Rafael Jiménez es autor de 'Juan Valera: Liberalismo político en la España de los turrones'
El día 18 de este mes de octubre se cumplen dos siglos del nacimiento del gran novelista, epistológrafo y ensayista que fue Juan Valera, originario de Cabra. Las tres facetas citadas del autor, así como su condición de poeta, son bastante conocidas entre los especialistas, menos lo es su condición de diplomático y de político, actividades que fueron sustancialmente las que nutrieron de recursos su existencia.
A pesar de todos los detalles que el autor contó sobre sí mismo en su magnífica y abundante correspondencia, su vida ofrece aún puntos oscuros. Su “misteriosa e incalificable personalidad”, como la definiera Clarín, abre un mundo de sorpresas a quien se acerca a la vida de tan singular y fascinante personaje. En la vasta correspondencia de Juan Valera hay pocas ideas que se repitan con más persistencia que la de obtener o repartir turrón (“destino público o beneficio que se obtiene del Estado”). Ciertamente, obtener algún turrón fue una obsesión en la vida del escritor. Una y otra vez nos recordará Valera lo difícil que resultaba en este país vivir de las letras. Así, no es extraño que sus tempranas veleidades de convertirse en poeta o escritor, se convirtieron pronto en subsidiarias frente a otras actividades más lucrativas.
En una muy citada carta autobiográfica escrita en 1863, don Juan da noticia de su infancia y adolescencia: “En Cabra me críe y aprendí las primeras letras, y empecé a aficionarme a la lectura (…) La Filosofía la estudié, o dicen que la estudié, en Málaga, en el seminario conciliar (…) Estudié latín y emprendí la carrera de abogado (…) Durante algún tiempo había aprendido yo francés e inglés e italiano, aunque no muy bien nada, y había tenido conatos de aprender la lengua alemana (…) Ya de doce o trece años había leído a Voltaire”. Un joven, sin duda, especial.
La vida de Valera, una vez acabados sus estudios de Derecho, transitó principalmente por los raíles de la diplomacia y de la política, con dedicación intermitente al periodismo y la literatura. No deja de ser sorprendente que alguien con tanto talento para las letras, que con el paso del tiempo irá consolidando, se dejara arrastrar fácilmente hacia actividades profesionales tan prosaicas, como eran, sin duda, la diplomacia y luego la política; mundos alejados radicalmente de la pulsión intelectual que él vivía intensamente. En realidad, Valera era un diletante intelectual, en el mejor sentido del término. Su curiosidad era inagotable. Hombre cultísimo, iba de un tema a otro con facilidad pasmosa, lo cual sin duda enriqueció su mirada crítica, muy por encima de la mayor parte de sus contemporáneos.
Nunca dejó de ser un bon vivant. Las actividades mundanas le atraían. Le confortaban las reuniones de la sociedad aristocrática, los bailes, las tertulias, el buen comer, requebrar y enamorar a las damas. Así se lo escribió tempranamente a su padre: “A pesar de mi liberalismo filosófico, soy aficionadísimo a la gente de alto copete”.
Sin embargo, su tránsito por la diplomacia y por la política, y no por otros senderos, se basó, por un lado, en la búsqueda de una autonomía económica. No era su familia rica, precisamente. Tal como escribió, “los bienes de mi madre no eran sino muy cortos, a pesar del título” (II, 1963: 360). Y, por otro, una vez casado, la búsqueda incesante de turrón fue un medio de hacer frente a sus innumerables gastos domésticos. Como escribió Azaña, ni él ni su mujer eran el ave fénix de las finanzas.
Sus orígenes aristocráticos por parte de madre (Marquesa de La Paniega) y su apellido materno (Alcalá de Galiano), que dio pie -como también escribió Azaña- a “una saga de hombres distinguidos en las carreras civiles del Estado”, siempre le abrirán puertas y le empujarán hacia su permanente búsqueda de aquellos contactos que le pudieran ser de ayuda en su camino existencial para lograr altos estándares de vida.
