Cultura

García-Máiquez: "La poesía tiene pocos lectores porque exige mucho de ellos"

El escritor Enrique García-ha publicado Verbigracia (La Veleta), en el que reúne todos los poemarios que ha publicado hasta la fecha

  • El poeta Enrique García-Máiquez.

Enrique García-Máiquez (Murcia, pero El Puerto de Santamaría ―Cádiz―, 1969) es un hombre del Renacimiento atrapado en la posmodernidad. Marido de Leonor y padre de dos hijos, escritor de poemas, columnas, aforismos, haikus, diarios y críticas literarias, también tiene tiempo para impartir clases, dar conferencias y conceder entrevistas. Aprovechándose de esto último, Vozpópuli conversa con él sobre su último libro, Verbigracia (La Veleta, 2022), que reúne todos los poemarios que ha publicado hasta la fecha. 

Pregunta: ¿Por qué unas poesías completas ahora y no dentro de diez años, o de cinco, o hace diez?

Respuesta: Cuando uno es tradicionalista, se deja llevar de la mano del ejemplo de sus maestros sin cuestionarse cada paso. Y muchos de los maestros más cercanos han hecho un parón a la mediana edad. Miguel d´Ors lo bautizó como Punto y aparte, Andrés Trapiello como Las tradiciones y Eloy Sánchez Rosillo como Las cosas como fueron

P: ¿Qué sentido tiene hacerlo?

R: Lo barruntaba, y ahora lo he descubierto. Está muy bien detenerte a la mitad del camino de tu vida ―pecando de notorio optimismo―, mirar atrás, reunir todos los libros y hacer unas leves correcciones. He aprendido mucho leyéndome, también sobre lo que quiero y no quiero hacer en el futuro. 

P: Hablando de correcciones, ¿hay algún poema que haya dejado intacto?

R: (Risas). Aunque he retocado muchos poemas ―comas, adjetivos, ejem, estrofas― he dejado otros tantos, bastantes, sorprendentemente intactos. Es reconfortante que estos últimos sean generalmente los más recientes. Supongo que denota una progresión, una evolución. 

P: En la introducción de Verbigracia dice que todos sus poemas pueden conformar un solo libro. Habrá quien se pregunte si eso es bueno o es malo, porque puede revelar ora una profundización en los mismos temas y una continuidad de estilo, lo cual está muy bien, ora una falta de evolución, lo cual quizá no esté tan bien.

R: Bueno o malo, es lo que hay. Me preocuparía más si dudasen de que conforman un solo libro, de que hay una unidad, cuando es algo que veo tan claro. Mi mundo poético se concentra sobre unos mismos temas. Sobre si la bondad o la maldad de eso, me aplico lo de Virgilio: "Admira las fincas grandes, pero tú cultiva una pequeña". Todos mis poemas reunidos conforman, no sé, una viña. 

P: Hay dos cultivos fundamentales en esa finca: la muerte y el amor conyugal. 

R: Sí. Es curioso que tanto la muerte como el amor conyugal estén ya en mis primeros poemas. Porque entonces era muy joven y tenía una novia, además, muy intermitente. Nos peleamos bastante y lo dejábamos mucho.

P: ¿Tal vez estuviese presente como aspiración, como anhelo?

R: Sí, eso es, era una conyugalidad vocacional. Frente a algunos casados que añoran la vida de solteros, yo de soltero soñaba con la vida matrimonial. Aunque Javier Salvago previene incansablemente contra los sueños que se hacen realidad, en este caso el sueño ha roto en una realidad a la altura de lo imaginado. Mucho mejor que el noviazgo oscilante de entonces. Y eso que me casé, felizmente, con aquella novia que se me escabullía.

P: Quizá el poemario en el que más presente está la muerte sea Mal que bien (2019), el penúltimo que ha publicado. ¿Significa eso que ya empieza a notar su aliento?

R: Donde la muerte entra con todos sus avíos es en Con el tiempo (2010), pues arranca con la muerte de mi madre, que es cuando el tiempo me alcanza. Pero es verdad que en Mal que bien hay un asentamiento, un poso de esa sombra. Siempre he sido muy hipocondríaco y, por tanto, desde antes tenía a la muerte bien presente. Quizá se deba ―lo cuento en la introducción― a que mi madre tuvo un cáncer que los médicos dieron por terminal cuando yo tenía siete años. La muerte siempre estuvo rondando por mi casa, flotando en el ambiente. Tras superar el cáncer contra todo pronóstico, mi madre vivía como de prestado, mejor dicho, de regalado, quiero decir, como resucitada. 

P: La muerte es uno de sus temas principales, pero también dedica poemas a sus "antitemas", por llamarlos de algún modo. "Días" y "Ralentí" son dos poemas en los que habla del tedio de vivir y que contrastan con su actitud general de alegría y de gratitud gozosa. 

