Podría uno pensar que al filósofo Javier Gomà (Bilbao, 1965) le va lo de ocupar una portería; empujar una cubeta de agua o dar indicaciones a quienes preguntan por un piso. Pero nada más entrar en su oficina de la Fundación Juan March –que dirige-, se da uno por enterado: una cosa son las metáforas y otra la combinación que produce un zumo de naranja recién exprimido sobre la mesa de un amplio y alfombrado despacho en el madrileño barrio de Salamanca. Las metáforas… metáforas son. Y a este hombre, lo del rústico mono de trabajo le pilla lejos.
En Razón, portería, un libro “por entregas” que retoma los temas tratados en Todo a mil, Gomà incluye una serie de microensayos sobre la educación, el amor, la belleza, el compromiso, la imperfección o Europa; algunos de ellos ya fueron publicados en el suplemento literario Babelia, de El País, otros fueron exclusivamente escritos para este volumen que ahora publica Galaxia Gutenberg.
El libro es, según el jurista y filósofo, “una especie de bazar, de llave para el conocimiento”. No en vano, compara Gomà al filósofo con el portero de una finca, alguien a quien todos deberían preguntar acaso desde lo más esencial y necesario hasta el valor de un piso; alguien capaz de darnos “razones”. La diferencia entre los porteros y los filósofos -dice Gomà- está en que "el filósofo convierte la experiencia en concepto y tiene mayor grado de conocimiento". Sobre ese y otros temas conversa en esta entrevista.
-Utiliza usted la metáfora del filósofo como un portero, alguien que da una llave, una razón. Parte del hecho de que la gente los necesita, ¿realmente lo cree?
- Detecto una gran sed de razones e interpretaciones. A eso añado mi convicción de que el vivir es un enigma que produce cierta emoción y que la gente necesita razones para entender lo que le está pasando. Si por filosofía entendemos sólo lo que se produce en determinadas instituciones, digo universidades o centros de investigación, pues es posible que la mayoría de la gente pueda prescindir de determinados frutos que se desprenden de ahí. Pero desde la perspectiva del vivir y envejecer, creo que sí. Hay una demanda profunda de razones. Diría que ahora más. Creo además que todo el mundo es filósofo. Existe una filosofía vocacional que sólo algunas personas tienen y que trata de llevar esas interpretaciones a conceptos definidos, pero, en esencia, todos somos filósofos.
"Creo que ni Sartre ni Zola irían hoy a una tertulia; el tiempo filosófico es geológico, lento"
-A diferencia del siglo XX y aquella idea del compromiso del intelectual, hoy se ven menos filósofos en la esfera pública. Tampoco imagino que en La Noche en 24 horas invitaran a Sloterdijk a hablar de Heidegger, pero sí existe un vacío mayor.
- Es cierto que se está produciendo una transformación social de proporciones colosales sin precedentes, que es la realización histórica del principio igualitario. La cultura siempre ha sido aristocrática y la sociedad ha sido jerárquica desde la aurora de los tiempos. Eso genera un desconcierto. No tenemos bien definidas las fuentes de autoridad intelectual en esta nueva época. Por otra parte. Hay que tener cuidado de no confundir la actualidad política y periodística y el tiempo filosófico. Las dos primeras, que se mueven a una velocidad supersónica, no quieren tu opinión, quieren tu posición. La filosofía tiene una velocidad geológica. Es muy lenta. El verdadero fin del filósofo es proponer un ideal y refinar, como dice Mallarmé, el lenguaje de la tribu. Ahora mismo hablamos con palabras prestadas. Alguien tiene que hacerse responsable del todo, del lenguaje, y eso requiere tiempo. Creo que ni Sartre ni Zola irían hoy a una tertulia. Quizás sí, pero no en su función de filósofos sino de opinadores.
-Dice en el libro que la reforma de Boloña va encaminada a formar profesionales en lugar de hombres cultos. ¿Qué le parece entonces que persigue la reforma educativa de Wert?
-No tengo ni idea y no opino sobre esos temas.
"Pensamos que una hora más o una hora menos de literatura o filosofía en una reforma educativa hará diferencia; como si la salvación del universo dependiera de eso"
-¿Por qué?
-No me interesa.
-Vamos, usted que se dedica a pensar o al menos dice hacerlo, ¿debería no?
-Tampoco me va la vida en ello.
-Se lo pregunto por el tema de la supresión de la asignatura de ética del programa de estudios.
