Javier Gomá tiene una capacidad innata para inyectar razones a los episodios de la vida, por elementales o sencillos que sean. Filósofo, abogado y escritor, Gomá cree con firmeza en que el pensador tiene la capacidad de convertir la experiencia en concepto. Y justo por eso conviene recurrir a él en esta tiempos de cautiverio y pandemia.
Gomá tiene una trilogía de lo que él llama microensayos, el más reciente Filosofía mundana. Microensayos completos (Galaxia Gutenberg), un volumen que conecta y completa la senda que comenzó con Todo a mil (Galaxia Gutenberg) y Razón portería (Galaxia Gutenberg).Muchos de los temas que aborda en esos libros iluminarían estos días donde convivir se ha convertido en una experiencia de extremos. El exceso de soledad o de compañía afectan por igual.
Esta crisis sanitaria tiene además un relato político que gravita alrededor de la ejemplaridad, un concepto al que dedicó una tetralogía publicada en conjunto en 2014: una primer entrega sobre la historia y teoría general de ese concepto (Imitación y experiencia); su formación subjetiva (Aquiles en el gineceo); su aplicación a la esfera política (Ejemplaridad pública) y su relación con la esperanza (Necesario pero imposible).
La experiencia política que supone esta pandemia abre un conjunto de interrogantes a las que Gomá ha dedicado páginas y páginas de reflexión: el bien común, la ciudadanía, la democracia, nuestra relación con os sentimientos y las relaciones que sostenemos con quienes están a nuestro alrededor. Sobre estos remas reflexiona el Premio Nacional de Ensayo en estas preguntas que contesta a Vozpopuli.
-En tiempos de pandemia, ¿qué diferencia la ejemplaridad de la vigilancia? ¿cómo se ve afectado ‘el demos’ en este escenario?
La ejemplaridad se concreta ahora en la vigilancia. Lo más interesante de la pandemia es que hace patente las limitaciones de las teorías políticas de las instituciones y de los sistemas. Ha habido siempre una cierta tendencia a tecnificar la política y ponerla en manos de los tecnócratas, como si la política fuera una ciencia básica y estuviera reservada a expertos. Ahora bien, de todas las ciencias que existen la menos predictiva y en consecuencia la menos científica es justamente la política. Se dice de ella humorísticamente que lo predice todo menos el futuro. Y es que el comportamiento de las sociedades, a diferencia de la naturaleza, acaba dependiendo de miles de decisiones individuales, libres, imaginativas, irrepetibles, imprevisibles. Una sociedad descansa en la ejemplaridad de los individuos que configuran costumbres.
Por eso desde Aristóteles la virtud política por excelencia es la prudencia individual, que aplica lo correcto al caso concreto conforme a un tacto indefinible que está en manos de hombre corriente, no de los expertos. Y se hizo patente en la buena rueda de prensa que dio Pedro Sánchez el sábado 14 cuando el Gobierno declaró el estado de alarma. El gobierno podía aprobar unas leyes, movilizar todos los recursos institucionales, pero, como él mismo dijo, vencer el virus dependía de no extender el contagio, lo cual a su vez dependía del cuidado, el comportamiento, la ejemplaridad cívica de hombres y mujeres comunes que asumían la necesidad de un comportamiento por su parte. ¡Bella metáfora del funcionamiento de la sociedad real! Todo pende de la ejemplaridad individual, colectivamente orientada. Sin excluir, por supuesto, la importancia fundamental de las instituciones para orientar, coordinar, colaborar y a veces forzar un comportamiento. El virus ha hecho buena la tesis que defendí en Ejemplaridad pública sobre el juego ejemplo/costumbre. Pero desgraciadamente la ciencia política contemporánea ha olvidado la importancia de las costumbres (lo que debe-ser aunque no lo exija una ley).
En Todo a mil, Razón portería y Filosofía mundana asegura que las personas necesitan del filósofo razones. ¿Cuáles podrían ser algunas en estos tiempos de cuarentena?
