El diez de noviembre de 2011 Diamond Flash alcanzó el máximo galardón del Festival Rizoma que se celebraba en Madrid. Dirigía un casi desconocido Carlos Vermut, madrileño formado en el mundo de cómic y con reconocido prestigio por sus colaboraciones en la revista El Manglar. Sus siguientes filmes, Magical Girl o Quién te cantará, consolidaron al nuevo icono audiovisual como particular Michael Haneke hispano. Incluso la periodista Isa Calderón lo juzgaba en 2015 como “uno de sus directores favoritos” (faltaban todavía cuatro años para que en su podcast Deforme Semanal radicalizara su activismo)
Este tiempo entre décadas ofrecía un número notable de filmes, Paula Arantzazu Ruiz da el número de 80 anuales, y no se veía en el horizonte los recortes que malbaratarían el sector a los pocos años. La producción de cine, en contrapartida, está todavía dominada por el varón con apenas un 7% dirigido por féminas, según datos de 'El País'. El paro juvenil pronto alcanzaría el 50% y este se comenzaba a sentir en todos los sectores, especialmente en provincias. Así Valencia, ya para 2014, alcanzaría un 90% de desocupación en el sector audiovisual. Madrid suponía, entonces, la meta de todos aquellos jóvenes sobre cualificados. Estos pretendían algo tan poco ambicioso como imposible en la España de la debacle económica de 2012: vivir de aquello que habían estudiado.
La escena audiovisual de la capital vivía en los últimos coletazos de un “canallismo” crepuscular. Existían así decenas de imitadores “millennial” de los dioses primigenios Joaquín Sabina o Javier Bardem; héroes del sexo con calcetines, como se vio en el reportaje desnudo del primero. Era una cultura hedonista, ajena a cualquier lógica de la responsabilidad, y que vertebró la mayoría de creación juvenil de los llamados “noughties” (2000 a 2012 en España). El adicto a sustancias se convierte en aquellos años en un tótem social y el sexo casual en moneda de cambio común para obtener poder.
Es el marco temporal del relato “Cat People”, publicado en 'New Yorker' en 2017, que recrea un breve encuentro que acaba con el inevitable “puta” como final de conversación de WhatsApp. Otro síntoma: la canción más retwiteada en estos inicios de Twitter en España, red social hípster todavía en 2011, fue la irónica “Show me your genitals” del cómico canadiense Jon Lajoie. Su letra, de hecho, no ganaría ningún premio del ministerio de la igualdad:
“Las mujeres son idiotas y no las respeto.
Es así, solo tengo sexo con ellas.
Muéstrame tus genitales, tus genitales (¿qué?)
Muéstrame tus genitales (genitalia)
Muéstrame tus genitales, tus genitales (¿qué?)
Muéstrame tus genitales (genitalia)”.
Surgió, incluso, una pequeña oleada de thrillers eróticos: en EE.UU. aparecerían de Mulholland Drive a la secuela de Instinto Básico de 2001 a 2006. Existió como interesante novedad una vertiente francesa bajo la admonición de la feminista heterodoxa Virginie Despentes con obras como Fóllame (2000) y que continuaría con Irreversible de 2002. Las editoriales supieron también captar y conducir este marco cultural concupiscente. Ese pícaro llamado Jorge Herralde reeditó a clásicos de la intensidad “cipotuda” como Charles Bukowski, Hunter S. Thompson o el primer libro de éxito de Bret Easton Ellis. Este último, más inteligente que su entrevistadora Lucía Lijtmaer (la otra mitad de Deforme Semanal), recordó a cualquier lector literal de sus textos la imposibilidad de cancelar obras como American Psycho puesto que el protagonista “era un narrador poco fiable”.
Era una cultura hedonista, ajena a cualquier lógica de la responsabilidad, y que vertebró la mayoría de creación juvenil de los llamados “noughties” (2000 a 2012 en España)
Es una crítica inteligente y en aquellos años se confundía la imaginación con la realidad: todo plumilla, como consecuencia, pretendía ser un escritor de “no ficción” de vida atrabiliaria y relaciones desgarradas. Se eliminaba así de la ecuación periodística cualquier tipo de investigación ante la literatura sonajero. ¿Quién querría un pie de página si podías suplir todo con una metáfora afortunada? La auto confesión como género periodístico era también subvencionada por cronopios como Arsenio Escolar a través de la inenarrable bitácora del canario Ezcritor.
El varón desatado, sus obras y neuras, era una conmemoración de la masculinidad fuera de cualquier convencionalismo social. Aparecen conceptos como “juernes”, salir un jueves como si fuera un viernes y socializar en sitios de perdición como las salas Wurlitzer o Clamores. Solo desde esta perspectiva se puede entender artículos del tiempo como “El índice de locura / pibones” en GQ que podría en la actualidad provocar una campaña de boicot contra los anunciantes por “machirulismo” extremo. Una época, entonces, donde se proyectaban vidas sin pies en el asfalto como final de fiesta suicida a la España de la burbuja. Nadie quería ser padre, todos pretendían ser cineastas y las horas muertas de un país sin sector secundario se pasaban en ese supuesto Friends infinito que era Malasaña.
Estos años mentidos se evocan en esta excelente Atractiva Jugada Perdedora: un periodo donde todos querían ser Truman Capote, tener la vida sexual de Henry Miller y la cuenta corriente de Susan Sontag.
