Cultura

'Figuras': la tristeza metafísica de la soledad

La novela de Edgar Borges nos recuerda el desánimo infinito de nuestros escenarios actuales, una galaxia tan plagada de normativas y amenazas implícitas que cuesta saber quién es quién

Trotamundos acostumbrado a saltarse las leyes de los pueblos, el protagonista de esta novela es cartero ocasional. No tan ocasional, pues hay en él algo de una vocación de misiva, de desciframiento y rescate. Enrico transporta cartas hacia un interior indesvelable. Desde un remitente que apenas conoce, viaja a una destinataria (Federica) que conoce menos todavía. Atravesando un itinerario marcado, lleno de casillas, vigilado y regulado, Enrico asume cada uno de sus saltos como un ritual. En vez de caminar, brinca y toma atajos, ahorrando demoras. El camino desde el exterior hasta el misterioso manicomio está lleno de reglamentaciones minuciosas que impiden una expresión directa. En esta narración el ámbito de los encuentros tiene un aire irreal, de vaga pesadilla. Como en otras novelas de Edgar Borges, estamos en otro espacio y otro tiempo. Algo ha ocurrido, una metamorfosis que nos separa de un universo reconocible. Y sin embargo, página a página, Figuras nos recuerda el desánimo infinito de nuestros escenarios actuales, una galaxia tan plagada de normativas y amenazas implícitas que cuesta saber quién es quién.

De ahí también que unas figuras puedan transmutarse en otras. La diferencia entre la realidad y el sueño, entre el sentido y el delirio, entre la alegría y la congoja, es en Figuras muy endeble. Se ha perdido casi cualquier hilo de memoria y falta también una amenaza directa, una presencia violenta ante la cual podríamos rehacernos. La inquietud proviene más bien de las líneas rectas y la luminosidad, de una radiación que no cesa. A través de un día cegador, hay un intento en Figuras de descender a los entresijos de alguna realidad, de perforar una enorme ficción colectiva donde las perspectivas se pierden. Los protagonistas de esta historia no son dueños de sus pasos. Ni siquiera el aprendiz de libertador, tampoco el ambiguo monstruo que es custodio de los espacios. Tanto Enrico como Federica, igual que el guardián, no parecen dueños de sus emociones ni de su lenguaje. Ventrílocuos de sí mismos, hablan como si hablasen por boca de otro. El lector puede recordar alguna atmósfera ominosa de Duras o Blanchot.

El manicomio y su geometría abstracta. Los escenarios de Figuras tienen algo de oníricos, pero el sueño está apresado en una transformación que no brinda muchas esperanzas de retorno. A diferencia de los espacios de Kafka, el manicomio no tiene un exterior claro, ningún referente de recuperación. Moscas agitadas en un cristal, en esta narración los personajes no combaten siquiera con un enemigo claro que les amenace. La brutalidad proviene de la iluminación, de un laberinto silencioso de rectas diáfanas. Hay un enigma, pero es impalpable, latiendo en una transparencia continua.

Los protagonistas de esta historia no son dueños de sus pasos

Mientras tanto, Enrico es el más terco de los saltadores, quizá para atravesar los muros -visibles e invisibles- que apresan a todos en esta historia. "Duele atravesar paredes, uno se pone enfermo de eso, pero es imprescindible". Sin embargo, a pesar de la interminable secuencia de obstáculos y casillas, parece que en Figuras no tuvieran mucha importancia las paredes. Nos atrapa más bien la ambivalencia de los escenarios, una geometría fractal que impide cualquier orientación. Las conversaciones entre Enrico y el Guardián tienen las variaciones de un encuentro entre dos entidades distintas, sin ningún espacio común y previsible. De ahí brota cierta angustia, como si las diferencias entre el limbo y el infierno se hubieran borrado. De vez en cuando nuestro hombrecillo protagonista, ese cartero que desconoce el sentido de su misión, nos recuerda un poco al protagonista de El Principito, aquel niño perdido en un sistema solar irreconocible. La tristeza metafísica de esta enorme soledad, donde ni siquiera cada personaje se encuentra consigo mismo, puede ser similar. La novela de Edgar Borges no deja de ser una parábola de nuestra condición, maltratada por una violencia a cámara lenta, afelpada.

Cierta fatiga parece tragarse cualquier impulso. Con sus temibles tonos comedidos, las figuras de Borges no parecen retenidas por muros. Más bien la primera pared, invisible, es la que separa a cada uno de un sentimiento que pueda expresarse, de un pensamiento acorde con el hilo de lo vivido. Los encuentros entre los personajes son incluso demasiado ensayados para ser creíbles. Todos pasan con facilidad de un tono a otro, autómatas que cambian su mirada como quien cambia de sonrisa. Igual que nos ocurre a nosotros, nadie parece capaz de ir al fondo de su dolor y beber de su veneno. Solo al final Enrico logra revitalizarse con la rabia, aprendiendo a alimentarse de su propio infierno. Pero incluso ahí, con una impotencia que Beckett retrató muy bien, los protagonistas parecen otra vez inmovilizados en una ausencia de destino.

Edgar Borges labra figuras antiguas de la humanidad: los internos, el guardián, el cartero, la enferma, el juego, los doctores, los enajenados... Pero entre ellos y el escenario vacío, ¿qué hay? Ni la brisa puede devolver algo de vida a esta geografía inerte, con días iguales teñidos de blanco. La tipografía de Figuras, los números y los dibujos de Ana R. Leiva, no hacen más que confirmar la parálisis interactiva que envuelve a los personajes de esta trama. Sus emociones, cuando las tienen, tampoco parecen llegar directamente a la cabeza, a una expresión reconocible. Cielo sin pájaros, geometría que cambia y se derrite. Por en medio, un cartero que camina a asaltos. Como si le fallara el suelo, Enrico adopta entonces la cadencia de un profesional de la interrupción en un paisaje inmóvil. Puede que la forma de desplazarse de este hombre sugiera la discontinuidad de una zona que le interesaría mucho a Tarkovski.

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