Cultura

No habrá cultura sin agricultura

La pérdida de la agricultura es, por tanto, la pérdida de un paradigma. Nos sumerge en la ficción de una realidad formateable, sometida a nuestras planificaciones exhaustivas

  • Cicerón, Fabrice Hadjadj y las protetsas de los agricultores españoles

Imagino el desconcierto del lector ante semejante título. ¿Qué tendrá que ver lo agrícola con lo cultural, lo más bajo con lo más alto, lo abiertamente material con lo eminentemente espiritual? ¿No hay acaso, y en abundancia, agricultores incultos y urbanitas cultivados? ¿No estamos dando un salto lógico, forzando tal vez la realidad para adecuarla a nuestro pensamiento? En realidad, no forzamos nada. Tanto agricultura como cultura provienen de la misma palabra latina, colere, que significa «cuidar», «cultivar», «habitar».


Pero esa coincidencia etimológica es apenas la epifanía de un vínculo más hondo. La agricultura y la cultura no sólo comparten un étimo, sino también una lógica. O, por decirlo de otra manera, comparten un origen porque también comparten una esencia. En sus Tusculanas, Cicerón presenta al agricultor como un modelo de cultura animi. Cultivar la propia alma no diferiría demasiado de cultivar el propio huerto, desvelarse por una hortaliza sería, en esencia, tan encomiable como desvelarse por el espíritu. En una escandalosa inversión de las jerarquías, lo más bajo constituiría el modelo, el paradigma, de lo más alto.

Me anticipo a la duda del lector más escéptico. ¿No hay en esta imagen una injustificable arbitrariedad? ¿Por qué no comparar al cultivador de sí mismo con el artesano, por qué no erigir la escultura en el paradigma de la cultura? Al fin y al cabo, cuando nos cultivamos, ¿no estamos dando forma a nuestra alma como Miguel Ángel se la daba al mármol? Es una pregunta pertinente. A la cultura le correspondería cincelar el alma, esculpirla, embellecerla. Inculto sería el insensato que se conformase con la fealdad, ese hombre negligente que hubiese incumplido el acuciante deber de esculpirse a sí mismo.


La persona más sagaz habrá entrevisto en esta idea la sombra de un autonomismo. Creo que el paradigma agrario es más adecuado que el escultórico. El escultor puede moldear la materia a su antojo, no está determinado a conferirle una forma concreta, es algo así como un demiurgo. Del mármol puede resultar una estatua ecuestre o un discóbolo, un buda o un crucificado. No ocurre así en el caso del agricultor. Podemos aseverar rotundamente, pletóricos de la santa certeza con la que los mártires hacen su profesión de fe, que de una semilla de calabaza nunca brotará un pepino. El agricultor acompaña un proceso, un movimiento, una formación. No se encuentra con un material, sino con un dinamismo. Más que en dar forma a una materia, su tarea consiste en dar plenitud a una forma.

Agricultura o barbarie

Como asegura Fabrice Hadjadj en Puesto que todo está en vías de destrucción, la relación entre el agricultor y la verdura es esencialmente similar a la de la cultura y la naturaleza: «La cultura es una actividad que parte de algo dado, y de algo dado que no es solamente un material, sino de una forma que ya está en formación, de un dinamismo del que esa misma cultura se convierte en auxiliar y, por así decir, en tutora. Se distingue de la simple fabricación. Presupone una naturaleza en tanto que naturaleza, es decir, en tanto que energía que hace nacer, que da a luz ella misma a una forma (…) La cultura no es un formateo ni una normalización; es una operación que consiste en cuidar el espacio, en liberar los recursos del desarrollo pleno, de la plena fructificación de un ser. Supone, pues, que la naturaleza humana debe ser honrada como algo dado bueno en sí mismo».

"Les jodemos porque en el campo no prosperan ni sus experimentos ni sus ideologías", me explicó un agricultor en las protestas de Madrid

La pérdida de la agricultura es, por tanto, la pérdida de un paradigma. Nos sumerge en la ficción de una realidad formateable, sometida a nuestras planificaciones exhaustivas, rendida a nuestra voluntad demiúrgica. Una realidad que carece de un sentido intrínseco, que apenas es materia bruta. La misión de la cultura ya no estribaría por tanto en acoger y realizar una naturaleza, sino en pensarla para moldearla después; ya no en encauzar un proceso, sino en conferir una forma. Extraviada la referencia agrícola, sólo nos queda la posibilidad de una cultura ideológica: una cultura que, lejos de encaminar la naturaleza humana a su plenitud, sólo pretende adaptarla a la idea, como el liberalismo, o reemplazarla por una más eficiente, como en el transhumanismo.


El otro día, en la Puerta de Alcalá, uno de los agricultores que se manifestaban me dijo algo relevante: «Les jodemos porque en el campo no prosperan ni sus experimentos ni sus ideologías». Tenía razón. Quizá el hombre rural, que implora lluvias al cielo y se resigna en caso de que no lleguen, que no pretende controlar la realidad sino adecuarse a sus ritmos, conozca mejor el vínculo entre cultura y naturaleza que el más elevado de los urbanitas.

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