R: En esos poemas se ve especialmente bien, pero quizá haya cuatro o cinco más en los que también aparece el tedio y la grisura. El otro día salí arrepentido de una lectura de poemas porque me volvieron a preguntar por la alegría en mi obra y no acerté a contestar ―que ya lo sé para la próxima; no pasa nada; "el espíritu de la escalera" es mi mejor colaborador― que lo que hay en realidad es un vencimiento de la mediocridad, de ese aburrimiento, del tedio. Estos poemas dan la nota más baja, el grado 0, fijan el solar a partir del cual hay que construir. En cada uno de mis libros hay un poema, como mínimo, marcando ese tono bajo, para que no me olvide desde donde arranco y qué ley de la gravedad tengo que vencer.

Lo importante en la vida no es tanto pedir perdón como dar las gracias

P: Y, si ésos son los menos representativos de Enrique García-Máiquez, uno de los más representativos es "Sí", un comentario a un diálogo poético entre Miguel d´Ors y Joaquín Antonio Peñalosa. "No basta una vida para dar bien las gracias" es su último verso. 

R: Ese es un poema difícil porque exige que el lector conozca el diálogo anterior entre ambos poetas, pero, aun con ese riesgo, lo incluyo, porque lo considero, en efecto, una declaración de intenciones. Lo importante en la vida no es tanto pedir perdón como dar las gracias. 

P: ¿Por qué hay que dar las gracias?

R: Por todo; y, además, porque sólo se disfruta de la vida desde la gratitud. En este caso, el efecto precede a la causa. Das las gracias y por eso gozas de la vida. Se invierte el orden: con la gratitud encuentras las razones verdaderas para estar agradecido. 

P: Hay gratitud en usted hacia sus maestros también. 

R: ¡Claro! Sostengo una lucha a brazo partido contra la idea de que hay que matar al padre. Me niego. Creo que uno puede ser un buen discípulo durante toda la vida. El encuentro de Dante con Brunetto Latini, su maestro, al que rinde un agridulce homenaje, es uno de los momentos más hermosos de la Divina comedia

P: Entre el maestro y el discípulo suele haber una relación de amistad, y su poema "De amicitia" es uno muy peculiar. 

R: En la tradición occidental, desde Aristóteles, la amistad es la mayor fuente de felicidad, por delante del amor. Abundan los poemas de amor tristes, pero apenas conozco los que lloran una amistad traicionada. Con mi "De amicitia" quise darle la vuelta a eso: un amigo traicionado se echa en brazos de su amada para que ésta le consuele.

P: Este poema, como muchos otros suyos, está escrito en verso libre. Sin embargo, usted dice que los poemas que mejor se recuerdan son los que riman. ¿Acaso no quiere ser recordado?

R: (Risas). Pienso que cada poema debe exigir su forma y que el verso blanco tiene una música blanda muy hermosa. Por lo general, y aunque los haya muy buenos, no me gustan los libros de sonetos o que ciñan todos sus textos a un único patrón; no puedo eludir la sospecha de que la forma se ha impuesto al fondo. Me gustan los poemarios con variedad formal, y no para demostrar que uno es capaz de desplegar toda la panoplia, sino para que el lector perciba la unidad íntima entre fondo y forma que demanda cada poema singularmente, uno a uno. 

P: ¿Y por algún motivo más?

R: La rima tiene más gracia cuando es una excepción. Cuando aparece repentinamente en el libro. Quizá con la rima pasa algo análogo que con los artículos costumbristas. Muchos me dicen: "Es que a mí me gustan más tus artículos sobre tus hijos que tus artículos políticos". Yo estoy de acuerdo, naturalmente, como estoy de acuerdo en que la rima hace especialmente alados y graciosos los buenos poemas. "De la rima jamás renegaré" contesta un verso de un soneto de mi último libro a la objeción de que "haya quedado demodé". Pero si todas las columnas versaran sobre mis hijos no me leería nadie porque resultaría almibarado. A la gente le gusta la sorpresa y descansar de la política cada quince días. Con la rima ocurre igual. Sin efecto sorpresa, cae en una huera monotonía, en una música consabida, con el ripio a la vuelta de la esquina.

P: Hablando de artículos, uno de sus poemas dice así: "¿Por qué escribir en verso si la prosa / es fácil, la publican, me la pagan / y tiene hasta lectores?" ¿Por qué la poesía, siendo el mayor género literario, tiene tan pocos lectores?

R: Voy a utilizar una imagen y un razonamiento para explicarlo. La imagen: con la poesía sucede lo mismo que con los cien metros lisos o el lanzamiento de jabalina, cumbres del olimpismo. 

P: ¿Qué sucede con esas disciplinas?

R: Que tienen todo el prestigio clásico, pero la gente prefiere ver el fútbol, equivalente deportivo de la novela. Todos reconocen la superioridad ateniense del olimpismo y la superioridad del parnaso poético, pero luego siguen La Liga de fútbol profesional. 

P: ¿Y como razonamiento?

