Cultura

Gay Talese o la nostalgia del periódico y el papel

'Bartleby y yo' es un epitafio evidente a un tiempo donde un hombre con fedora y el periódico en la guantera suponía casi un uniforme intelectual en Estados Unidos.

  • El escritor y periodista Gay Talese.

En la última escena de Amadeus (1984) un olvidado Antonio Salieri gritaba “¡Mediocridades todos! ¡Os absuelvo!” en un manicomio desvencijado. Ese hombre gris, el común, es el principio rector de este libro del periodista norteamericano Gay Talese; testimonio de un mundo que se extingue. Obra de parches, donde mezcla sus memorias con la evocación un tanto épica de sus reportajes más celebrados (“Frank Sinatra está resfriado”, 1966), hay algo de redención en esta crónica de crónicas luego de la debacle de su anterior pieza. 

Volvamos, entonces, un poco en el tiempo: en 2016 Talese publicó el El Motel del Voyeur, editado aquí también por Alfaguara, donde exponía el caso de un propietario de un hotelucho -Gerald Foos- que había espiado a toda su clientela más de dos décadas. Talese armó un reportaje pecado de vanidad, era casi el último superviviente en su generación, en torno a un único testimonio: un Foos mistificador como mezcla curiosa entre John Goodman y John Milius y del cual hasta el periodista menos astuto habría desconfiado. El documental de Netflix -Voyeur, 2017- exponía claramente a sus lectores como el Washington Post no erraba al poner en cuestión la veracidad del dueño del motelcito y este quedaba retratado por sus bravatas de valiente. El propio Talese, de hecho, reconoció que “no debía haber creído ni una palabra de lo que me decía”. 

Como consecuencia, hay algo de pliego de pecados en este Bartleby y yo que busca congraciarse con el lector reivindicando su trayectoria y también su papel de observador de lo más oculto de los Estados Unidos. Pero, ¿qué es este libro de “nuevo periodismo”? ¿otro reportaje de subculturas extremas? ¿el eterno retorno al yo desgarrado? No, Talese devela su vida ejemplar, casi de candidato republicano, donde pasa por el ejército y va ascendiendo poco a poco, reportaje a reportaje, en el mundo informativo allí. ¿Su veta de oro? Aquellos “mediocres” que intentaba redimir Salieri sin éxito.

Bartleby vive, la lucha continúa

Los lectores avezados conocerán que el Bartleby que invoca Talese es una referencia al cuento “Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street” de Herman Melville. Este texto, que se cita al inicio de esta compilación de recuerdos, recreaba el burócrata eterno que pernoctaba en los gabinetes del todavía balbuceante capitalismo neoyorquino. Este sería ya en el siglo XX el hombre común con pocas aficiones más que el beisbol y los discos de Tin Pan Alley; esos funcionarios y técnicos de vidas vulgares que eran el nervio oculto de los rascacielos que comenzaban a tapar el cielo de Manhattan.

Son los que traían el café o aquellos que trabajaban en las rotativas; el verdadero ejército de la noche, invirtiendo la denominación de Norman Mailer, fuera de cualquier reportaje fotográfico en Life. Venían, así, cuando las luces se apagaban y los imaginamos en Nueva York como pequeñas hormigas que pasean rápido al ritmo de Rhapsody in Blue de George Gershwin. Pocas evocaciones de Talese han retratado mejor esta urbe, ese periodismo analógico, que la del rotulista de The New York Times James Torpey. Este…

“…se encargaba del célebre rótulo electromecánico de noticias con letras móviles, ayudado en ocasiones por uno o dos asistentes. Este estaba iluminado por casi quince mil bombillas de veinte voltios y desplegaba los titulares de última hora en una tipografía dorada de metro y medio de altura, la cual discurría a lo largo de la cornisa del cuarto piso del edificio esbelto, en forma de cuña y de veinticinco plantas que conformaba la Times Tower. Este edificio ornamentado, cerca de la esquina de Broadway con la calle Cuarenta y dos — emplazamiento también del «descenso de la bola», el ritual festivo que marca el inicio del nuevo año—, fue construido en 1903 y ejerció de sede del diario hasta que se le quedó pequeño…”

Estamos todavía lejos de los ordenadores, de los “yuppies”, y aunque son tiempos acelerados, todavía Gay Talese tiene tiempo para llevar una vida ordenada, demasiado quizá, que le lleva del periodismo deportivo a la universidad, pasando por una academia militar sin apenas contratiempos. Está en la Alemania de la posguerra, donde se aburre soberanamente, y prefiere cubrir beisbol en distintas gacetas como comienzo pedestre de una reputación. 

