“Era tan maravilloso el espectáculo aquella mañana de mayo del año 1910, en que nueve reyes montaban a caballo en los funerales de Eduardo VII de Inglaterra, que la muchedumbre, sumida en un profundo y respetuoso silencio, no pudo evitar lanzar exclamaciones de admiración. Vestidos de escarlata y azul y verde y púrpura, los soberanos cabalgaban en fila de a tres, a través de las puertas de palacio, luciendo plumas en sus cascos, galones dorados, bandas rojas y condecoraciones incrustadas de joyas que relucían al sol. Detrás de ellos seguían cinco herederos al trono, y cuarenta altezas imperiales o reales, siete reinas, cuatro de ellas viudas y tres reinantes, y un gran número de embajadores extraordinarios de los países no monárquicos. La conocida campana del Big Ben dio las nueve cuando el cortejo abandonó el palacio, pero en el reloj de la Historia era el crepúsculo, y el sol del viejo mundo se estaba poniendo, con un moribundo esplendor que nunca se vería otra vez”. Barbara Tuchman narraba así el cortejo fúnebre y dejaba uno de los mejores arranques de un libro de historia en su clásico, Los cañones de agosto, premio Pulitzer en 1962, en el que explica la llegada de la Primera Guerra Mundial.
Las exequias por el monarca Eduardo VII representaron el final de una época. Las grandes potencias europeas llevaban en paz desde la guerra franco-prusiana de 1871. Europa vivía la tranquila Belle Époque, mientras sometía férreamente a sus colonias en la era del imperialismo. La pompa de la marcha fúnebre seguía teniendo un fuerte aire victoriano, con representantes de reinos como el de Siam (Tailandia), familiares del Sha de Persia, o de la dinastía imperial Qing de China, a punto de desaparecer. Fue el último gran evento de la realeza mundial y el fin de una era. En menos de una década, la mayoría de estos imperios se habían desmoronado por los efectos de la Primera Guerra Mundial.
El primer premio Nobel de Literatura británico, Rudyard Kipling, considerado el escritor del Imperio, narraba por carta el solemne silencio de esos días: “Era una quietud absoluta. Escuché durante mucho tiempo, pero a excepción de las abejas no había nada. Verás, toda Inglaterra, literalmente todo nuestro Imperio, se estaba preparando para el Entierro del Rey”.
La foto de los nueve reyes
El encuentro dejó una insólita instantánea en la que posaron juntos nueve monarcas europeos: Haakon VII de Noruega, Fernando de Bulgaria, Manuel II de Portugal, Guillermo II de Alemania, Jorge I de Grecia, Alberto I de Bélgica, Alfonso XIII de España, Jorge V del Reino Unido y Federico VIII de Dinamarca.
Repasando la lista regia, se descubre lo acertado que fue designar a la reina Victoria, la ‘abuela de Europa’, que germinó el continente de príncipes y princesas de su familia. Alfonso XIII, que tenía 24 años en el momento del funeral, estaba casado con Victoria Eugenia de Battenberg nieta de la reina Victoria. El kaiser alemán, Guillermo II era nieto de la reina británica y primo hermano de Jorge V. Alejandra, la última zarina rusa, esposa de Nicolás II, también era nieta de Victoria. El rey de Grecia y el de Dinamarca eran cuñados del difunto rey, y el de Noruega, sobrino y yerno.
Como en el caso de Isabel II, antes del funeral el público pudo mostrar sus respetos al difunto rey durante varios días, y la mañana del 20 de mayo se produjo el cortejo fúnebre que pudo ser grabado. Más de 30.000 soldados acompañaron al féretro, las campanas del Big Ben sonaron 68 veces, una por cada año del monarca y se calculan que fueron varios millones de personas. Los reyes, duques, príncipes y representantes políticos como el expresidente estadounidense Theodore Roosevelt acompañaron al rey, en la procesión que Caesar, el fox terrier de Eduardo VII, siguió justo detrás del ataúd, y al lado del caballo favorito del rey.