ahora se amontonaban desmadejadas como maniquíes anónimos.

Con la primera que me di de bruces, en la última hilera de butacas, fue con Sònia Maduixa, una señorona feminazi de las que cumplen a rajatabla el más feo estereotipo del activismo militante: agria, amargada y con un sempiterno rictus de indignación. Así había palmado también, con cara de inquisidora. Sentado a su lado, su pobre marido, que no la dejaba ni a sol ni a sombra, la había dejado por fin a dos metros, separados por una araña de cristal que había caído entrambos. No habían follado, claro, ni siquiera entre ellos, eran demasiado puritanos: se limitaban a mirar, cogidos de la manita. Ella había quedado como nunca se hubiese imaginado en sus peores pesadillas sobre un futuro totalitarismo patriarcal: separada de piernas, ofreciendo su panocha rubia a cualquier espectador, como aquellas mercenarias de su carne que ella tanto detestaba. Paradójico que una criticona del putiferio se regalara así en su estertor: mujer de conducta airada y conducto aireado.

Me acoplé a la fondona y se la metí a fondo. La mera materialización de mi revancha me enardeció y me corrí sin esfuerzo bien adentro. Luego me cabreé conmigo mismo: ¡tenía que durar duro, que en esta orgía de escritores difuntos había muchos con los que resarcirme!

Poco más allá, detrás del escenario hundido y a pie de tramoya, me topé con Andia Gurrutxaga, la zarrapastrosa escritora que me había criticado por ser oriundo de una ciudad de la que también procedía un alcalde célebre por sus acosos sexuales. Andia mentía como hablaba: un año después me conoció en persona en otro evento gremial y no solo negó haber escrito contra mí, sino que pretendió (vanamente) que esa noche me acostara con ella. Le había caído en gracia, motivo suficiente para olvidar que un año antes me había acusado de émulo de mi paisano más infame…

Ahora yacía boca arriba con sus grasas desparramadas y su pelo aún más sucio de lo normal, y con un premio Cervantes viejales engastado en sus ingles, panorama poco edificante para el estímulo voluptuoso. Pese a ello, mi polla seguía tiesa, así que retiré al momio y me tiré de de plancha sobre la autora. Su cadáver me recibió como una colchoneta a medio desinflar y cumplí su deseo con lustros de retraso: le di picha a la espichada. Tras unos minutos dale que te pego valoré si correrme, pero había por ahí aún más por penetrar, y no soy persona que recupere fácilmente la erección después del primer vertido.

Tiré acto seguido —o mejor dicho, no consumado— escalinata abajo y, a medio tramo, al tercer mastuerzo que me encontré ¡vaya por dónde! fue a Josep Martinez i Garcia, periodista cultural que años atrás me había suplicado al borde del llanto, sobón y franelero, que le concediera la exclusiva de un reportaje sobre la edición de mi secuela a aquel escandaloso volumen de cuentos, solo para rematar el texto finalmente publicado con una crítica demoledora que me dejaba a la altura del betún, por mantener su dignidad literaria incólume, imagino. La muerte le había sorprendido a traición, como a mí su artículo. El gordo pasivo descansaba ya en paz, con su pirula amoratada entre los bloques partidos que una hora antes habían sido la Musa de la Música. Nada más apropiado que darle a probar mi flauta: la deslicé hasta su garganta y la verdad es que se sentía acogedora, tan mullida como sus mantecas.

Lo jodido vino cuando el puto empezó a gemir. 

—Mmmm… —se activó de repente su buche. ¡El menda no solo estaba vivo, sino que encima disfrutaba!

Agarré a mi lado un balaústre suelto y lo descargué una, dos, tres veces sobre su cabezón. ¡Muere, judas maricón! Vete al averno a traicionar a tu puta madre.

Esta vez sí le di pasaporte. De haber continuado vivos los colegas allí presentes, la gran mayoría de ellos hubiesen aplaudido mi acción o se hubieran presentado voluntarios a erradicarle el gemido. Muchísimos se la tenían jurada.

Un poco más abajo, atrapado por un descansillo derruido y admirándome sin verme, distinguí a Blai Ràfols, viejo zorro de la prensa barcelonesa más burguesa. Este pijócrata del oficio me odiaba a morir (nunca mejor dicho) y de hecho se hallaba detrás de la encerrona mediática que me tendieran con mi primer libro. El tipo había sido un pánfilo de constitución huesuda, perilla y poco nervio; también con poca vida, incluso cuando aún estaba vivo, así que no me daba para mucha profanación. Como se me había revuelto la tripa con tanta necrofilia, le acerqué mi culo y descargué mis heces licuadas sobre su boca y sus ojos, que dejaron de mostrarse asombrados. Lo enterré en mi caca, como él me había enterrado en la suya por escrito.

