El aforismo es un género de moda, en parte por su frescura y también porque cada vez tenemos menos tiempo para lecturas largas. El joven editor, pensador y columnista Julio Llorente (Santa Cruz de Tenerife, 1996) presenta un primer volumen tan ligero como sustancioso, bajo el modesto título de Titubeos (Isla de Siltolá, 2023). “En tiempos de smartphone, la presencia es apenas una de las modalidades de la ausencia”, reza una de sus sentencias cortas, demostrando que domina el arte de decir mucho con las palabras imprescindibles.
Pregunta. Para empezar, me gustaría preguntarte cómo nace tu interés en el formato del aforismo y qué aporta respecto a otras formas literarias.
Respuesta. Mi interés nace de una convicción quizá equivocada: la de que a buena parte de los ensayos que se escriben hoy les sobran, al menos, la mitad de sus páginas; la de que el recurso del que se sirven muchos escritores ramplones para ocultar su mediocridad es la palabrería, la hojarasca, la farfolla. En el aforismo, donde la vacuidad es fácilmente perceptible porque no hay lugar para la verborrea, el autor se expone más. Y allí donde está el peligro, crece también lo que nos salva, que diría Hölderlin.
P. ¿Quiénes son sus tres aforistas preferidos y por qué?
R. Me encanta que me preguntes por tres, número de resonancias trinitarias, y no por uno, dos o seis. El primero ―sin orden ni concierto― es Ramón Eder, inteligente y muy mordaz; el segundo es Enrique García-Máiquez, igual de inteligente pero más luminoso; y el tercero es Chesterton, que cultivó el género sin pretenderlo. No puedo dejar de citar a Joubert ―todo un descubrimiento para mí― y a Carlos Marín-Blázquez, discípulo aventajado de Nicolás Gómez Dávila.
P. Uno de sus aforismos reza que lo más difícil no es creer en Dios, sino reconocer su huella hasta en las criaturas más miserables. Unas páginas más adelante, sostiene que no hay nada en la realidad indigno de ser cantado. ¿Infravaloramos el mundo en que vivimos?
R. Estoy convencido de que sí. Empiezo culpándome a mí mismo, pesimista contra toda lógica. Enrique García-Máiquez dice que «la tristeza es muchas veces una falta de atención» y Jesús Montiel remata la faena recordándonos que «todas las cosas nos dicen su aleluya». Incluso las entidades más bajas pueden ser elevadas por una mirada inocente, incluso las cosas más torcidas pueden ser enderezadas por una voluntad noble, incluso las realidades más indignas pueden ser cantadas por una voz limpia. Ése es mi credo.
P. “La pereza es en muchísimas ocasiones el preludio de la contemplación”. ¿Le parece, entonces, exagerado considerarla un pecado?
R. Yo, como católico, no me atrevería a llevarle la contraria a la Iglesia en esto. Es un pecado y, además, capital. Ahora bien, como tomista irredento, afirmo que «pertenece a la infinita bondad de Dios permitir los males para de ellos obtener los bienes». De la pereza pueden obtenerse muchos. Y es normal que, en una época tan agitada como la nuestra, se nos aparezca incluso como una virtud. Brindo por todos los vagos, que responden al tráfago del mundo con un úrsido bostezo.
El llanto de un recién nacido es un canto de esperanza
P. Creo que mi aforismo favorito es este: “Dice mucho del mundo en que vivimos que nuestro ocio tenga más de evasión que de celebración”. Es un problema que va a más: Meta, las gafas de realidad virtual de Apple, la epidemia de opiáceos…¿Cómo se reengancha uno al mundo real?
R. Quizá, primero, reconciliándonos con nuestra rutina, por tediosa que esta sea. Descubriendo novedad donde parece haber tan sólo monotonía, belleza donde apenas vemos fealdad, acontecimientos donde sólo encontramos hechos. Decía Chesterton que una aventura es un inconveniente debidamente considerado y que un inconveniente es una aventura indebidamente considerada. Nuestra rutina, tan aburrida en apariencia, es toda una epopeya. Sólo hay que afinar la mirada.
P. “Soy chestertoniano de chicha y nabo. Simpatizo con el hombre corriente siempre y cuando éste sea una abstracción”. Le honra reconocer esto, una condición común en la mayoría de chestertonianos que conozco, que suelen ser gente finísima que cultiva mucho su singularidad. ¿Estamos ante una paradoja llevadera o vergonzante?