-A veces tendemos a creer que una hora más o una hora menos de literatura o filosofía en una reforma educativa hará diferencia; como si la salvación del universo dependiera de eso. No creo que la educación de mis hijos cambie por un programa aprobado por un gobierno. La educación debe implantar el amor por el conocimiento, no el conocimiento.
-Dice usted en que la cultura lo beatifica todo, mejor dicho, habla de la beatería de la cultura.
-La muerte de Dios en el ámbito político y cultural, ha producido una tendencia a la beatificación de los productos culturales. A veces da la sensación de que la cultura es la nueva religión. Esa tendencia a beatificar autores y obras, a hablar de rodillas de determinados dramaturgos, novelistas, tiende a petrificarlos, a convertirlos en mesías y eso me incomoda. En realidad, la beatería cultural me incomoda mucho, porque se le hace un falso tributo al beatificado. No conocemos a Platón o Aristóteles si no lo entendemos en sus carencias e incertidumbres. La verdadera cultura no tiene nada que ver con el consumo de libros o estar al tanto de las novedades, ir a conciertos o exposiciones. Que me parece muy bien que la gente lo haga, por algo soy el presidente de una fundación, pero la verdadera cultura no es eso, sino una interpretación de tu propia experiencia.
"La verdadera cultura no tiene nada que ver con el consumo de libros o estar al tanto de las novedades, ir a conciertos o exposiciones".
- Pero resulta, por ejemplo, que un Gin Tonic está gravado con un 10% de IVA y una entrada al teatro con un 21%. ¿Me dirá que ese tampoco es su debate?
-Ese no es mi debate. Toda la cultura y los libros están hoy disponibles gratis en Internet, en la Biblioteca Cervantes, por ejemplo. Lo mío es hacer una reflexión filosófica, no del tipo impositivo.
-Alude en su libro en varias ocasiones a la palabra y al acto del consenso. ¿Cómo se entiende el consenso cuando es tan complejo ponernos de acuerdo?
-No paramos de ponernos de acuerdo. El 99%de nuestros comportamientos están basados en la costumbre. Y eso es bueno, porque podemos aplicar nuestro talento a lo que realmente importa: innovar. ¿Quién le ha dado Platón el carácter de clásico? ¿Por qué seguimos leyéndolo? ¿Por qué se sigue vendiendo en las librerías? ¿Alguien ha aprobado un decreto administrativo diciendo que Platón es bueno o se ha probado en un laboratorio con experimentos? No. Se han establecido una serie de consensos al respecto.
"¿Quién le ha dado Platón el carácter de clásico? ¿Por qué seguimos leyéndolo? ¿Por qué se sigue vendiendo en las librerías?"
- En el libro dice que el mal ejemplo nos absuelve y el bueno nos interpela, ¿cuál es el efecto compensatorio de eso?
- Si tengo un ejemplo cercano, posible y virtuoso, uno tiende a preguntarse: ¿por qué no lo haces? En cambio, cuando el mal ejemplo es posible y cercano, te rehabilita ante tu propia conciencia. Eso implica por qué vemos determinado reality show o criticamos a los políticos, eso nos dignifica. La crisis ha generado mucho dolor, un dolor que era evitable y que además está mal repartido. Unos toman las decisiones y otras las sufren. Pero es más posible sobrellevar ese dolor si está personalizado. Los políticos son los más visibles para eso.
-Critica usted duramente lo que llama el pesimista satisfecho, ese que se gusta a sí mismo mientras dice cuán terrible es todo.
-Tenemos tres siglos de filosofía de la sospecha, esa que mina el optimismo. Desde que Voltaire criticó al cándido aludiendo que el pesimismo era de buen tono, la filosofía, como dice Adorno, se ha vuelto triste. La filosofía de la sospecha, si bien ha ayudado al hombre a ser libre, en el sentido de que le permitió desautorizar y criticar un sistema ideológico antiguo, también nos ha entrenado para desenmascarar. Por otra parte, España es el único país del mundo en el que a las personas que tienen ilusiones se le llama ilusos, de manera despectiva, aludiendo a su ingenuidad. Porque el que tiene ilusiones no tiene información ni experiencia. Sin embargo, el pesimismo tiene unos defectos estructurales. Es nostálgico de una sociedad aristocrática, a la vez que se idolatra un pasado. Cuando el entusiasmo de la vida se seca con un excesivo pesimismo, quien analiza podrás ser muy inteligente, pero eres un gran necio.