Suelo emocionarme en las bodas. Me ha ocurrido recientemente en la de Ale y Alfonso, dos personas que son importantes para mí desde hace poco tiempo, pero que lo serán, espero, para siempre. Lloré durante la ceremonia y lloré también al día siguiente, recordándola, cosa que a mis amigos les divirtió mucho. Les extraña que un hombre de metro noventa, anchura considerable, vello en pecho y espalda y voz cavernosa se ablande como un párvulo en estos contextos. Y yo comprendo que a ellos les extrañe: pese a las reivindicaciones feministas y a los publirreportajes del Ministerio de Igualdad, el hieratismo, la represión de los propios sentimientos, sigue siendo un síntoma de hombría y su contrario uno de feminidad.
No obstante, defiendo que tiene mucho sentido que uno llore en las bodas de sus amigos y me propongo demostrarlo. Yo lloro por cuanto de excepcional tiene hoy el matrimonio. Tal vez hubiera un tiempo en el que casarse se antojase poco más que una rutina, uno en el que las bodas se redujeran a un ineludible rito de paso, uno en el que el sacramento constituyese la norma y lo otro la excepción, pero esto ya no es así, ni por asomo. En la época de Tinder, en la de la idolatría de la novedad, en la del poliamor y el sexo sin compromiso, el matrimonio adquiere la belleza de lo milagroso y la fuerza de lo subversivo. Quienes se casan pronuncian una suerte de non serviam, desdeñan todas las modas y le guiñan un ojo a la tradición. Los esposos no están haciendo, como antaño, lo que la sociedad espera que hagan, sino lo que les dicta su conciencia; no están haciendo lo que se hace habitualmente, sino lo que ellos, contra corriente, consideran que debe hacerse.
Matrimonio o barbarie
Hay, con todo, algo ventajoso en nuestra época y en su espíritu. La belleza brilla más intensamente cuando está rodeada de fealdad, el compromiso cuando lo está de frivolidad y ligereza. Yo lloro en las bodas porque la excepcionalidad ha terminado haciéndome sensible al milagro. En caso de que una capa de polvo se haya asentado sobre nuestras retinas, en caso de que ya no percibamos la belleza del sacramento porque nos hayamos acostumbrado a él, hoy se nos concede la oportunidad de deshabituarnos ―¡nada menos habitual!― y de ver el matrimonio como lo que realmente es: un prodigio. ¿Cómo definir, si no, el acto de dos personas que juran ser fieles hasta la muerte? ¿Cómo referirse a su entrega? Acontezcan las desgracias que acontezcan, sobrevengan las adversidades que sobrevengan, reciban de los cielos bendiciones o penalidades, los esposos se comprometen a permanecer juntos hasta el final, hasta la hora de la agonía, hasta ese momento en que la enfermedad sea irreversible y ya no quede más que esperar a que la muerte salga de su escondrijo. ¿Acaso, me pregunto, no es eso digno de un puñado de lágrimas?
El matrimonio es un amor paciente y servicial, no envidioso, que engendra vida
Pero lo mejor es que los esposos no sólo se comprometen ante otros hombres, sino también, fundamentalmente, ante Dios. No juran profesarse un amor veleidoso, débil, interesado, con su puntito egoísta, como el de los hombres. Eso sería conmovedor, sin duda, pero mucho menos. El amor que juran profesarse es uno que, aun siendo humano, aspira a emular el divino. Un amor que, según nos dice san Pablo, es "paciente y servicial", uno que "no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad". Un amor que "todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta". Un amor que engendra vida y acoge incluso el martirio. Un amor como el de aquel nazareno que acabó clavado en una cruz.
A mis amigos les divierte mucho que me emocionen las bodas y yo lo entiendo, claro. Pero replico, primero, que cómo no emocionarse y, segundo, que a mí lo que me desconcierta, también mucho, es que esa grandiosa mezcla de subversión y milagro, que esa promesa de entrega pronunciada en el seno de una sociedad voluble no baste para ablandar nuestros corazones de piedra y arrancarnos, de paso, unas lágrimas como esas que debió de arrancarle la creación a su Creador al inicio de los tiempos, cuando vio que todo era muy bueno.
PasabaPorAqui
Me ha encantado, Javier, lo mismo que verte, en fotos, con tu mujer e hijos. Que seas feliz muchos años.
Ventr1l0cu0
Me da la sensación de que este artículo podría estar perfectamente publicado en el diario Ya de la Editorial Católica en algún día de 1957. Los parámetros culturales coinciden por completo, están calcados.