Recuerdo el ultimo concierto que vi de Israel Fernandez como si fuera ayer. Ocurrió el julio pasado, en un parque público cerca de O’Donnell, organizado por el Ayuntamiento de Madrid. Le acompañaba Diego del Morao, guitarrista jerezano de larga tradición familiar, hijo de Moraíto Chico. Escuchándoles se nota que se conocen tan bien que suenan como uno solo, tanto en el estudio como sobre las tablas. Su apuesta es el clasicismo, un camino tan meritorio o más que el de los experimentos con gaseosa que tanto parece valorar la critica ‘cool’. El recital fue impresionante, cada palabra que canta Fernández suena sólida y sentida, como con la alegría o el resquemor recién estrenado, resonando en la madera de una voz majestuosa. No nos sobran gargantas así.
Acudió tanta gente a aquel concierto que muchos tuvimos que seguirlo desde fuera, pegados a un perímetro marcado con cuerda, bastante lejos de las tablas. Ni que decir tiene que nadie se marchó. La intensidad de su cante llegaba a cualquier lugar y el silencio del público era absoluto, reverencial, en aquella tarde espléndida de julio. No puedo imaginar mejor prueba de su poderío, que se crece en las canciones de angustia y abandono. Para su nuevo trabajo, con el mismo guitarrista, sigue centrado en el asunto más complicado del mundo: Amor (Universal, 2020). Como siempre, va con todo: “Veinticuatro horas al día, si tuviera veintisiete/ tres horas más te querría", recita en los tientos titulados “La Amada”. Son versos sencillos y directos, que se cantan dando todo o no sirven para nada. Se trata de su cuarto disco, el primero en que aparece como compositor de música y letras.
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Fernández es tan bueno, tan pluscuamperfecto, que si los estudios Pixar tratasen de dibujar a un cantaor flamenco seguramente obtuvieran algo parecido. Piel cobriza, pelo negro ensortijado, voz que se impone desde los primeros requiebros. Muy pronto se le colgó la etiqueta de “el nuevo Camarón”. A los veinte años debuta en un espectáculo de Carlos Saura y se va consolidando la comparación, a la que él responde con modestia admirable: “un nuevo Camarón es imposible, pero daría las gracias a las personas que dicen eso”. Parece muy cómodo con el paralelismo, demasiado según sus detractores, que le acusan de cultivarlo por motivos de mercadotecnia.
Respetado por los grandes
Antes de que se fijaran en él Saura y María Jiménez, había participado en un espectáculo del cómico Fernando Esteso. Ahora lo tiene todo para convertirse en el gran icono flamenco de mileniales y postmileniales. Cuando le entrevistaron en La Resistencia, regaló a David Broncano una camiseta del ciclo Los Lunes Flamencos de la extinta sala Revólver, que exhibe una imagen del Camarón maduro. Fernández llevaba esa noche, como tantas otras, un colgante con la media luna que Camarón se había tatuado en la mano (en su casa también tiene una vajilla con la cara del ‘cantaor’ de La Isla). Este verano iba a participar en una gira de Tomatito, poniendo voz a himnos emblemáticos de José Monge como el “Romance del amargo”, “Nana del caballo grande” o “Leyenda del tiempo”. Podremos disfrutar del espectáculo en 2021.
En 2020 la pregunta sobrevive: ¿está forzando el manchego la comparación para heredar el trono del maestro? Suena absurdo: las barreras que rompió Camarón desde el comienzo de su carrera no se pueden volver a franquear, ya están vencidas. El mérito de Fernández está en una voz, unos conocimientos y un saber utilizarlos que le han ganado el respeto de los mayores iconos vivos del flamenco. El problema, como ha dicho Martín Guerrero, patrono de Casa Patas, reside en que Camarón “puede ser una jaula”.
Los aficionados y críticos destacan la calidad de su voz y unos conciertos que superan en intensidad a sus grabaciones
De momento, Fernández no tenido que serrar los barrotes. Quien mejor ha explicado la relación entre maestro y alumno es Silvia Cruz Lapeña, una de las mejores firmas de la critica flamenca actual: “Es evidente que puede emborrachar a una parte de la afición más exigente, esa que anda cansada de mezclas forzadas, pero Fernández también es capaz de atraer a un público ajeno o joven dispuesto a beberse el ‘flamenco con flamenco’ que promete. No hay más que escuchar los tangos del inicio (donde recuerda a La Niña de los Peines) para que quede claro que a Israel le pueden buscar similitudes con Antonio Chacón o Manolo Caracol, aunque él viene a hacerlo todo a su manera. Lo mismo ocurre con la seguiriya del final, donde es imposible no acordarse del De La Isla, pero que consigue hacer suya”, escribía en una preciosa reseña de Universo Pastora (2018).
Tradición flamenca
Nacido en una familia gitana de Corral de Almaguer (Toledo), Fernández ha mamado la cultura flamenca desde la cuna. Fueron su madre y su abuela Petra quienes más alimentaron su afición. Inició su vida pública en concursos de televisión, donde impresionó a muchos aficionados. Además de su devoción principal, también es admirador de Enrique Morente y de artistas menos conocidos como El Garrido de Jerez, El Cojo de Málaga, Corruco de Algeciras, Carbonerillo, Manuel Escacena, Juanito Mojama y Porrina de Badajoz. Desde sus primeros pasos, ha tenido de su lado a los expertos, que -sin desmerecer sus discos- coinciden en que alcanza su máxima potencia expresiva en directo. Si se enamoran de este Amor, el siguiente paso lógico es un acercamiento más carnal cuando se vaya normalizando la agenda de conciertos.