El otro día mi admirado Antonio Bohórquez escribió un tuit que da para artículo y también para tesis doctoral: "Quizá la crisis actual de los compromisos para siempre no radique en su desprecio sino en su excesiva idealización". De primeras esta sentencia puede parecer no sólo paradójica, que lo es, sino también falsa. ¿Idealización? ¡Al contrario! Es rechazo. No hay matrimonios porque nuestra sociedad rehúye el compromiso, las decisiones que atan para siempre a quien las toma. El hombre contemporáneo no se casa porque sospecha que hallará la felicidad de otro modo, acaso recorriendo Asia cada verano, acaso cultiuvando su yo interior en clases semanales de yoga, acaso manteniendo relaciones efímeras, ésas que duran lo que dura la excitación de los primeros días. Y si ha llegado a casarse, que un error lo comete cualquiera, se divorcia porque no estima lo suficiente el compromiso, porque no se toma en serio su propia palabra, porque ha sucumbido a la voluptuosidad del capricho.
He aquí la explicación clásica de la decadencia del matrimonio, ésa a la que se adhieren quienes saben o dicen saber de decadencias y de matrimonios. El problema radica en que, como explicación que es, ni agota ni puede agotar el asunto. Cualquier sistema, por completo que se nos antoje, sólo ilumina parcialmente la realidad, siempre inabarcable, siempre excesiva para la razón humana, siempre con su punto misterioso e incluso inefable.
De ahí la importancia del tuit de Bohórquez, que enriquece la tesis habitual y, por tanto, nuestra visión de esta realidad concreta. Hay personas que, valorando mucho el compromiso, o bien no se casan nunca, o bien cometen la imprudencia de hacerlo y con el tiempo se divorcian. Tal vez no hayan encontrado a un hombre ―o a una mujer― que cumpla sus exigencias y no palidezca ante el ideal: el que es guapo también es, ay, antipático; el que tiene la nariz perfecta también tiene, ejem, unas entradas que presagian calvicie. O tal vez se hayan casado esperando mucho del matrimonio y la realidad haya defraudado sus expectativas. Les dijeron que el amor salva, que sólo él da la felicidad, y resulta que nada de eso, que el amor consiste más bien en un bucle infinito de recados, trayectos en coche, obligaciones burocráticas, compromisos improrrogables, discusiones agitadas que sólo un desalmado, alguien irremediablemente insensible a los anhelos del hombre, relacionaría con la felicidad. ¿Cómo no divorciarse ante semejante decepción?
El conformismo ahorra muchos disgustos y es la segunda mejor forma de evitar el divorcio
Josep Pla escribió un artículo, 'Teoría de la propina', que es más que pertinente para tratar el tema que nos ocupa. Su tesis es que, entre la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, en una realidad fundamentalmente amable, y su contraria, la de que el universo bueno, lo que se dice bueno, no es y de que está regido por la crudelísima ley que dispone que las tostadas caigan al suelo por el reverso untado de tomate o que tiremos la copa precisamente cuando está llena de vino, es preferible la segunda. Más vale ponerse en lo peor y que la realidad le sorprenda a uno para bien que ponerse en lo mejor y después llevarse un chasco.
Josep Pla y las expectativas
Aplicar la teoría de Pla al matrimonio es lo que sugiere el padre Bohórquez y lo que yo propongo abiertamente. Claro está que lo ideal es que esperemos del matrimonio una amalgama de sinsabores y dichas, de desgracias y bendiciones, pero ése es un justo medio accesible sólo para los hombres más elevados. El hombre corriente ―y, con él, el plumilla que escribe estas líneas― se desplaza siempre del exceso al defecto y, en este caso, mejor el segundo que el primero. Entre imaginar el matrimonio como una sucesión de risas y banquetes sólo interrumpida por la muerte e imaginarlo como un sendero angosto, repleto de peligros y bordeado por un abismo, más vale alinearse con Pla y elegir la segunda opción. Ser conscientes, tan conscientes que la sola conciencia abrase, de las limitaciones de nuestra mujer, de su carácter tormentoso, de esa propensión tan suya a decir justo lo que más nos jode y a hacer A cuando nosotros habríamos hecho rotundamente, sin dudarlo siquiera un instante, B. Este conformismo nos ahorrará muchos disgustos y es la segunda mejor forma ―la primera, ya lo hemos dicho, tiene algo de gnóstico, sólo pueden alcanzarla unos elegidos― de evitar el divorcio.
Alguien podría objetar que la teoría de la propina de Pla y su aplicación al matrimonio pecan de pesimismo y que, por tanto, no hacen justicia a la realidad, podría objetar en fin que ensombrecen una realidad que es, a pesar de todo, fundamentalmente luminosa. Me tomaré la licencia de responderle que es exactamente a la inversa. La teoría de la propina, al presentarnos las cosas buenas como inhabituales, como un relámpago que ilumina por un instante la sombra general que envuelve el mundo, nos permite verlas como debemos: bajo una apariencia milagrosa, como prodigios, dones que se nos han concedido pero que podrían habérsenos negado. Ya no daremos por sentada una carantoña, tampoco un elogio, mucho menos un beso; los tres se nos aparecerán al modo de una gracia que adviene súbitamente para salvarnos. Todo estaba predispuesto para la catástrofe, y sin embargo… ¡Propina!
Yo me aplico el cuento con mi novia, M., que ahora, al leerse aquí, estará enrojeciendo no sé si de vergüenza, de ira o de ambas, y mascullando algo que suena como un "te mato". Parto de la premisa de que va a hacer algo que me desconcierte, de que va a pronunciar unas palabras que me incomoden, de que va a tomar una decisión que yo ni muerto tomaría, y cuando hace lo que es juicioso hacer, que es casi siempre, lo celebro como un acontecimiento extraordinario, chin-chin, le doy las gracias y pienso para mis adentros que la vida es maravillosa a condición de que uno no la atosigue con sus expectativas.