“La Gioconda” de Malasaña
“¿Has visto la película de Vermut?” se dice en esta obra confesional de la escritora compostelana Ainhoa Rebolledo. Pieza atravesada de manera desvergonzada por el casticismo, es probablemente el libro más verídico, triste y trivial del tiempo. A diferencia de otras ficciones ahogadas por anglicismos, de escasas lecturas o nula capacidad de descripción (el hortera barcelonés, Agustín de Foxá dixit, como paradigma), Rebolledo recrea bien esos ambientes donde vegeta, es decir vaguea, esperando un imposible triunfo final. El templo, claro, es “el Sputnik” -el bar Picnic de la calle de minas- que fue ágora de esa generación. Pocas frases más honestas se han escrito en la literatura reciente que esta:
“Las familias de provincias enriquecidas durante la burbuja inmobiliaria eran las auténticas culpables de que Madrid fuera un feudo de vagos: mandaban a sus retoños a la capital para que hicieran algo, se mostraban orgullosas, pero en realidad no tenían el nivel cultural para juzgar la producción que financiaban (apenas un fanzine)”.
Las relaciones de sexo descafeinado parecen suceder con grisura en alguien cuya pasión se proyecta más en la literatura que en su vida. Pero lo importante de Atractiva jugada perdedora no es la divertida enumeración de las fosilizadas tapas del Madrid lumpen, ni tampoco ese eros que tiene como resaca infernal dormir en el incómodo mobiliario de Ikea. Lo esencial de esta obra confesional de la autora gallega es el valor de realizar una ficción proustiana de todo este ambiente viciado. Un mundo donde las chicas importaban poco y servían como retiro carnal de aquellos guerreros del audiovisual. Hay mucha tristeza, así, en párrafos como este en el que se define el ambiente misógino de estos sucesores no poco “nerd” de la “canaille” noventera:
“No te das cuenta de que los tíos hacen cortos y las chicas escriben blogs de mierda; algunas son estilistas y, los otros, poetas y puede que alguien haga dirección de cine, pero el denominador común, por mucho que se pasen el día soltando las típicas quejas de los artistas, es que todo el mundo quiere follar, no le des más vueltas”.
La esperanza romántica de la autora en estas memorias literarias es un esquivo “Napoleón”, pseudónimo que esconde un autor catalán de éxito (¿Gonzalo Torné quizá? ¿O más bien Antonio J. Rodríguez?) y el cual la engatusa con supercherías retóricas propias de promotor franquista a una corista del Teatro Apolo. Esta relación apenada, epistolar (¿quién podría pensar en el correo electrónico como resurrección de este género muerto?), tiene el previsible final.
Pero, retrocedamos un poco en la pieza: en su histerismo de recién llegada a la capital Rebolledo confiesa que pretende realizar un particular Travesía de Madrid “millennial” de su admirado Francisco Umbral. No lo logra, le falta quizá el veneno mesetario, pero sí alcanza una indudable similitud con El Giocondo que expuso el ambiente también viciado del Café Gijón. Aquí el Gijón es, claro, el Picnic y pocos párrafos más crueles, entomológico de esa especie que habría de ser llamada “Mocatriz” (Modelo, cantante y actriz), que el dedicado a la camarera del bar.
“…la conocí por Tinder justo cuando llegó de su pueblo de Ciudad Real. Estuvimos saliendo un tiempo juntos, pero nunca follamos. La verdad es que me usó para conocer gente y cuando ya tuvo su grupo de amigos, dejó de llamarme. Una vez se sintió plenamente integrada en la élite del Sputnik, dejó de saludarme. Ahora solo me mira cuando me cobra las cañas, que por cierto nunca me sirve”.
A diferencia de esta chica con ideas claras y ambición mayúscula, la autora diletante de este libro fracasó en su asalto a Madrid. Las bitácoras y los ripios se acabaron con la crisis económica y aquellos haraganes, unos “Inútiles” sin un Fellini que los evoque, volvieron a sus regiones benetianas. No era posible, además, asaltar el cielo luego de que Pablo Iglesias y su corte acabaran con la frivolidad como discurso cultural válido: los escritores sociales pronto dominarían las librerías y los diarios de la izquierda alternativa.
Pero no todo fue un fracaso. Lo que quizá no haya comprendido la autora es que estas memorias fútiles de un Madrid pedestre, de peón a punto de ejecutar la consabida “jugada perdedora”, son una absoluta victoria. Ella como parte de un tablero social viciado debía fracasar para develar la red social nauseabunda en la que se movía. Pocos libros han hecho una radiografía más exacta de un cuerpo social fracturado, inerte y banal como la Malasaña de 2010; un borracho indolente y en paro regado por Estrella Galicia.
Incierta gloria
En 2015 cerró Patio Maravillas, poco después lo haría el bar Palentino en 2018 para volver como “lounge” inequívocamente barcelonés. ¿Su nueva clientela? El habitante cosmopolita y burgués, esa falsa bohemia, recién llegado a Malasaña. El covid, por otra parte, arrasó con el pequeño comercio debido a las restricciones y pocos bares castizos sobreviven. Más de 13.000 apartamentos turísticos sitian a los viejos comercios, los cuales cierran sus puertas de manera encadenada como fichas de dominó. La ciudad, además, apoyó de manera masiva a los candidatos liberales en 2023 cercenando cualquier posibilidad de volver a aquel 2011 vía subvención.
El caso de Carlos Vermut, en definitiva, parece epitafio de aquellos barrios alcohólicos, epígonos de los 80, que ahora prefieren vender sushi y magdalenas cuquis (Cupcake diría Joana Bonet) a cerveza. Quedan alrededor los náufragos de este espejismo, tan bien descritos por Ainhoa Rebolledo, en un desencanto perenne propio de aquellos que quisieron más de lo que hicieron. Estos como triste final solo alcanzaron el nivel confesional pedestre de Bob Pop, la vida sexual en palacios del gotelé de “Torbe” y la cuenta bancaria en negativo de Cristina Fallarás. Truman Capote, Henry Miller y Susan Sontag se reflejan de este modo en ese espejo curvo del callejón del gato que ha sido, es y será Madrid.