Un 27 de enero de 1945 los soldados del Ejército Rojo liberaron el mayor campo de exterminio nazi: Auschwitz-Birkenau. Hace ya setenta y dos años. No fue el único, pero sí uno de los más cruentos. En su interior encontraron 7.000 supervivientes en estado espectral, un millar de cadáveres amontonados para ser quemados y unas 600 personas ejecutadas en el último momento. El Holocausto -la Shoá, como se refiere al genocidio la comunidad hebrea- tuvo muchos campos de exterminio: Sobibor, Treblinka, Belzec, Majdanek, Chelmno... sin embargo, el de Auschwitz, instalado en 1940 en la localidad polaca de Oswiecim, a setenta kilómetros de Cracovia, es el signo más oscuro que sobre este episodio pueda existir.
"La muerte es un maestro de Alemania/ sus ojos son azules/ te alcanza con su proyectil de plomo/ te alcanza con su buena puntería", escribió el poeta alemán Paul Celán tres años después del cierre de un infierno que lo acompañó siempre: Auschwitz-Birkenau. No pasó por ahí -estuvo en Moldavia-, pero sí pudo ver cómo los vagones partían de su pueblo natal rumbo a aquella tumba donde el régimen nazi exterminó a los que, como él, eran judíos. Celán soportó la culpa del superviviente. Se arrojó al Sena, en 1970, carcomido por todo cuanto había visto. Los versos de Fuga de muerte sintetizan, todavía, el horror que quebró a hombres y mujeres y que aún se alza como una advertencia y de cuya liberación se cumplen este 27 de enero 74 años.
Hitler fue la gasolina más potente de aquel sistema. Compuso la obra más duradera del siglo XX: un horror que atravesó a todos y propició la muerte incluso clausurado. Afectado por un mesianismo de proporciones ciclópeas, Hitler creyó en todo lo que dijo y escribió: la necesidad de revisar la Europa creada en 1919, devolver a Alemania su poderío y crear un nuevo orden mundial. Todo eso ya lo había dicho, y desde muy pronto. Auschwitz fue su creación perpetua, incluso quienes sobrevivieron acabaron buscando la muerte con la que vivieron, piel con piel. Así le ocurrió al italiano Primo Levi, aún tras ser liberado no soportó las pesadillas que lo persiguieron y lo llevaron a suicidarse en 1987.
"Cuando estaba en el campo de concentración tenía siempre el mismo sueño: soñaba que regresaba, que volvía con mi familia y les contaba, pero no me escuchaban. La persona que tengo delante no me escucha, se da media vuelta y se marcha", escribió Levi, quien una vez libre, vagó arrastrando aquel peso. Nunca encontró el hogar al que ansiaba regresar: ya no existía. Unos, como Levi, vivieron para contarlo. Otros, como Anna Frank, pudieron llegar a contar su angustia antes de morir. Tras permanecer escondida en un sótano durante dos años, fue trasladada con toda su familia a Auschwitz. Dejó su diario como un atado de verdad a los pies de la vida que le fue arrebatada.
Primo Levi fue uno de los 24 supervivientes de los casi mil judíos deportados. Regresó a Turín en 1945, vivo, y aguijoaneado por el malestar que eso parecía desatar en su interior. El escritor consiguió sobrevivir a Auschwitz , pero no a su recuerdo de ceniza y muerte. Le horrorizaba que el revisionismo y el negacionismo crecieran en Europa. A Primo Levi lo atenazaba entonces -nunca se libraría de ella- la sensación de haber regresado a un mundo que ya no reconocía y que nunca podría ser nuevo. Recién llegado a su ciudad, consiguió un empleo en la fábrica Pont de Nemours & Company, en Turín.
Algo no era suficiente en aquella nueva vida, por eso el joven químico trabajaba con pinturas de día y escribía de noche. Levi comenzó a ponerlo todo por escrito: las cosas que había visto y escuchado, conversaciones y episodios. Sus pensamientos y obsesiones se multiplicaron en forma de notas que apuntaba sin orden en pequeños pedazos de papel o en el reverso de las cajetillas de tabaco y los billetes de tren, como si cualquier superficie fuera propicia para emulsionar aquel horror.
De aquellos apuntes surgió Si esto es un hombre. Aunque intentó liberarse escribiendo y dando sentido a aquel horror, Primo Levi nunca dejó de ser un preso. Permaneció encarcelado en el barracón de aquellos recuerdos que le pisaron los talones hasta encaminarlo al hueco de la escalera con el que puso fin a una profunda depresión que ni los antidepresivos ni los antipsicóticos pudieron combatir. En 1987 se arrojó por el hueco de la escalera.
Hay quienes, como el filósofo Reyes Mate, se preguntaron: ¿hay que conmemorar la liberación de Auschwitz? "Todavía campean en el mundo las fuerzas que alientan el olvido, la revisión o la negación de lo ocurrido", aseguraba Reyes Mate para referirse a lo que constituye la más honda y oscura herida moral del mundo moderno. En su obra Temblores de aire, Peter Sloterdijk ahonda también en la lógica del exterminio, en la turbia niebla del terror como nuevo paisaje forjado, en buena medida, bajo la bruma de aquel sitio. Las preguntas –o mejor dicho, la actualización de esas preguntas- se suceden en el recuerdo de un infierno que aún tiene supervivientes y en el que toda revisión es susceptible de alborotar la cicatriz. El polaco Antoni Dobrowolski, el superviviente del campo de concentración de Auschwitz con más edad, murió a los 108, hace ya seis años. Y sin embargo, aquel lugar aún resuena, con la fuerza de una advertencia.