Escribí durante la crisis económica (2008-2018), para oponerme a esa orgía de crítica al gobierno que la angustia estaba levantando, que un intelectual debe, en épocas prósperas, alertar de los peligros, y en épocas calamitosas, dar razones para la esperanza. Normalmente el intelectual suele hacer por desgracia lo contrario: se abandona a un nihilismo muelle durante la prosperidad y encabeza la vanguardia de la crítica inclemente durante la crisis, añadiendo pesimismo y desesperación de una sociedad ya deprimida. Vuelvo a defender la misma tesis ahora. Hay que apoyar al gobierno, ayudarle en su tarea, infundir confianza en la población, aportar argumentos que colaboren a la solución. Por eso estoy completamente a favor de los aplausos, que cohesionan a la sociedad en torno a los luchadores esforzados contra el enemigo común y, en cambio, me parece una mamarrachada de lo más inoportuna la cacerolada contra el jefe del Estado, porque sólo puede llevar a desgastar a ese Estado que ahora lucha y a sembrar la discordia y la desunión en la población. Todo esto sin perjuicio, claro está, de depurar las responsabilidades civiles, penales y de todo tipo cuando proceda siguiendo los procedimientos debidos.
¿Cómo se entiende lo democrático en tiempos de alarma? ¿se posterga? ¿se aplaza? ¿se matiza?
Lo democrático sufre en tiempos de alarma: ceden libertades y derechos para que la sociedad pueda defenderse de un peligro mortal. “Salus publica suprema lex esto”, solían decir los romanos, donde “salus” significa tanto salud como salvación. El primer deber de una sociedad es estar a salvo, salvarse, preservar su salud. Y en estas circunstancias la separación de poderes se modula en este momento excepcional porque, para coordinar la lucha con todos los medios disponibles, el Gobierno asume funciones casi soberanas, parecido a un sistema autoritario, pero aquí con respeto de la Constitución y eso quiere decir que de forma limitada y controlada.
La reclusión como realidad es algo que no elegimos, ¿conviene pensarla? ¿de qué forma?
Me acuerdo de una cita de los Pensamientos de Pascal: “He dicho muchas veces que la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: de no saber estarse quieto en su cuarto”. Bueno, pues ahora tenemos ocasión de aprender a estar en nuestro cuarto. A lo mejor aprendemos a soportarnos a nosotros mismos. Y, después, saltamos a los demás y creamos una amistad cívica con los demás. La gran paradoja ahora es que nos encerramos para anudarnos. Nos retiramos por solidaridad con los demás.
Sobre el mensaje del rey Felipe VI ¿Entre la corona y un padre, se puede elegir la corona?
Para proteger la institución el actual rey ha tenido que marcar distancias o romper con su hermana, su cuñado y ahora con su padre. Es un drama desgarrador políticamente inevitable. Una institución conlleva una despersonalización que obliga a romper o despegarse de vínculos afectivos cuando la perjudican. Por eso los reyes de todas las épocas, por muy amables o próximos que sean, transmiten una cierta indiferencia o desapego hacia las personas concretas. Se aceptan cuando son instrumentos útiles a la institución. En caso contrario, se rechazan. Ni siquiera el rey actual es titular último de la institución, lo es el linaje, la dinastía, un concepto suprapersonal.
¿Qué está leyendo en estos días? ¿Recomendaría algún libro a modo de farmacopea?
Por las mañanas, nada más levantarme, desde hace mucho tiempo leo libros que en sentido muy general podríamos llamar teológicos. Eso no ha variado. Pero justo ahora leo el primer tomo de la autobiografía de Canetti, La lengua salvada, que me está pareciendo excepcional, un descubrimiento; y lo combino con “Historia de Sicilia” de Norwich.
¿Qué ha dejado de ser importante para usted desde que se desató el estado de alarma?
En el mes de marzo y abril se habían acumulado un número desproporcionadamente grande de compromisos: conferencias, intervenciones, la tercera edición aumentada de mi libro Dignidad, viajes, incluido uno a Colombia, donde se iba a reponer mi monólogo Inconsolable. El 16 de abril se estrenaban en el Teatro Galileo dos piezas cortas mías, junto con otras dos de Ernesto Caballero. Todo esto ha quedado en suspenso. No me desentiendo y espero, como me dicen, que ambos estrenos se producirán, igual que el de mi comedia en septiembre en un importante teatro de Madrid. Pero a todo le he puesto tres puntos suspensivos...