Era un putero reconocido, por lo que tal vez había preferido de nuevo la discreción de un burdel, donde su afición no entrara en conflicto con su fama de intelectual comprometido

La diarrea aún me alcanzó para consagrar una descarga de excrementos contra la boca pintada de Margarita Rodés, directora de la Biblioteca Nacional y vieja pelleja que había afirmado en las ondas que, debido a mi libro, yo merecía estar en la cárcel como cualquier violador común. Quedó hecha una rosa regada y sin posibilidad de resurrección por más que abundaba el abono en todos sus orificios.

Casi a su lado y en posición fetal reposaba Renaud Cagnard, el francés del Goncourt, el que me había mirado con altanería la noche que nos presentaron durante el Sant Jordi, como si yo fuera un escritor de mierda que no pudiera compararse a su figura laureada con una ristra de reconocimientos académicos. De él apenas asomaba un ojo vago y medio lomo porcino en la escombrera, así que me acosté sobre su lorza y restregué mi salchicha contra su piel suave y rosadita, como hacía Gore Vidal en sus buenos tiempos.

Con Renaud sí eyaculé, sobre su ojo: ¡marchando una de colirio!

A Marimar Losa, comentarista política de la tele y vendedora de ensayos de baratillo que soltó que yo era mucho peor aún que mi libro —apreciación que no dejaba de ser cierta—, le saqué la lengua y algunas piedrecitas que le estorbaban la garganta y le meé una cantidad considerable haciendo tiro a la campanilla, merced a la consabida provisión acuciante que sobreviene tras cada derrame seminal.

Y aún me dio tiempo de follarme el fiambre de Borja Gómez, presentador de programas culturales de la televisión pública que me había retirado la palabra en todos los festejos donde coincidíamos y que se pasaba el día tildándome de machista y retrógrado a mis espaldas. ¡Valiente difamador! Así que decidí vengarme a las suyas. Le sodomicé con éxito y para mi sorpresa me volví a correr. Creo que la clave fue restaurarle las gafas metálicas durante el acto. O que su cadáver era mucho más cálido que él. Inanimado resultó más saleroso que en vida, pero aun así no me devolvió el saludo. 

Cerca ya de la salida y los coches de bomberos que empezaban a acudir, reconocí a Picio, el primer periodista que había avistado haciendo cola, pero seguía siendo tan feo, incluso inmerso en su sueño eterno, que a ese no le hice nada. Se puede decir que muerto sí lo respeté.

Al que tampoco encontré fue a Antonio Jesús Quirós, el escritor fino que me había dedicado dos columnas en el diario más importante del país, desde las que me equiparaba a un apologeta nazi. No le había visto en la aglomeración primera de autores vivos, así que dudaba que lo viera en la de muertos. Era un putero reconocido, por lo que tal vez había preferido de nuevo la discreción de un burdel, donde su afición no entrara en conflicto con su fama de intelectual comprometido.

La verdad, me hubiera gustado hacerle un oral a su moral y encularle kilómetros y kilómetros de polla al grito de "¡Acumula millas!".

Agotado ya en fuerzas y en reservas lácteas, me dirigí definitivamente hacia el cráter que había sido la entrada al Liceo, donde los bomberos ya se agolpaban y daban ánimos para iniciar su exploración de aquel desolado cementerio, inaugurado hacía solo una hora por el capricho belicista de algún líder mundial.

Nada más pisar el ahora destechado umbral y vislumbrar aquella carnicería, uno de ellos exclamó con eco desgarrado:

—¡¡¡Santo Dios, ¿pero qué ha pasado aquí?!!!

—Oh —me apresuré a ilustrarle—. Como verá, en pocas palabras, una apología de la violación.

Estas páginas pertenecen a 'Putas os quiero' (Dolmen), nuevo volumen de cuentos con el que Hernán Migoya cierra la trilogía iniciada con 'Todas putas' (2003) y 'Putas es poco' (2007). Se publica mañana lunes 8 de mayo, coincidiendo con el vigésimo aniversario del escándalo 'Todas putas'.

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