"Qué manía de correr tiene este muchacho". Así se referían unos ancianos de Greenbow, Alabama, al pequeño Forrest Gump, que iba corriendo a todas partes. Un personaje tan revolucionario que corre porque le apetece correr, y no para reivindicar ninguna causa social ni estar en forma. Más o menos el mismo aspecto que Tom Hanks en esta obra maestra tenía quien les escribe este verano en la T4 del aeropuerto de Barajas.
Facturé el equipaje con comodidad y pasé el control de seguridad con tiempo de sobra. Tanto que hasta pude desayunar en la terminal. Faltaba más de una hora para el embarque de mi vuelo a Roma. Fue en ese momento en el que hay que ir sacando el billete y el DNI de la cartera para entrar en el avión cuando descubrí que mi documento de identidad se había esfumado. Palidecí al instante. Los operarios de Iberia me dijeron que sin DNI me era imposible viajar, y que probase a volver al puesto de facturación de equipaje por si me había dejado allí el documento.
“Eso sí, hazlo rápido, el avión no espera y falta poco para que se cierre la puerta de embarque”. La mitad de pasajeros ya había entrado en el transporte. Corrí como Forrest por todo el aeropuerto. No me dejaron colarme por el control de seguridad y tuve que ir por la salida en la que se recogen los equipajes. Después corrí hasta la zona de facturación de Iberia, donde milagrosamente estaba mi DNI. Y desde ahí, otra vez al control de seguridad y por fin, al avión. Llegué a tiempo, sudando a chorros y solo me faltó balbucear como Forrest Gump: "La verdad, aunque yo siempre iba corriendo, nunca pensé que eso me llevara a ningún lado".
Las vacaciones empezaban con más estrés del permitido, pero por fortuna luego todo marchó como la seda. Roma es un destino del que es imposible cansarse. Por las calles de la ciudad eterna uno siente que camina bendecido, siempre observado por alguna madonna y acompañado de una sensación de trascendencia. De que el reloj está parado más allá de las puertas de Roma porque todo lo que ocurre pasa dentro de ella.
Mis pasos me llevaron a la Piazza della Repubblica, donde se encuentra el hotel en el que falleció James Gandolfini, el actor que dio alma a Tony Soprano en la mítica serie de gangsters italoamericanos. Era el 19 de junio de 2023. Gandolfini pasaba unas vacaciones en Roma con su hijo Michael. Aquel día visitaron el Vaticano, contemplaron la majestuosidad de la Basílica de San Pedro, donde hasta el más ateo siente el ferviente deseo de entrar en comunión con Dios.
Por la noche, padre e hijo se pegaron un homenaje en el restaurante del hotel. Comieron langostinos rebozados, foie y bebieron cerveza, ron y chupitos. Uno de esos momentos que nunca se olvidan. A continuación, subieron a la habitación. Poco después, Michael encontró a su padre inconsciente en el baño tras sufrir un infarto. Ya estaba muerto cuando llegó la ambulancia que le llevó al Hospital Umberto I. Gandolfini murió a los 51 años después de ver el Vaticano y cenar con su hijo. Una despedida solo al alcance de Tony Soprano.
El viaje a Roma transcurrió sin mayores contratiempos salvo el espectáculo de Pepe el gallego, mi acompañante en la aventura, intentando entrar en la Basílica de San Pedro tras cruzar la puerta de salida porque no veía a su mujer y su hija. El único inglés que entiende Pepe es el STOP de las señales de tráfico. Por eso, se mantuvo impertérrito ante los gritos del carabinieri: “¡Excuse me! ¡Sir! ¡You can’t enter that way!” -¡Disculpe! ¡Señor! ¡No puede entrar por ahí!-. Aquello se ponía feo. Pepe llevaba una bandolera colgada en la que podía caber perfectamente un cuchillo o una recortada, y avanzaba con rapidez y nerviosismo, el de creer que había perdido a su mujer y su hija. Afortunadamente, conseguí prevenirle de lo que estaba ocurriendo a voces, antes de que el carabinieri le detuviera. Hubiera sido divertido ver cómo se las apañaba el policía en el interrogatorio con un hombre que solo habla gallego cerrado.
La siguiente parada del trayecto fue Venecia. “Yo no vuelvo a Venecia, ¡fálteme Dios!”, fue lo primero que dijo Pepe mientras arrastraba dos pesadas maletas por las callejuelas venecianas, esquivando turistas y subiendo puentes. Esta primera impresión pasó al poco tiempo, tras dejar el equipaje en el hotel y poder disfrutar, ahora ya sin agobios, de la ciudad de los canales.
Muchos hombres y mujeres admirables han pisado Venecia. Lo hicieron Humphrey Bogart y Lauren Bacall unas vacaciones. En las fotografías se les ve fumando constantemente, hasta en la góndola. También Winston Churchill, que se alojaba en un hotel de lujo en la isla Lido, donde ahora se celebra la Muestra de cine de Venecia. Fue allí donde se le encontró Orson Welles cuando buscaba financiación para ‘La dama de Shanghái’. Y por supuesto Hemingway –siempre Hemingway-, que se alojó en el Hotel Gritti para escribir su novela ‘Al otro lado del río y entre los árboles’, al mismo tiempo que se enamoraba de una jovencísima aristócrata italiana.
Venecia tiene calles que son perfectas para cometer un asesinato. Es una ciudad que hace honor a la mitificación que se hace de ella en las películas y novelas. Un lugar que brilla de noche, cuando las farolas dibujan extrañas figuras en las aguas del Adriático. Desde lo alto de alguno de sus puentes podemos contemplar una vieja ciudad, desgastada por el salitre, escuchar el sonido del agua y sabernos vivos.
Como Forrest Gump, cuando viajamos lo hacemos sin saber si en realidad los caminos nos llevarán a algún lado. Pero existen rincones que, por muy lejos que estén, te hacen mirar en ti y en aquellos a los que amas y están lejos o, simplemente, ya no están. Y vuelves a darte cuenta de lo afortunado que eres de seguir pisando tierra firme un día más. De poder vivir otras vacaciones. De visitar Venecia por los que ya no pueden hacerlo. “No sé si cada uno de nosotros tiene un destino, o si todos estamos flotando accidentalmente, como en la brisa, pero creo que tal vez sean ambas cosas” (FG).
"¿Has encontrado a Jesús ya, Gump?
No sabía que tenía que buscarlo, señor"