R. Es vergonzante, por un lado, porque me delata como un chestertoniano de pacotilla; y llevadera, por otro, porque también habla de la grandeza de nuestro maestro: qué fácil es amar a la humanidad y qué difícil, ay, amar al hombre concreto que está frente a nosotros en el autobús, con sus piercings, sus tatuajes y su móvil a todo volumen. Chesterton no amaba una abstracción, sino a una multitud de hombres concretos a los que las élites, de una manera o de otra, habían traicionado. O, mejor, a los que rara vez en la historia han sido leales.
P. “¿Quieres librar la batalla cultural? Empieza por no desenfundar el móvil cada vez que te detienes ante un paso de cebra” ¿La verdadera guerra es la de rendirse ante la tecnocracia o pelear contra ella?
R. Me parece mucho menos contracultural escribir un tuit contra la ideología de género, por políticamente incorrecto que esto sea, que renunciar a Twitter como sacrificio cuaresmal. Si se trata de librar una guerra cultural, hemos de librarla también contra los dispositivos, que nos privan de todas las virtudes necesarias para que una verdadera cultura florezca: asombro, paciencia, atención, templanza…
P. “Las amistades verdaderas no son las que sobreviven a la distancia, sino al reencuentro”. ¿Por qué tenemos siempre mejores relaciones con las personas a las que tratamos menos?
R. Me he dado cuenta de que las relaciones a distancia son relativamente fáciles. Basta con un guasap periódico y una llamada mensual, para ponerse al día. Lo difícil llega después, en el reencuentro, cuando a una persona que ha cambiado se le presenta el desafío de retomar una relación presencial con otra que también. Cuando nuestras inquietudes, nuestros anhelos, incluso nuestra cosmovisión ya no son los mismos y permanece, sin embargo, la obligación de amarse. Cuántas veces, tras el reencuentro con un viejo amigo, hemos pensado, melancólicos, que ya no es el que era.
P. “El problema del hombre contemporáneo no es que rehúya el sacrificio, como muchos dicen. El problema es que se sacrifica por las causas equivocadas”. ¿Podría ponernos un ejemplo?
R. Pienso, por ejemplo, en todos esos conocidos que rellenan tablillas de Excel de madrugada, mientras los demás dormimos. Algunos lo hacen por un fin noble: asegurarles el pan a sus hijos o donar dinero a una obra de caridad. Otros lo hacen por uno que no lo es tanto: por el suntuoso deseo de un viaje a través de África o por la vaga promesa de un éxito laboral futuro, por ejemplo. La capacidad para el sacrificio está ahí. Sólo hay que encauzarla.
P: Tiene dos aforismos contra el turismo, uno que dice que ya solo puede conocerse un lugar si te alejas de su centro y otro paralelo que señala que la masificación de visitantes ha logrado que las ciudades olvidadas sean las más atractivas. ¿Es una plaga de nuestro tiempo? ¿Alguna experiencia personal que le convenciera de ello?
R. Me incomoda el turismo porque le doy mucha importancia al viaje. Los turistas, por desgracia, no descubrimos otros lugares. Ése es un privilegio que se le reserva al viajero, que pasa mucho tiempo allí donde va. Parto de la premisa de que conocer una ciudad no consiste en haber admirado sus edificios más emblemáticos o en haber visitado sus mejores museos. Consiste, más bien, en tratar con sus gentes, en pasearse, en visitar algún bar de obreros, en curiosear tiendas anónimas. A los turistas nos está vedado el improductivo placer de deambular. Caminamos muy apresurados, de maravilla en maravilla, gozosamente insensibles a la esencia de la urbe que visitamos. Nuestra condena es la superficialidad.
P. Termino con otro que me encanta: “Basta un parque lleno de niños para desmentir los presagios de los pesimistas”. ¿Cómo tiene que estar de enferma una sociedad para caer en el antiniñismo que tanto caracteriza nuestra época?
R. El hombre es el único ser que se pregunta por qué dar la vida a un semejante. Nos diferenciamos en esto de los animales, que se reproducen instintivamente, porque sí, porque tienen que hacerlo. Por desgracia, esta época se ha convencido de que no hay razones para tener hijos: porque el planeta agoniza, porque se cierne sobre nosotros la sombra de una guerra nuclear, porque nuestra vida es un trágico sinsentido, porque todo acabará en pesadilla y muerte. Supongo que, para tener hijos, hemos de reconciliarlos antes con nuestro mundo; redescubrir su belleza; convencernos de que el único lugar indigno de un niño es aquel en el que no nacen niños. El llanto de un recién nacido es un canto de esperanza.