Pensar, la mayoría de las veces, implica dejar de estar cómodos. Cada artículo del nuevo libro de Fruela Fernández (Langreo, Asturias, 1982) señala un malentendido, una derrota o una colonización cultural. También se muestran algunas puertas de salida. Autores como John Berger, Pier Paolo Pasolini y E.P. Thompson sostienen la columna vertebral de su pensamiento. Con este enfoque plebeyo pero ilustrado se construye Una tradición rebelde. Políticas de la cultura comunitaria (La Vorágine, 2019). Fernández analiza el prestigio de la tecnología, la función del folclore o el efecto devastador de que los multimillonarios del planeta se hayan encaprichado con nuestras Baleares. Sus conclusiones pueden sorprender a más de uno, por ejemplo cuando hace suyas unas pintadas de la Atenas moderna que dicen “Cerrad los museos, abrid carnicerías/ cerrad los museos, abrid cocinas”. Junto a ella, otra similar: “No nos cortéis la electricidad, ¡quitadnos el arte!/ sí a la corriente, no al espíritu”.
Afirma en su libro que “la izquierda está tan fascinada con el imaginario urbano y tecnológico como cualquier ‘lobby’ neoliberal”. ¿Tan grande es la rendición ?
Una corriente fundamental de la izquierda moderna está fascinada por el mito del progreso y por el potencial ‘liberador’ de la tecnología. Esa fascinación se ve en la obra del propio Karl Marx, cuando celebra la capacidad de la tecnología para unir el mundo bajo un mismo sistema productivo, y se puede rastrear hasta ciertas obras de autores actuales, como Paul Mason y Aaron Bastani, que imaginan una especie de panacea socialista robotizada... También en hechos más cotidianos, como esas familias que le plantan una pantalla en la cara a sus hijos para que ‘aprendan’ -a ser posible, en inglés-, pero les arrebatan el aprendizaje humano, el que surge cuando nos reunimos e interactuamos… El desarrollo tecnológico nos ha aportado mucho, pero hemos llegado a un límite antropológico y climático; tenemos que replantearnos por completo la idea de progreso, con sus claroscuros y sus perjuicios. Por suerte, aquí está emergiendo una crítica potente al respecto: pienso, por ejemplo, en el trabajo que se hace desde la revista Cul de Sac y la editorial El Salmón, en el colectivo Contra el Diluvio o en toda la labor formativa y legal que desarrolla Ecologistas en Acción desde hace años.
"La única posibilidad de frenar este delirio pasa por un gobierno valiente, que reduzca el número de plazas hoteleras, limite los cruceros y los coches de alquiler, regule el alquiler turístico..."
Reivindica la tradición como algo que da sentido y solidez a nuestras vidas. Me parece significativo que ese discurso lo defiendan ahora las derechas en vez de la izquierda. Marion Maréchal, la líder joven con más futuro del partido de Marine Le Pen, suele citar una frase de Gustav Mahler que dice “la tradición no es el culto a las cenizas, sino la transmisión del fuego”. ¿Por qué a la izquierda le cuesta tanto entenderlo?
La trampa está en que gente como Maréchal utiliza la tradición como un filtro cultural, como una forma de decidir quién puede estar entre nosotros y quién tiene que ser excluido. La derecha trabaja siempre desde una idea de tradición muy restrictiva y de un relato histórico armado para preservar la estructura del poder. Por oposición, creo que una parte de la izquierda ha asumido que la cultura tradicional era una víctima necesaria de la transformación social: para poder construir el mundo nuevo hay que destruir todo lo viejo. El primer error es olvidar que la tradición ha sido también una herramienta política contra los excesos de la industrialización y del mercado, como vieron E.P. Thompson o Karl Polanyi.
El segundo es que el neoliberalismo ha arrasado casi todos los espacios que podían ofrecer una experiencia comunitaria y un sentimiento de continuidad: la fábrica, el sindicato, el barrio, el pueblo, la plaza… Y ahora estamos viendo las consecuencias. De repente, media Europa se está echando en brazos de los nacionalismos más extremos porque vive en la precariedad y teme al futuro, porque no reconoce su entorno, porque no tiene ya una vecina o un comerciante al que dejarle unas llaves o charlar un rato. Podemos seguir insultando a esta gente o podemos intentar ofrecerles una comunidad distinta, que busque la estabilidad y la solidaridad sin basarla en la exclusión de lo extranjero o lo distinto. Y ese cambio pasa por lo económico, sin duda, pero también por el tipo de tradición que propongamos y el tipo de relaciones sociales que creemos.