R: Como razonamiento, diría que la poesía exige mucho del lector. Que sea un poeta tácito, nada menos. Y en esta entrevista lo estamos viendo: usted lo está demostrando. Me ha preguntado por un poema concreto, el de la amistad traicionada, pero para entenderlo tiene que exponerse a recordar alguna traición sufrida. Y se tiene que haber leído antes el "De amicitia" de Julio Martínez Mesanza, y las reflexiones de Aristóteles sobre la amistad en su Ética a Nicómaco… Incluso la poesía más clara, como quiere ser la mía, exige al lector tanta sensibilidad y cultura previas que muchos lectores prefieren escaquearse. 

P: Y supongo que también es incompatible con nuestro ritmo de vida, ¿no? Y con nuestros hábitos de lectura. ¡No se puede leer poesía en el autobús!

R: Salvo que uno tenga una capacidad de concentración asombrosa. Porque, en poesía, es imprescindible oír la música y palpar morosamente el paso del tiempo que marca el ritmo de los versos. También afecta la predilección contemporánea por la utilidad. Lees un ensayo y, cuando cierras el tomo, eres el tío que más sabe de las relaciones entre Rusia y Ucrania; lees un poema y dices: "Bueno, ¿qué rendimiento le he sacado?" Tengo uno titulado "Lectura en un colegio" que habla precisamente de eso: 

Más vale que no sepan para qué

sirve leer poesía, si algunos aún la leen.

No les expliques,

calla,

que no sepan

que su belleza no es neutral, que hace

insoportables la crueldad, la idiotez y el ruido

y por eso nos vuelve solitarios.

Algunos aún la leen.

       Si te preguntan

qué es o para qué, tartamudea,

contesta imprecisiones, y sonríe.

Más tarde, cuando tengan el alma en carne viva

y hayan llorado mucho, recordarán que tú

pudiste hacerlo y no les previniste,

y te darán las gracias.

P: Hemos especulado sobre las reticencias de los lectores hacia la poesía antes siquiera de definirla. ¿Qué es la poesía? ¿Cabría decir sobre ella lo mismo que san Agustín sobre el tiempo? "Cuando no me preguntan, lo sé; cuando me preguntan, no lo sé".

R: En su estado puro, es el lenguaje a su más alta potencia, en su máxima expresión. El lenguaje que se sirve de todo: las connotaciones, el sonido, el sentido, el ritmo, los titubeos, los anacolutos… Me gusta mucho una cita de Chesterton al respecto: "El alma no habla nunca hasta que habla en poesía. En nuestra conversación diaria no hablamos, sólo charlamos". Yo aún diría más: la poesía —no la mía, que nada más que lo intenta, la ideal— es el lenguaje de los cuerpos gloriosos.

La poesía en su estado puro, es el lenguaje a su más alta potencia, en su máxima expresión

P: No habiendo escrito nunca poesía, yo sí he experimentado esa sensación de que determinadas emociones, sentimientos, vivencias sólo pueden decirse en verso. La sensación de que una verdad concreta sólo puede cantarse en un poema.

R: Eso es. Trapiello dice que la poesía es un atajo a la verdad. La poesía se dirige a la verdad como una flecha a la diana. Cuenta Juan Antonio González-Iglesias que Palladio Rutilio Tauro escribió los trece libros de su Opus agriculturae en prosa, pero que, al llegar, al tratado sobre los injertos, se pasó al verso, porque era una materia delicada y sutil.

P: ¿Usted empezó a escribir poesía por eso mismo?

R: Quizá lo hacía para mantener ese tono García-Máiquez que usted ha dicho antes: la gratitud, la alegría. La poesía es mi forma de dar las gracias. Y también mi forma, aunque esa condición la comparte ahora con los aforismos, de restañarme ciertas heridas. Coincido con Mario Quintana en eso de que "el sufrimiento de los poetas es muy relativo. Pues si un poeta consigue un día expresar sus dolores con toda felicidad, ¿cómo podría ser infeliz? Que el viejo Camoens lo diga con sus inmortales penas de amor. ¡Sus felices penas de amor!" Pongamos un ejemplo personal extremo: padezco un suceso doloroso y eso provoca un poema como "De amicitia"… La traición de aquel amigo la doy, si no por bien pagada, casi sí, en el poema.

P: Habla de este carácter curativo de la poesía en un poema llamado "Álbum". Leyéndolo y reflexionando después sobre él, pensaba que puede no ser así. Que quien sufre y escribe sufre dos veces. Sufre sufriendo y luego sufre escribiendo.

R: Para mí escribir se parece mucho a hacer surf. La ola te lleva. Yo no sufro escribiendo. La emoción de dar con las palabras exactas me exalta. 

P: ¿Qué cinco poemas suyos salvaría de una quema?

R: Creo que "Sin fin", "Hacer el muerto", "Cántico de las cosas" ―porque fue mi primer poema―, "Misterios de la poesía" ―porque recoge el poder consolador de la poesía― y "Otra autobiografía", donde me recuerdo que me he equivocado en todo salvo en las tres cosas que yo más quería: Dios, Leonor y mis amigos. 

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