Éste se refiere, cierto, a una película de Coppola del año ’87, donde el irregular y magistral director recupera a ese roqueño James Caan para una peli de Vietnam sin Vietnam, pues tales jardines a los que se refiere son los que se forman en Arlington (VA) con las lápidas de los soldados muertos en combate. Un cementerio, vaya. Tampoco me refiero a esos parterres pétreos, todo ello muy zen parece ser, de estilo y origen nipón, y que dan y otorgan tanta paz interior según dicen.
Aunque más parecido a esto segundo es, presumo, la peregrina idea que han tenido la gran mayoría de alcaldes de uno y otro signo que ostentan y algunas detentan, la vara de regidor municipal. ¡Digo yo! Porque es que parece, además, que han asistido al mismo seminario o taller (o a un workshop, que en inglés todo queda como que mucho más moderno, que lo de seminario suena a meapilas, y taller a mono azul sucio de grasa). Pero no sé yo si cogieron bien los apuntes, o ciertamente les apuntaron la lección de manera tan torticera, pues si quisieron hacer algo parecido a un relajador jardín japonés, desde luego han suspendido pero que bien.
Lo que queda claro, es que ese empeño en convertir plazas, plazuelas, paseos y calles en remedos de lugares amables y, como dicen en politiqués (hallazgo de palabro por parte de Amando de Miguel), “recuperados para el peatón”, ha sido un fracaso de dimensiones ciclópeas. Y aunque pueda referirme en visión directa y cotidiana de lo que queda cerca en rededor de mis doscientos metros al Km. 0, en mis viajes por todo lo largo y ancho de este mundo hispano, he constatado lo mismo.
Espacios donde se han arrancado árboles decenarios y centenarios incluso con la escusa de presuntas enfermedades arbóreas que nadie mas veía, para ser sustituidos por quintales de piedra, de losas de granito de Guadarrama que, si es proporcional, la vecina La Pedriza tiene que ser un vergel de césped irlandés, que no habrá más verde en toda la verde Erín.
Plazas que en la canícula que se asoma, serán parrilleros pedregosos para guiris sin cocer. Infiernos sin sombra posible ni escape de un Lorenzo implacable que caerá como castigo indiscriminado para justos y pecadores. Suelos que irradian reverberación de calores formando espejismos donde se creerá ver un árbol que guarda un cómodo banco junto a un imposible puesto de agua de cebada o de fresca horchata, cual oasis en pleno Gobi. Que, por cierto, esa es otra.
¿En qué parte del Workshop ese de marras les han indicado que los habitantes de las ciudades no queremos ni necesitamos, ese curioso “mobiliario urbano” (el politiqués es de traca, es cierto) que antes eran común, habitual y normal, que llamábamos bancos? O sea, que nos recuperan espacios para el peatón, pero circule, circule. Nada de sentarse a la fresca (¡si la hubiera!) viendo pasar el tránsito, o disfrutando a buenas horas de la solana, que para todo hay en la viña del Señor, con un heladito, o con un libro, tableta o e-reader a preferencia, disfrutando del tráfago de la ciudad mientras uno viaja allá donde le lleve la lectura.
No. Se han empeñado nuestros excelsos munícipes en que si queremos sentarnos, lo hagamos en terrazas de pago, que en el centro de las ciudades podrían los camareros ir ya puestos, vestidos de colegas de Luis Candelas, trabuco incluido, habida cuenta de lo que te clavan por una cerveza cada vez peor servida ¡y sin tapa! Se han empeñado en que aquellas que recuerdo frondosas, sean páramo berroqueños de llorosa nostalgia por los otrora álamos, castaños y plátanos que hacían fronda de lo que hoy es erial. Calles que han perdido incluso en este rompeolas de las Españas que es la Villa y Corte, aquellas fuentes públicas con tan buena y fresca agua del Lozoya. En fin, que nos han hecho unos bellos jardines de piedra por doquier, pues debe de ser que no hay nada más zen que un cementerio.