La derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial anuló uno de los intentos de huida de prisión más espectaculares de la historia. Encerrados en una prisión de alta seguridad alojada en un castillo del este de Alemania, un grupo de soldados británicos participaron durante meses en el diseño y elaboración de un alocado método de huída, consistente en crear un avión desde cero e intentarlo hacer volar desde el tejado del castillo-prisión en el que llevaban años recluidos. Muchos participarían en el diseño y construcción pero solo una pareja podría intentarlo volar en el que sería su único viaje. Serían necesarias más de seis mil piezas de madera, tornillos metálicos extraídos de somieres, cables de teléfono, metros de tela de los cubrecolchones y muchos litros de pegamento.
"El planeador de Colditz fue una hazaña de la imaginación, una extraordinaria combinación de pensamiento lateral, creatividad técnica y esfuerzo colectivo. También era extremadamente improbable que funcionara", señala el escritor especializado en la Segunda Guerra Mundial Ben Macintyre en su libro Los prisioneros de Colditz (Crítica). El coronel que aprobó el plan de huida era muy consciente de que era tan extremadamente ambicioso como improbable que funcionara. Pero según señala el autor, la construcción del avión serviría a los prisioneros como evasión, les distrairía del hambre y forjaría un fuerte espíritu de cohesión. Al menos una cuarta parte de los prisioneros de Colditz participaría en el proyecto, el proyecto de construcción colectivo más elaborado desde el gran túnel francés de 1942.
En la biblioteca de la prisión existía un ejemplar de diseño de aviones y los planos fueron evaluados por Lorne Welch, un ingeniero del Royal Aircraft Establishment que había pilotado planeadores antes de la guerra. La construcción había empezado en el verano de 1944 y el vuelo estaba previsto para la primavera de 1945. La fabricación requería de la construcción previa de un taller clandestino, oculto en una buhardilla. También había que elaborar una “pista de despegue” conformada por tablones que se fijarían en el vértice del tejado desde donde tomaría vuelo la nave. La liberación de la prisión por parte de los aliados provocó que el avión quedara escondido en su buhardilla sin haber sido testado.
Una fotografía del final de la guerra es el único testimonio gráfico de esta obra de ingenio. Nadie sabe qué pasó con el aparato tras la guerra pero en el contexto de la miseria de la posguerra alemana, pero según señala el autor lo más probable es que acabara alimentando alguna estufa.
Milenaria fortaleza alemana
La robusta e imponente fortaleza alemana era en realidad un queso gruyere por los siglos de ampliaciones y reformas y por todos los túneles que habían excavado los internos en los años de guerra y por siglos de construcción en capas superpuestas con puertas tapiadas, habitaciones ampliadas, pasadizos bloqueados y desagües desviados crearon un colosal laberinto en el que nadie conocía exactamente los planos del complejo.
Colditz fue convertido por el alto mando del Ejército alemán en un campo de prisioneros de guerra para oficiales del bando aliado que se habían intentado escapar de otros campos o que habían mostrado una “actitud marcadamente negativa hacia Alemania”. Estos notables reclusos, el espectacular escenario y los intentos de huída crearon una mística que inspiró novelas, películas, series, juegos de mesa y videojuegos. Ben Macintyre afirma que Colditz era una réplica en miniatura de la sociedad de la preguerra, aunque algo más extraña. “La prisión estaba intensamente dividida por cuestiones de clase, política, sexualidad y raza”. El autor sostiene que la imagen de una prisión para elegantes y educados oficiales aliados blancos que han difundido durante años múltiples obras está muy distorsionada. En el castillo había “científicos, comunistas, homosexuales, mujeres, estetas e ignorantes, aristócratas, espías, obreros, poetas y traidores” que no encajan tanto en el molde del oficial británico. Macintyre también pretende desterrar la generalización de la imagen estereotípica del guardián nazi malvado, este grupo también contenía una rica variedad de personajes, incluyendo a algunos hombres con una gran cultura y humanidad, asegura el escritor.
Túneles y disfraces
Como en cada relato de fugas de prisiones, el apartado minero deja historias fascinantes. Existieron tantas excavaciones de forma paralela que se creó una comisión para coordinar que los distintos grupos de presos no se estorbaran unos a otros. Una de las más notable fue el túnel francés conocido como Le Métro en el que se emplearon más de diez meses. El plano de esta línea de metro circulaba por la buhardilla, la torre del reloj y varias decenas de metros excavados que se quedaron a un paso de llegar al acantilado de una de las paredes del castillo, cuando fue descubierto.
Macintyre detalla la asombrosa logística detrás de cada proyecto de huída, el último que se ha mencionado llegó a contar con una línea de luz electrica. Cada plan movilizaba a decenas de reclusos que iba desde conseguir materiales para proceder a la excavación a la distracción de los alemanes generando ruido con cánticos o deportes para amortiguar el sonido de los picos de sus camaradas.
Junto a las aventuras espeleológicas, el apartado disfraces también dejó increíbles intentos de huída como el plan ‘Franz Josef’ por el que un interno pasó varios controles y no fue descubierto hasta la misma puerta. El teniente británico Michael Sinclair, que hablaba alemán, se caracterizó como el sargento alemanán Gustav Rothenberger, estudió sus movimientos y su forma de hablar durante meses. Con bigote postizo, uniforme elaborado con sábanas de la prisión, una pistolera hecha de cartón y hasta una Cruz de Hierro elaborada con zinc del tejado se lanzó a la aventura y logró engañar a varios centinelas. Pero en el último control, un soldado desconfió y disparó a Sinclair en el pecho.
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