Me parece impresionante el artículo donde habla del arrase de la cultura popular en Baleares, justamente por ser la autonomía más codiciada por el capital europeo. ¿Qué herramientas tenemos para plantar batalla?
Las Baleares son un emblema, me temo, del límite del progreso al que me refería antes: territorios limitados en recursos y en espacio que están a punto de reventar bajo la presión del sector inmobiliario y turístico. Hay pueblos de Mallorca, como Deià, que ya tienen que importar agua para hacer frente al aumento poblacional que provocan turistas y “expatriados”. La única posibilidad de frenar este delirio pasa por un gobierno valiente, que reduzca el número de plazas hoteleras, limite los cruceros y los coches de alquiler, regule el alquiler turístico, prohíba nuevas construcciones en zonas saturadas... Grupos como el GOB, Terraferida o Ciutat per a qui l’habita llevan tiempo insistiendo en la necesidad de poner límites, pero de momento la izquierda “institucional” de las islas se contenta con aprobar medidas tibias, que además siempre encuentran la oposición salvaje de la derecha y del 'lobby turístico' (que vienen a ser lo mismo, a fin de cuentas). Nos lo estamos jugando todo, porque estamos en medio de una lucha entre el capital y la vida.
"En este país se ha pensado con frecuencia que un grupito anglófono de medio pelo es el no va más, mientras que la panderetera y el señor que toca la bandurria en el pueblo de al lado son fósiles sin interés".
Parece que estamos insatisfechos con nuestra idea de progreso, pero somos incapaces de superarla. ¿Cómo se sale de ese callejón?
Tendríamos que empezar por distinguir entre la parte institucional y la económica de la idea de progreso, que suelen presentarse como si fueran inseparables. Por supuesto que la izquierda tiene que seguir defendiendo los logros de la modernidad –la separación de poderes, la estructura estatal, la libertad de pensamiento-, pero debería oponerse con firmeza al dogma del crecimiento económico e industrial ilimitado. En un mundo finito no puede darse un crecimiento infinito, es imposible. Por eso, transformar la idea de progreso implica renunciar a ciertos hábitos, controlarlos o reducirlos: los viajes en avión, el consumo de carne, el uso del coche... Se trata de una batalla política compleja, porque supone ir contra ciertos mitos sociales. No solo hay que cuestionar el crecimiento, sino también el bienestar o la libertad de elección. Pero es una batalla que nos tocará antes o después.
Encuentro muy interesante su señalamiento de las falsas reivindicaciones culturales, por ejemplo ese folk ‘cool’ que parece rebelde y en realidad es prosistema. ¿Cómo se puede escapar de este tipo de espejismos tan frecuentes?
Cada cual ha de plantearse sus propias preguntas. Pero me haría feliz si alguien, tras leer el libro, mirase a la cultura tradicional de otro modo, sin los prejuicios que acumulamos. En este país se ha pensado con frecuencia que un grupito anglófono de medio pelo es el no va más, mientras que la panderetera y el señor que toca la bandurria en el pueblo de al lado son fósiles sin interés. Pero lo que ocurre en la música tradicional es único, empezando por el hecho de que no haya pasado por el filtro de la industria. Y eso hace que cada interpretación sea distinta, que tenga cierta imperfección que rara vez encontrarás en una obra producida y editada; una impureza que puede ser bellísima, conmovedora. Empecemos por asumir nuestra historia y construyamos algo a partir de ella, en vez de imitar y reverenciar lo que nos proponen los mercados internacionales.
Defiende la poesía, citando a Robert Graves, como un método para recordar “ciertas verdades olvidadas”. ¿Podría poner un ejemplo?
Siempre digo que a poca gente le interesa la poesía, pero que a todo el mundo le interesa lo “poético”. ¿Ves una película donde hay un plano secuencia de un campo nevado que dura 20 minutos? ¡Es poética! ¿Lees a un filósofo francés que hace juegos de palabras continuos sin que sepas adónde quiere llegar? ¡Es poético! De manera un poco burda asociamos la poesía con lo que no se puede entender ni decir, con lo que solo puede intuirse. Y es cierto que la poesía participa de esa incertidumbre, pero sobre todo creo que nos ayuda a recuperar ciertas verdades olvidadas o a las que no habíamos sabido dar forma. Lo importante ocurre cuando lees un poema o escuchas una canción tradicional y sientes que algo te toca y te sobrepasa, algo que se revela con claridad y te hace comprender.