Sus principales ingresos procedieron, por consiguiente, del ejercicio de cargos públicos. Tales turrones, muy propio de la España del momento, eran más bien intermitentes y, una vez finalizados, daban lugar a períodos más o menos largos de cesantías. Su vida profesional giró en torno a la diplomacia, la política y su condición de escritor. La diplomacia fue su medio de vida central durante largos períodos; la política representó la pretendida forma de abrirse puertas para encontrar mejor acomodo social. Y en las letras, siempre presentes dada su innegable altura intelectual, se refugió en tiempos de tempestad política (cesantías), también como medio de obtener recursos económicos, lo que nunca ocultó. Juan Valera viajó por muchos países en sus puntuales destinos diplomáticos y depositó mucha pasión en la política, de la que obtuvo magros resultados.
Valera en su vastísima y deliciosa correspondencia se mostró, al menos con determinados interlocutores, muy cristalino a la hora de exponer su modo de ver las cosas, sus filias y fobias, sus fortalezas y debilidades, también su modo de concebir la política y las relaciones diplomáticas. La sinceridad que muestra en algunas de sus cartas supone, por consiguiente, una suerte de desnudez de su propia personalidad. Sorprende, sin duda, la atención y el espacio que en su correspondencia Valera dedicó a sus amoríos, aventuras o trato con las mujeres, por las que mostró siempre una atracción evidente, no pocas veces compartida. No en vano, uno de los grandes estudiosos del autor, Cyrus C. DeCoster, llegó a afirmar que “el número de sus conquistas amorosas es legendario”. En cualquier caso, a partir de su retorno a Madrid después de diferentes destinos diplomáticos (1858), sus confesiones sobre amoríos y aventuras sentimentales son mucho menos explícitas y, tras su matrimonio con Dolores Delavat (1867), el silencio se impone; con la única excepción de la tardía y finalmente trágica relación con el suicidio de la Bayard, confidencias que solo comparte con su hermana Sofía.
La vida de Juan Valera se puede estructurar a través de las estaciones. En su prematura primavera político-diplomática (1847-1857), la diplomacia fue la actividad dominante. En la plenitud primaveral de su existencia (1858-1867), la actividad política tomó, en cambio, protagonismo casi absoluto. En el estío político, que transita de 1868-1875, la actividad parlamentaria y gubernativa tendrá un protagonismo estelar en su vida. Sin embargo, tras quedarse cesante, esos son años en los que se produce con fuerza su tardío renacer literario. Las cosas cambian radicalmente durante su etapa otoñal, marcada por destinos diplomáticos de lustre (Washington y Viena), con alguno de menor enjundia (Bruselas). El otoño crepuscular, cuando don Juan superaba los 64 años y se aproxima a ser septuagenario (1888-1893), conoce de nuevo los sinsabores de la cesantía, pero tras algunos años de penitencia saborea de nuevo las mieles diplomáticas en Viena, donde estará destinado hasta mediados de 1895. El invierno existencial de Valera se inicia tras su retorno a España con 70 años cumplidos. La ceguera le invade y, tras ciertas dudas iniciales, se acoge a la jubilación.
Don Juan, de hecho, murió “escribiendo” (realmente, dictando). Su última contribución fue precisamente su tercer ensayo sobre El Quijote, encargado por la Academia en conmemoración del tercer centenario de nuestro gran literato, que fue leído cuando ya Valera había fallecido. Su vida como académico es magníficamente analizada por Santiago Muñoz Machado en el prólogo al libro que se cita en nota. El 18 de abril de 2005 su vida expiró.
Doscientos años después de su nacimiento, conviene recordar a tan insigne escritor, pues el paso del tiempo ha ido borrando su enorme huella. Valera es un autor a rescatar, también por su liberalismo templado. Releer sus obras, especialmente su Correspondencia, ensayos y sus novelas, sigue siendo un placer indescriptible, amén de lo mucho que se aprende sobre lo que fue y es este país llamado España.