Jorge Bustos publicó el pasado sábado en el diario El Mundo una columna titulada Te gusta Bukele en la que critica a quienes, desde el centro y la derecha, aplauden las políticas del presidente salvadoreño. Escribe Bustos: “La gente canjea con gusto libertad por seguridad. Pero cuando ya tiene suficiente de la segunda y quiere recuperar la primera, el caudillo replica: ¿Libertad? ¿Para qué?” Es esta una pregunta que se dirige al liberalismo tanto desde la izquierda como desde la derecha. Hay que empezar reconociendo que es perfectamente legítima. Lo preocupante es la falta de respuesta.
Como sugiere Bustos, en el discurso de Bukele hay algo del “a usted qué le importa el Estado de derecho” con el que el sanchismo justifica su compra del poder. Sin embargo, no nos disgusta la amnistía sólo por inconstitucional, ni siquiera por lo que tiene de transacción ominosa; aunque fuera legal (ja) y estuviera movida intenciones angelicales (ja ja), respalda un proyecto político injusto que disuelve la nación sin ofrecer nada a cambio, salvo que uno esté dispuesto a tragarse eso de la convivencia (ja ja ja). Bukele sí ofrece algo a cambio, y no es poca cosa: la seguridad de que tus hijos volverán a casa y no serán captados ni secuestrados por las maras.
Savater suele citar a Cioran para decir que no se puede gobernar sin injusticias. Si nos parece una verdad amarga, dulcifiquemos diciendo que se trata de elegir entre dos o más males. Bukele se enfrenta a un enorme problema de seguridad pública. Podría haber optado por políticas graduales de resultados inciertos y diferidos. En cambio, eligió el estado de excepción, consiguiendo en apenas dos años que El Salvador se convierta en el segundo país más seguro de América, por detrás de Canadá. La diferencia entre ambas políticas se mide en número de muertos. Hay cientos de personas vivas como resultado de que Nayib Bukele eligió la excepcionalidad. No lo embellezcamos: hay presos en condiciones durísimas, sin garantías, y entre ellos, probablemente, algunos inocentes. No se puede gobernar sin injusticias, y antes de juzgar al gobernante que toma esta decisión, deberíamos preguntarnos qué haríamos nosotros.
La distancia también debería amortiguar nuestro juicio. Ningún gobernante de una democracia occidental ha tenido que enfrentarse a un nivel semejante de violencia, y casi todos los que se las vieron con fenómenos mucho menos letales recurrieron a vías expeditivas, por usar un eufemismo. Esto sin contar con que nuestros sistemas democráticos surgieron en sociedades que ya eran relativamente pacíficas. No se gobierna en abstracto, con escuadra y cartabón. Se gobierna en un lugar y un tiempo concretos. Sin incurrir en relativismo, deberíamos ser comprensivos.
Bukele, pensado desde España
Entonces, ¿me gusta Bukele? Existe el riesgo de que los salvadoreños pierdan más libertad de la que creían estar cediendo. Tal vez, cuando quieran recuperarla, ya no tengan ventanilla en la que reclamar. Si el gran logro de Bukele fuera el punto de partida para un sólido proyecto de prosperidad democrática (con los rasgos que los salvadoreños consideren), entonces podría decir: me gusta Bukele. Pero si no es así, lo más probable es que dentro de unos años (cinco, diez, veinte…) a los salvadoreños las cuentas les salgan a pagar. La historia de los líderes que acumulan mucho poder no me permite ser optimista, pero dejaré para el futuro mi juicio, a la espera de saber qué responde Bukele a la pregunta de: ¿seguridad para qué?
No es sólo que las democracias deban ofrecer a sus ciudadanos resultados materiales, sino que desde la no izquierda debemos ofrecer un proyecto de moral comunitaria
Que Bukele tenga que responder a esta pregunta no exime al liberalismo de responder a la que expresa Bustos: ¿libertad para qué? La libertad es una condición para la vida buena y para que una sociedad se responsabilice de sus decisiones. Pero, por sí misma, no garantiza la verdad ni el bien. El liberalismo, tal y como se entiende y predica en España (con algunas excepciones), se limita a sacralizar la libertad individual, y a ella supedita cualquier consideración. Sin embargo, libremente se puede elegir un mal, y la falta de libertad no es el único mal; ni siquiera, en ocasiones, el más grave. La sacralización de la libertad no conduce necesariamente a una mayor responsabilidad individual ni colectiva; con frecuencia, se racionalizan los resultados de las decisiones (si actué libremente, no pude equivocarme) o se buscan culpables para explicar el fracaso (en realidad, no soy libre, sino que vivo oprimido por el capitalismo, el patriarcado…).
El liberalismo español lleva décadas con una sola respuesta a la pregunta de libertad para qué: libertad para ser prósperos. Siempre fue una respuesta insuficiente, en tanto que reduce la compleja naturaleza humana a la simplicidad del homo economicus, pero cuando acumulamos quince años de crisis y estancamiento, resulta ya improcedente. No es sólo que las democracias deban ofrecer a sus ciudadanos resultados materiales, sino que desde la no izquierda debemos ofrecer un proyecto de moral comunitaria. Si estamos de acuerdo en que es malo que libremente decidamos acabar con la democracia (como tememos que haga Bukele), ¿lo estaremos también en lo destructivo que resulta que libremente dejemos de tener hijos? ¿Nos atreveremos a decir que la protección de la unidad nacional no es un deber menor que la defensa de la libertad? ¿Y a afirmar que la ideología queer no sólo es perjudicial para los niños, sino también para muchos mayores de edad que libremente deciden cambiar de sexo? ¿Y que hay preocupantes indicios de que los pobres eligen libremente la eutanasia más que los ricos?
Necesitamos la libertad, pero no nos basta. Por eso, mientras decidimos si nos gusta o no Bukele, pensemos qué es lo que no nos basta de nuestro liberalismo.