No es equivocado afirmar, en ese sentido, que Talese fue el más metódico de todos sus contemporáneos al intentar cuadrar datos, fechas y relaciones sociales en sus alambicados reportajes. En ocasiones, de hecho, llegar a interrumpir la narración principal para realizar digresiones de astucia sobre los temas, las cuales se leen como esbozos sencillos de historia cultural cercanas al italiano Carlo Ginzburg.

Aunque Talese fue mucho más ortodoxo que sus contemporáneos -no hay una mención a la droga en todo el libro- hay cierto cariño por los tipos surreales. Uno de los más curiosos es Isaac Newton Falk, archivero del periódico “New York Times…” y particular enciclopedia, -Wikipedia se diría ahora- de datos triviales y comprobación de hechos. Un individuo que medía apenas “metro y medio”, reconstruye Talese, y suponía el tipo a consultar sobre música clásica y béisbol para cualquier plumilla novato. El cuadro que realiza el escritor sobre este viejo empleado es una de las mejores estampas de un oficio que no conocía todavía el hipertexto:

“Cuando Falk no estaba trabajando detrás del mostrador de la morgue, se sentaba al fondo del departamento, junto a otros compañeros, para sumarse a la labor de recortar con tijeras los artículos de los periódicos desplegados ante ellos. Casi cuarenta ejemplares de `The New York Times´ —y más de la mitad de esta cifra correspondiente a otras publicaciones— se apartaban cada día a tal efecto. Después de que cada artículo hubiese sido recortado, se pulían los márgenes hasta quedar perfectos y se etiquetaba, bien por nombre, bien por tema. A continuación, se doblaba e introducía en una delgada carpeta de cartón de dieciocho por trece centímetros con un cordel para cerrarla, que a su vez era ordenada alfabéticamente y depositada en uno de los cajones rodantes de los armarios de acero”.

Auge y caída del sueño americano

Si bien esta primera parte del libro de Talese es evocadora y nostálgica, el equivalente en prosa a un cuadro de Edward Hopper, a partir de la segunda el ego comienza a chocar con la muralla que es el interés del lector. Así, el reportero dedica hojas y hojas a su famosa crónica sobre Frank Sinatra y vuela un poco por encima de los problemas maritales -solo reconoce el “disgusto” de su esposa- que le provocó La mujer de tu prójimo de 1981. La mayor omisión de estas memorias, a pesar de todo, es el episodio del motel que casi dio por traste su prestigio como literato investigador. Pocos párrafos más hipócritas que “aprendí a ignorar la polémica” en una pieza en la que se embelesó de una narrativa evidentemente falsa y muy poco justificada por sus antaño queridos datos.

La redención, entonces, sería el tercer capítulo de esta crónica, el mejor, que es la vida de un edificio en Upper East Side de Manhattan como metáfora de los cambios sociales en los Estados Unidos de entre siglos. Esta casa comunal de piedra rojiza, “Brownstone” en el argot original que mantiene la fiel traducción de Antonio Lozano, acaba siendo destruida al volarse por los aires su propietario Nicholas Bartha luego de un divorcio atrabiliario. La historia de este lugar, que vio suceder reuniones de sociedades secretas propias de aquella aristocracia neoyorquina que inmortalizó Edith Wharton, acabó para siempre el 11 de julio de 2006 con la acción ditirámbica de su dueño. 

Las miserias que condujeron a Bartha, arquetipo de ambicioso emigrante del este en Norteamérica, a acabar con su vida y la del edificio se recogen aquí y tienen algo de historia balzaquiana tan mezquina como desafortunadamente común. Ahora bien, la reconstrucción de este lugar es la parte más ajena al mundo “talesiano” y es ya imposible de recrear en blanco y negro y jazz en nuestra imaginación. Es, en conclusión, el fin de la Nueva York de rentas antiguas y supone un paisaje ajeno a esos migrantes que podían comprar una propiedad a través de su estajanovismo mudo (¡Cuánto de Bartleby tiene Bartha!). 
Renovada por el arquitecto Henry Jessup, la propiedad fue comprada por cataríes por más de 30 millones de dólares en tiempos de burbuja inmobiliaria. En 2021, según The New York Post, la debacle de las hipotecas la rebajó diez millones. Su último propietario, prosigue el “Post…”, es una familia americana de la cual desafortunadamente no se da noticia. Pero, esa es otra “larga historia” -parafraseando a Talese- que alguien tendrá que contar. Mientras tanto, todo el siglo XX de Estados Unidos impregna estas memorias agridulces que se leen con una sonrisa ladeada: el mismo gesto que tiene Gay Talese en todas las fotos donde posa en elegante corte italiano.

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