El asunto tiene su aquél, pues el caso no es que esté aclarado: es que es claro y diáfano y no tiene un ápice de romanticismo. Pero a los señores anglosajones (y más aún, al parecer, a los norteamericanos, que hasta ellos empiezan a conocernos por La Roja) les priva más el Don Carlos de Schiller (publicado en 1804 en pleno Romanticismo) y su trasunto operístico del Don Carlo del genial Verdi (del que confieso ser ferviente admirador), lo cual resulta aún mas extraño pues ello presupone que se han leído el panfleto romántico del alemán y se han deleitado con los acordes del genio italiano, lo cual… ¡es mucho suponer! Y claro, como en ambas obras el rigor histórico brilla por su ausencia, al final…
Vayamos por partes. De un lado examinemos al “pobre” Infante y, de otro, sepamos de dónde sale el bulo que da pie, siglos después, al drama romántico.Digamos ya, desde este momento, que el Infante Don Carlos fue una ruina física y un loco y que de resultas de esto último devino un traidor a su Rey y a su país, con las connotaciones que esto conlleva en todas las épocas pero, indudablemente, más pronunciadas en aquellos quinientos.
Cuando acudía ansioso a su primera cita galante, cayó rodando por una escalera.
Era hijo de primos hermanos y biznieto de aquella desdichada reina que la historia conoce como Juana La Loca. El comienzo, desde un punto de vista eugenésico, no puede ser peor. Fue huérfano de madre… y de padre. Cuatro días después de su nacimiento (8 de julio de 1545), moría como consecuencia del difícil parto su madre; y su padre, por primera y única vez en su vida, se fue de viaje por su Imperio (de 1548 a 1551 y de 1554 a 1559). Fue, pues, criado por amas de cría (a las que mordía cruelmente los pechos), y por ayos designados por la Casa Real. A decir de un cortesano de la época “…por estar entre mujeres lo crían mal y le hacen soberbio y mal acondicionado”.
Como ya hemos dicho, su desarrollo físico no fue bueno y por ende, el 19 de abril de 1562, en Alcalá de Henares, cuando acudía ansioso a su primera cita galante, cae rodando por una escalera y se produce una fea herida en la cabeza que hizo temer por su vida, máxime con las técnicas médico-curativas de la época. A partir de entonces todo fue a peor.
En 1564 el embajador de la Corte de Viena envía el siguiente informe sobre el príncipe: “No es ancho de espaldas ni de talla muy grande, uno de sus hombros es un poco más alto que el otro”, indica. “Tiene el pecho hundido y una pequeña giba en la espalda. Su pierna izquierda es mucho mas larga que la derecha”, continúa, para añadir que “su voz es delgada y chillona, da muestras de dificultad al empezar a hablar y las palabras le salen con dificultad”. Total, todo un Romeo para encandilar, no ya a su prometida Isabel de Valois, sino a cualquier jovencita que pasara por un casual delante del Alcázar Real.
Los accesos de furia del infante Carlos contra personas, animales o cosas se suceden.
Felipe II se da cuenta que no puede delegar en él el poder. Pero es poder lo que el príncipe anhela. Y el detonante final viene en 1566 con la rebelión de los Países Bajos que obligan al rey, al no poder ir personalmente pues no podía dejar obviamente al príncipe como regente, a nombrar al duque de Alba como su enviado para sofocar la revuelta. El príncipe intenta matar al duque. Los accesos de furia contra personas, animales o cosas se suceden; confiesa (en el sentido sacramental del término) que desea asesinar al rey; contacta con los sublevados, quienes le envían 150.000 ducados para financiar su huida. Es entonces cuando el rey interviene y acompañado por el Consejo de Estado, entra en los aposentos del príncipe y le hace preso. Posteriormente es trasladado a un torreón del Alcázar, donde sus excesos sin límites en las comidas y sus baños de agua helada le llevan a la muerte el 24 de julio de 1568.
Y aquí nace la leyenda negra, porque la prisión y muerte del infante se convierte en un argumento de propaganda bélica contra el rey. Su autor: el príncipe de Orange, sublevado contra su señor natural, ya que Felipe era, además, conde de Flandes por herencia de su padre el emperador Carlos. El de Orange se encuentra con todos los ingredientes para hacer un buen guiso: las ejecuciones de los condes de Egmont y de Horn (aún hoy en día en la Grand Place de Bruselas existe una placa en piedra conmemorativa del hecho), sumada a la prisión y muerte del infante y, para colmo, pocos meses después la de la ya reina Isabel de Valois (con quien en un primer momento se pretendía casar al infante, más cercanos ambos en edad, y que por razones de estado, casó finalmente con el padre de su prometido). Con estos ingredientes Guillermo de Orange le da hecho el trabajo a Schiller: una pareja joven y casi de la misma edad, enamorada, y a la que un rey celoso y sanguinario asesina para poderse casar así con su prima Ana de Austria (que devendría cuarta esposa del rey). Al alemán solo le bastó dar una pincelada al personaje de Don Carlos pintándolo como adalid de las libertades de los Países Bajos, y a Verdi ponerle música.
El caso es claro, diáfano, y la historia comprobada. Lo demás, panfleto romántico y, nunca mejor dicho, música celestial. Pero que la verdad no te estropee, ni siquiera al National Geographic Channel, un documental.